Von Sidow, el silencio de Dios
El actor sueco, vinculado a Ingmar Bergman, ejercía la informalidad de quien acepta su destino: “Yo nunca he escogido papeles; me los han ofrecido”, sostenía
19 marzo, 2020 00:00La partida de ajedrez del caballero con la muerte recorre el tiempo desde su origen. Es el emblema del cine en blanco y negro, donde sobresalen el perfil pétreo de Max von Sidow y el cristalino de su mirada. Ingmar Bergman lo puso allí, en El séptimo sello, y lo convirtió en un actor de culto a partir de su presencia, aunque el espectador avezado siempre sospechase que era víctima de una seducción fraudulenta o que la presencia de Von Sydow fue una forma indirecta de adulación al director. Más bien lo segundo.
En la película emblema de Bergman, antes de empezar la partida de ajedrez, los contendientes eligen el color de las fichas: “Las negras para ti”, dice el caballero que acaba de llegar de las Cruzadas; “es lógico, ¿no crees?” responde la Muerte; y a partir de aquel momento cada movimiento sobre el tablero significa un umbral tras el cual todo se revelará en perspectiva. El caballero de la fe se siente desarmado ante la Muerte, que mueve sus piezas con la serenidad que le proporciona el tiempo, su aliado estratégico. Logra aplazar su final ganando la partida, “Dios no hace ninguna señal, parapetándose en un obstinado silencio”, nos recordó Rafael Narbona, emparentando el nihilismo de Bergman con el de Unamuno. Y justamente en eso consiste el intríngulis de El séptimo sello: el silencio de Dios.
El director sueco creció en una familia dominada por la intolerancia y el fanatismo religioso de su padre, como muestra La cinta blanca la película biográfica de Michael Haneke donde se narra la adolescencia de los hermanos Bergman, rodeados de maestros antisemitas, en la Suecia que elogiaba a la nueva Alemania del Führer y leía el Mein Kampf. La obsesión por conocer más el pasado familiar de Bergman persiguió a Von Sedow cuando Billie August, considerado el sucesor de Bergman, contó con él en películas como Jerusalén o Las mejores intenciones, que narraba el matrimonio de los padres del director. Con August hizo también Pelle el conquistador, Palma de Oro en Cannes, Oscar a mejor película de habla no inglesa y primera candidatura a la estatuilla de Hollywood para Von Sydow en 1989.
Aquel desafío ajedrecístico de El séptimo sello pudo tener mucho después un reverso real en la partida jugada entre los campeones Garry Kasparov (blancas) y Veselin Topalov (negras) en Hoogovens, en 1999. Los ajedrecistas bautizaron entonces aquella final como la Inmortal, basándose en la supuesta metafísica del juego que se presenta bajo formas desconcertantes, como los personajes hallados por Alicia al otro lado del espejo. Sea como sea, los mejores movimientos de la Inmortal, muchas veces parangonada alegóricamente con la película de Bergman, llegó a los libros sobre el ajedrez sobredimensionando el aspecto militar. El juego, nos decían, está basado en el Chaturanga, su génesis, inventado en India, para afinar las mentes de la estrategia militar. El mismísimo Napoleón creó una defensa homónima, después de toda una vida de aficionado a los escaques, que aprendió siendo un joven oficial de artillería en el París del Café de la Régence.
Antes de su reciente desaparición, este marzo, con 90 años cumplidos, Max von Sydow rememoró por última vez su alianza a la sueca –bastante fría– con Bergman: rodaron juntos películas como El manantial de la doncella, Fresas salvajes, La hora del lobo, Los comulgantes, La vergüenza… y así hasta un total de once cintas, aunque en sus memorias, tituladas Linterna mágica, el director no menciona ni una sola vez a su actor estrella. Su última aparición en el cine fue Kursk (2018), de Thomas Vitenberg, en la que encarnaba a un almirante de la armada rusa.
Lo cierto es que Sydow totalizó un periplo destinado a convertirlo en actor autosuficiente: fue Jesucristo y el demonio; combatió a Lucifer con agua bendita; fue el Cuervo de Tres Ojos, Strindberg, el villano Blofeld, el abuelo de Heidi, el papa Clemente VII, Eugene O’Neill y el emperador Ming. Trabajó con los más grandes directores de la historia y logró galardones. Tras su primer paso por Hollywood, rodó con Wim Wenders Hasta el fin del mundo; ambos congeniaron, pero Wenders ya perseguía a su actor emblemático: Bruno Ganz, el gran ángel sentado en las azoteas de El Cielo sobre Berlín.
Los nórdicos, aparentemente tan profundos, terminan por poner de los nervios al más pintado, siempre limitados por su característica tristeza climática, como los personajes de Hamlet, el príncipe danés. “En Shakespeare hay tanto crimen y tanta poesía que sus dramas parecen concebidos por una rosa demente”, dice uno de los axiomas de Cioran, el gran retador. Para endulzar o quizá para humanizar la imagen de sí mismo, Sydow recurrió a la aparente de informalidad de quien acepta su destino: “Yo nunca he escogido papeles; me los han ofrecido”. Por eso, y por dinero, claro, aceptó Juego de tronos, Star Wars o El despertar de la fuerza, realizaciones perfectas pero fuera del tiempo del actor sueco, que a él le sirvieron para seguir trabajando hasta el final.
Podría decirse que la madurez de Von Sydow empezó mucho antes, haciendo de artista atormentado en Hannah y sus hermanas, de Woody Allen. El célebre director de Manhattan lo definió así, con elegancia y admiración: “Su talento es tal que traspasa todas las fronteras, ya se trate de un personaje complejo o sencillo, tanto da. Max es tan bueno que el equipo entero le aplaude en los rodajes”. Su altura de cerca de dos metros y su voz profunda, grave en francés y estruendosa en inglés, impusieron un Von Sydow misterioso y elegante. Él alega que su actitud es la de un actor inocente ante la necesidad de encarnar al personaje, sea el que sea: “Lo bueno de una carrera larga es que, al final, te das cuenta de que has hecho de todo. A mí ni me parece que haya géneros altos e inferiores. Las películas tienen valores o no; entretienen o no. No hay nada más”.
Nunca rehusó al beneficio de la palabra. Pero sus explicaciones jamás convencieron plenamente. Buscamos en él algo menos casuístico, más permanente; una especie de anillo que une el texto, la música, la imagen fotográfica y la voz del protagonista. Por lo menos en lo que concierne a las películas de Bergman. El director de fotografía de Bergman, Sven Nykvist, escribió que el actor era en realidad un director entusiasmado. Nykvist no era un don nadie; trabajó a lo largo de su vida con directores de la talla de John Huston, Woody Allen, Louis Malle o Andréi Tarkovski y con actores, como Jack Nicholson, Sean Connery o Mia Farrow. Tras los dos Oscars, le propuso a Von Sydow que dirigiera sus películas, pero el actor se opuso, a pesar de tener “talento sobrado”. Filmó una sola película, Katinka, impresionado por la novela en la que estaba basada y lo hizo porque ni Bergman ni ningún otro director amigo quiso encargarse del film.
Algunos reputados críticos escribieron que Von Sydow estaba preparado para conjugar los contrapuntos de una pieza de Bach o de Mozart con una narración rupturista, en su momento, como el Ulises de Joyce. Lo convirtieron en el mito que él se negó a ser o a aparentar, precisamente porque su cabeza funcionaba muy bien engrasada, sin necesidad de descubrir aquello que aún no ha sido hecho. A Von Sydow se le supuso algo del explorador que sin duda tenía, pero que no quiso malbaratar con aventuras fútiles. Ha sido un creativo atento a su atrezzo en cada momento, pero listo para decir que no cuando se le pedía un salto mortal.
Dijo, en más de una ocasión, que su amistad con Bergman estaba basada en el teatro, pasión compartida, y en el sentido del humor. De nuevo, en esta confesión menor, cualquier búsqueda queda cautiva en ese mundo nórdico en el que el gesto sin palabras lo es casi todo. Max von Sydow fue un hombre de afectos tenaces. Su normalidad era demasiado compleja para ser comprendida. Su presencia nos habla de un hombre que se ha perdonado algo fundamental de sí mismo; su neurología está formada por pedazos de historias almacenadas en el hemisferio izquierdo del cerebro por su capacidad de integración con el sufrimiento, al estilo de los pacientes del psicoanalista Oliver Sacks, que a la vez fue un prosista de excelentes fábulas.
El movimiento sobre el tablero de ajedrez de un jugador, como imaginamos a Von Sydow, va más allá de su papel de cruzado ante el momento de su extinción: su estrategia le acerca a Spinoza, que aprendió la emoción geométrica (Juan Arnau, Manual de filosofía portátil, Atlanta) en la sinagoga de Ámsterdam o a Descartes, matemático ante todo, abriendo con defensa india dentro de los ajustados cánones del racionalismo galo. La metafísica del juego devora al racionalismo moderno; encierra sus secretos en hexámetros latinos o en sonetos gongorinos. Todo es cuestión de métrica, de matemática, la poética de la razón.