Siento un gran vacío existencial. Y no por culpa del confinamiento (a pesar del sustancial bajón de la tercera semana, mi cabeza ya ha aceptado que la calle puede esperar) sino porque ya he terminado las tres temporadas de Fauda y ahora no tengo serie. Nada será igual después de Fauda.
Los que no hayan visto esta producción televisiva de Netflix, no se preocupen: no haré spoilers. Pero les aconsejo que la vean. Especialmente si son fans de las series de acción y de intriga ambientadas en Oriente Medio. Fauda (“Caos”, en árabe) narra las operaciones secretas que lleva a cabo una unidad especial del ejército israelí especializada en desmantelar a terroristas en territorio palestino. Básicamente, se trata de un grupo de matones --“nos entrenan para ser perros de caza”, como ellos mismos dicen-- que torturan y asesinan sin miramientos a sus objetivos cuando lo creen necesario, pero a la vez son personas con sentimientos muy humanos, capaces de enamorarse, añorar a sus hijos, sacrificarse por la amistad. El protagonista de la serie, Doron Kavilio, sería un personaje entrañable si dejáramos al margen que su trabajo consiste en disparar y matar cuando sea necesario (o cuando su sentido personal de la justicia así lo crea). Lo cierto es que Doron y sus colegas, ni guapos ni feos, están lejos de ser unos superhéroes: a menudo cometen errores y algunas operaciones resultan ser auténticas chapuzas.
Lo que más me ha llamado la atención de esta serie, sin embargo, es otra cosa: en medio de tanta violencia entre terroristas y machos alfa, no hay apenas violencia de género. En la serie no aparecen violaciones ni agresiones sexuales, y las escenas íntimas entre los protagonistas y sus amantes o parejas responden más bien a relaciones sentimentales, --algunas más pasionales, otras más tiernas--, pero los guionistas huyen de las escenas de sexo trivial y las relaciones superfluas a las que estamos acostumbrados a ver en la mayoría de las series.
En Fauda tampoco hay espacio para la “mujer víctima” o humillada. Los personajes femeninos que aparecen, sean israelís o palestinas, madres, profesionales o novias, son fuertes, inteligentes, pacíficos (además de guapísimas). El mensaje me parece bastante claro: si fuera por ellas, no habría terrorismo ni violencia ni nada de nada. Incluso Nurit, la única mujer miembro de la unidad militar secreta israelí, tiene dudas sobre realmente quiere convertirse en un “perro de caza”.
Yo, personalmente, me enamoré de la Dra. Shirin, una médica palestina del hospital de Ramallah que acabará teniendo una relación amorosa con unos de los espías israelís. Alta, delgada, de ojos almendrados y nariz afilada, Shirin (interpretada por la actriz franco-libanesa Laëtitia Eïdo) es la mujer más inteligente y elegante de la serie. De mayor quiero ser como ella.
Aunque fue mi padre quien me vició a Fauda, la primera persona que me habló de esta serie fue Elana (nombre ficticio), una amiga israelí, residente en el Maresme. Elana, su marido y sus cuatro hijos se mudaron a Barcelona hace cuatro años, aprovechando que el gobierno español le concediera la nacionalidad española por ser de origen sefardí y haber pasado los exámenes correspondientes. Antes vivían en Rumanía, donde su marido tiene un negocio de electrodomésticos, pero añoraban estar cerca del mar. Elana, que habla hebreo, inglés, rumano, español y algo de catalán, no cree que vuelvan a vivir en Israel, aunque no duda en que sus hijos regresarán para prestar el servicio militar obligatorio cuando les llegue la edad.
“El servicio militar es una escuela de la vida”, me dijo Elana en su día. Ella misma tuvo que prestar dos años de servicio militar antes de empezar los estudios de Psicología (en Israel la mili es obligatoria tanto para hombres como para mujeres) y asegura que la experiencia valió la pena. Yo tengo mis dudas de que entrar en el ejército con 18 años sirva para algo, pero no quise discutir. Elana y yo hemos crecido en realidades muy distintas, y por mucho que me esfuerce nunca lograré entender la compleja situación que se vive en Israel.
“Fauda me produjo una sensación extraña: podía sentir a la vez empatía y falta de empatía hacia los palestinos”, me confesó Elana, cuando la llamé esta semana para preguntar su opinión. “Mientras veía la serie, también sentí que estamos atrapados en una situación delirante”, añadió.
Uno de los aspectos de la serie que más la impactaron fue constatar cómo algunas personas acaban implicadas en un movimiento terrorista “sin querer”, como el caso de un adolescente de Hebrón, cuyo único error fue hacerse amigo de su entrenador de boxeo (que en realidad es un espía israelí camuflado de palestino). “Por otro lado, me impactó la creciente presión de Israel para obtener información al precio que sea”, me reconoció Elana. “Todo es muy complejo, pero al menos el creador de la serie consigue que reflexiones sobre el asunto desde una nueva perspectiva.”
Después de ver la serie, me han venido unas ganas enormes de volver a Israel. La última vez que estuve allí fue en 2012, para visitar a una buena amiga en Tel Aviv. Recuerdo que era el mes de octubre y me tocó un tiempo increíble, cielo azul y manga corta todo el tiempo. Ideal para recorrer la ciudad en bicicleta, mientras mi amiga, que sufría una depresión, se pasaba la mitad del día encerrada en su apartamento, con las persianas bajadas, fumando porros. Cuando pienso en Tel Aviv me vienen a la cabeza sus preciosas buganvillas trepando por todas partes, la frescura de un hummus recién hecho untado en pan de pita y el olor de las humeantes burek, una especie de hojaldre relleno de espinacas y queso fresco, típico de los Balcanes y otros países del este de Europa que estuvieron bajo el imperio Otomano. En casa de mi amiga, en Tel Aviv, nunca faltaban los burek: su padre creció en Bulgaria. Su madre, en cambio, se crio en Libia, hablando en árabe. Podría trabajar de espía, como los protagonistas de Fauda.