'Historias de cine y periodismo' / DANIEL ROSELL

'Historias de cine y periodismo' / DANIEL ROSELL

Cine & Teatro

Historias de cine y periodismo

Las trayectorias vitales y artísticas de Charles Chaplin, Billy Wilder o el guionista Ben Hecht revelan la fascinación del arte cinematógrafo por periódicos y periodistas

23 mayo, 2020 00:10

En cierta forma, el periodismo es una actividad realmente extraña: sus profesionales trajinan la realidad en aras de la realidad misma. Aunque la dieta de palabras todavía tiene valor, ya no es la única aduana entre la realidad y el ciudadano. Las redes sociales se han convertido en el nuevo proveedor de titulares (apenas eso). Con todo, bien armado, el oficio del periodista puede llegar a ser una ventana abierta y propiciar un safari de buenas piezas. Es una forma de concretar la vida y darle extensión a lo que sucede. A veces es el último locutorio global, el cuerpo a cuerpo del poder. El romanticismo despeinado por la urgencia del cierre o la inminencia de la hora. La paloma mensajera, el morse descifrado, la megafonía impertinente. Aquí se aprende que no vale embellecer la realidad mientras se aplazan verdades.

Por su capacidad de brújula, por su polvorín de hechos, por su vuelo rasante sobre el presente, por su sex appeal, el cine siempre ha encontrado en el periodismo un importante abrevadero de historias. Gracias a su vigorosa actualidad, sus poderosos personajes o sus profundos debates éticos. En ocasiones, la investigación periodística tiene aroma de thriller. El corresponsal de guerra vive escenas de riesgo y acción. Surge una historia de amor enmarcada en un programa televisivo de entrevistas. Otras veces destila influencia a través de sus vínculos con el poder, que condiciona, por lo general, el tonelaje de la independencia informativa adelgazando la bolsa de ingresos de las empresas periodísticas. Hay algunos héroes en la profesión, pero abunda la supervivencia, cuando no, directamente, el vasallaje.      

De los vasos comunicantes entre el cine y el periodismo hay un buen catálogo en el libro de David Felipe Arranz Las cien mejores películas sobre periodismo (Cacitel, 2019), que viene a proponer una selección de títulos atendiendo a la calidad fílmica, la importancia del ejercicio informativo en la trama y la originalidad del enfoque sobre la profesión. Con un carácter más exhaustivo, Luis Mínguez Santos reunió en Periodistas de cine. El cuarto poder en el séptimo arte (T&B, 2013) doscientos largometrajes centrados en el mundo de la información. Este número tan elevado lo convierte, en opinión de su autor, “en casi un subgénero cinematográfico”. “Periodistas, reporteros gráficos o profesionales de la televisión se han convertido en personajes de ficción especialmente atractivos para tramas de intriga, denuncia o aventuras”.

portada libro las cien mejores peli culas sobre periodismo editado por cacitel y obra del periodista david arranz

Películas sobre el periodismo hay muchas, en todas las épocas del cinematógrafo, con más o menos aciertos (Todos los hombres del presidente, probablemente, encabezaría cualquier competición), pero esa historia de fascinación podría contarse también a través de un puñado de nombres, a modo de narración con múltiples conexiones a lo largo de pocas décadas del siglo XX.  Todo comenzaría, por ejemplo, cuando el joven actor Charles Chaplin –hijo de una familia de artistas del music-hall– se alistó en la compañía de mimos de Fred Karno y emprendió en 1912 una gira por Estados Unidos. En una de esas funciones con parada en Nueva York lo descubrió un directivo de los estudios Keystone, quien lo fichó a cambio de 150 dólares para protagonizar un cortometraje titulado Making a living (Ganándose el pan o, también, Charlot periodista), rodado en febrero de 1914.

Chaplin debutó así en el mundo del cinematógrafo dando vida a un pícaro que trataba de robar a un informador su cámara y su cuaderno de notas para hacerse con la exclusiva de un accidente. De algún modo, se asomaba al filón grotesco de ese reverso de la profesión caracterizado por la falta de ética y de escrúpulos. Fruto de esa experiencia, además, nacería Charlot, su gran personaje: “No sabía qué maquillaje ponerme. No me gustaba mi atuendo de reportero. Pero al dirigirme hacia el vestuario pensé que podía ponerme unos pantalones muy holgados, unos zapatones, y añadir al conjunto un bastón y un sombrero hongo. Quería que nada fuera armónico: los pantalones, holgados; la chaqueta, estrecha; el sombrero, pequeño, y los zapatos, grandes”, recordaría Charles Chaplin en su Autobiografía (Lumen) sobre aquellos días de febrero 1914.

No habría que dejar pasar muchos años para descubrir al periodista del Chicago Daily News Ben Hecht en Hollywood, donde recaló atraído por el reclamo de su amigo, el reportero y dramaturgo Herman J. Mankiewicz: “Hay millones de dólares aquí por ganar y tu única competencia son idiotas. No dejes que esta información se sepa”. Al poco de llegar, Hecht, que ya había publicado su primera novela, Erik Dorn, y fundado una revista cultural, The Chicago Literary Times, escribió una historia de gánsteres que acabaría rodando para la Paramount Josef von Sternberg (Underworld, La ley del hampa, 1927). El filme ganó el primer Oscar que entregó la Academia al guión original. Pese a todo, tras recoger el galardón, el periodista, que había rechazado aparecer en los créditos del filme, declaró a los medios: “Al ver la película, quise vomitar”.

De esos primeros años en Hollywood, otro de los éxitos más sonados de Hecht fue una película sobre la delincuencia: Scarface (1932), de Howard Hawks. En esta ocasión, adaptó en once días una novela homónima de Armitage Trail –psedónimo de escritor pulp Maurice R. Coons–, condimentada con sus experiencias en el mundo criminal de Chicago vividas en primera persona desde la redacción de un periódico. Ese retrato del gánster Tony Camonte, que revisaría Brian de Palma en 1983, con Al Pacino a la cabeza del reparto, llegó a despertar la curiosidad de Al Capone, quien envió emisarios para saber qué tramaba el guionista. Al tiempo que crecía su fama y su cuenta corriente se disparaba, Hecht siempre miró con desconfianza al cine. “Las películas son uno de los malos hábitos que corrompieron nuestro siglo”, escribe en sus memorias.

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El periodista, guionista y dramaturgo Ben Hecht, autor de Primera plana (1928).

Casi en paralelo, a miles de kilómetros del epicentro de la nueva industria del entretenimiento, en la efervescente Viena de las primeras décadas del siglo XX, un joven reportero llamado Samuel Wilder –que será conocido como Billy Wilder– se adentraba en la vivienda radicada en Berggasse 19, en el distrito urbano de Alsergrund, para entrevistar al padre del psicoanálisis, Sigmund Freud, con vistas a su publicación en el número de Navidad, dedicado, por cierto, al surgimiento del fascismo en Italia. De lo que allí sucedió tenemos noticias por el relato que dejó a Cameron Crowe en Conversaciones con Billy Wilder (Alianza): “De repente, levanto la vista, y allí está Freud. Un hombre diminuto (...). Me preguntó: ‘¿Periodista?’ Yo dije: ‘Sí, me gustaría hacerle unas preguntas’. Replicó: ‘Ahí está la puerta’. Me echó. Fue el momento culminante de mi carrera”.

Con todo, el ascenso al poder de Hitler puso fin a la aventura informativa de Wilder, quien estuvo alistado entre 1925 y 1927 en el periódico Die Stunde y la revista teatral Die Bühne. Tal como dio a conocer la Filmoteca Austríaca en el libro Billie: los trabajos periodísticos vieneses de Billy Wilder (2006), en algunas de sus mejores piezas el futuro director de cine ejercitó un reporterismo de estilo directo, diálogos dramatizados y agudo sentido de la observación. Hizo crónicas de sucesos. Trabajó de gigoló (con el propósito, según él, de escribir un artículo en primer persona de cómo eran las condiciones de trabajo) y entabló amistad con escritores como Alfred Polgars o Joseph Roth y con el actor Peter Lorre, con quien huyó, primero, a París y, luego, a Estados Unidos.

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Billy Wilder, en una fotografía tomada en sus últimos años

Allí, Samuel Billy Wilder afrontó su futuro con sólo once dólares en el bolsillo. Aprendió el idioma, viajó a Hollywood y pasó por muchas productoras ofreciendo sus guiones hasta recalar en la Paramount. Hasta levantar una aventura cinematográfica brillante (“Su principal aportación al cine norteamericano es la inteligencia”, señaló, certeramente, Stephen Farber en The New York Times) que tuvo una de sus últimas paradas en un texto, Primera Plana (The Front Page), aplaudido en Broadway y llevado ya a la gran pantalla con anterioridad por Lewis Milestone (Un gran reportaje, en 1931) y Howard Hawks (Luna nueva, en 1940). Sin embargo, con casi setenta años, Wilder convirtió la historia firmada por Ben Hecht –aquel redactor del Chicago Daily News reconvertido a guionista de éxito– y Charles MacArthur en un tributo al periodismo que él había conocido en Viena y Berlín durante los años veinte.

La apuesta del director de El apartamento o Irma la dulce coincidía, además, con el propósito inicial de los autores de la pieza teatral. Hecht y MacArthur señalaron en el epílogo de la obra, en 1928, que su impulso inicial fue escribir un texto que recogiera el desprecio que albergaban por la que había sido su profesión, el periodismo. Sin embargo, a medida que la escribían, se dieron cuenta de que su actitud era falaz, pues ambos añoraban los años que habían pasado en las redacciones. La obra terminó siendo un cariñoso homenaje a su antigua profesión y a sus compañeros, y también un tributo a la ciudad de Chicago. Escribir Primera plana, confesaban finalmente los autores, les había ayudado a comprender que, en realidad, no eran dos dramaturgos o intelectuales, sino simplemente dos periodistas en el exilio.

Junto a su colaborador I. A. L. Diamond –también experiodista–, Wilder situó su versión de Primera plana el 6 de junio de 1929, por lo que inundó los diálogos de alusiones a personajes y sucesos de los años veinte que fueran fácilmente identificables para los espectadores de la década de los setenta. Ese ejercicio de añoranza también alcanzó al periodismo. Y lo hizo a través de la mención a algunas de las firmas más populares de aquellos días (Heywood Broun, H.L. Mencken y el propio Ben Hecht, por ejemplo) y a los hitos de la profesión, como la publicación de la imagen en portada la ejecución de Ruth Snyder en el New York Daily News en enero de 1928, tomada por el fotógrafo Tom Howard con una cámara atada al tobillo, y los guiños sobre el caso Watergate, pues la película se estrenó sólo cuatro meses después de la dimisión de Richard Nixon.

“En aquellos días, un periodista era una mezcla de detective privado y poeta. Si eras bueno, podías mejorar la historia; te sentías como un inventor, un descubridor, un explorador, un dramaturgo... Dabas rienda suelta a lo que había en tu interior: la historia comenzaba con algo bastante simple y tú la convertías en Los tres mosqueteros. Además, estaba la dedicación a tiempo completo –la noción de una familia era imposible para un lobo solitario–, y la camaradería y la rivalidad en la sala de prensa...”, recordaría Billy Wilder, quien siempre gastó, una profunda admiración por Chaplin, el primer periodista que se asomó a una gran pantalla. “Al crear a Chaplin, Dios estaba en buena forma. Necesitará uno o dos siglos para conseguir hacer otro genio de este calibre”, escribió. Otra forma de contarlo, como las historias del periodismo en el cine.