Gonzalo Suárez, elogio del emboscado
El director de cine asturiano, que es también escritor, cree en lo que sucede, pero solo acepta la realidad como algo que está detrás de la verdad revelada mediante la ficción
25 febrero, 2020 00:00Es radicalmente antibarroco en el estilo, pese a su sentir barroco. No adjetiva porque sí; tampoco hace jeribeques y, a pesar de las apariencias, no construye castillos en el aire. El arte de Gonzalo Suárez es cambiante, como el perfil de Éfeso a los ojos del filósofo: “Cuando veo una película, la vida ocurre por primera vez, del mismo modo que nadie se baña dos veces en el mismo río”. Practica la emoción contenida de los estoicos y quizá por eso supo reconstruir en el cine la amistad entre Lord Byron y Percy B. Shelley –en la película Remando al viento, rodada en 1983–, los dos poetas que, al conocerse, se enzarzaron en una conversación sin fin.
Fue una noche de 1818, el único año sin verano, en Villa Diodati, frente al lago Leman de Suiza. Fumaron opio y bebieron juntos utilizando cráneos humanos trepanados. Su amistad duró hasta el momento de sus respectivos finales, narrados por E.J. Trelawny, bucanero, escritor, navegante y descubridor de la Reyna, en Memorias de los últimos días de Byron y Shelley (Alba Editorial).
El anhelo les orientaba a ambos rumbo al Egeo, el mar de resonante cielo azul, dejando a un lado el misterio de Alejandría, la ciudad “húmeda, oscura y sensual”, como la describió Durrell, antes de caer rendido ante sus atardeceres desde la cornisa. Pero cuando media Europa buscaba el origen evocador del Gran Tour inaugurado por Goethe en su Viaje a Italia, Byron y Shelley acababan de morir. Percy se ahogó navegando y Byron murió en Grecia haciendo frente a la invasión otomana. Rendido ante el genio de ambos, Trelawny vivió y escribió una crónica privilegiada: descubrió e incineró el cuerpo de Shelley en la playa de Massa; veló después el cadáver de Byron en Missolonghi, y aprovechó la ocasión para inspeccionar de cerca los misterios de su cojera.
Gonzalo Suárez mostró en esta cinta que su arte se despliega aceptando el destino, como un auténtico fatum; cree en lo que sucede pero solo acepta la realidad como algo que está detrás de la verdad revelada en la ficción; es un escritor escondido detrás de la cámara de director de cine. Dicen que cuando rodó su famosa película en una finca cercana a Madrid (también se rodó en Venecia), Suárez hacía aparecer a Frankenstein en el reflejo de un pequeño cristal. Fue su homenaje a Mary Shelley, la esposa de Percy y creadora literaria del monstruo, después del encuentro en Villa Diodati. Años después de aquel momento frente al lago Leman, Mary publicó su obra, bajo el título Frankenstein o el moderno Prometeo, y reveló su nombre real; se llamaba Mary Godwin, hija del librepensador William Goldwin y de la filósofa feminista Mary Wollstonecraft.
Ahora, la medalla de Oro de los Premios Forqué concedida a Gonzalo Suárez este enero se cruza con los comentarios y entrevistas que provoca su último libro, aparecido hace unos meses, La musa intrusa (Random House). Se trata de un texto que mezcla el cuento corto con la autobiografía, dos partes de un mismo mito que se unen en este aforismo: “Nunca he sido capaz de aprender a jugar a ningún juego que no me permitiera inventármelo”, según recoge la versión de Nadal Suau. Esta vez el cineasta no ha logrado zafarse de su sombra real; y no lo ha logrado por recomendación de su editor, Claudio López Lamadrid, fallecido el pasado año en su plenitud.
Es como si el editor hubiese visto venir al autor con la La musa intrusa bajo el brazo y tratara de alejar su prosa de los arquetipos del Soldado y del Trabajador para acercarlo al Emboscado, siguiendo el triángulo de Jünger, espíritu libre del nihilismo. El entonces director de la Random le propuso a Suárez convertir un prólogo autobiográfico en relatos, conservando el deje displicente y no ofensivo del cineasta, pero manteniendo intacto su pudor.
Acaso pensó Lamadrid que, a Gonzalo Suárez solo lo puedes pescar, siendo lo grande que es, si le pillas despistado. El director de origen asturiano funciona superando desafíos a base de sumergirlos en un mar de intimidades. Sin embargo, y pese su retirada recurrente en los cuarteles de invierno de su mundo privado, no ha podido evitar los destellos mundanos del mérito, de modo que ahora incluye su última medalla (la Forqué), al Premio Nacional de Cinematografía, a la medalla de oro de las Bellas Artes, a la distinción de Caballero de las Artes o al Goya.
Además de narrador, ha sido aventurero, boxeador y cronista deportivo. Conocido por cintas como Ditirambo, La Regenta, Parranda, Reina Zanahoria o Epílogo, y por la serie de televisión deslumbrada, Los pazos de Ulloa. En aquella obra, de la mano casi invisible del atrabiliario Marqués de Ulloa, el director diseccionó el mundo de su creadora, la Pardo Bazán, expresión diáfana del naturalismo literario. Unió a una imponente Charo López, en el papel de Sabel, la perversa criada amante del marqués, con un José Luis Gómez, convertido en el cura don Julián, el capellán que llega a la magia gallega de los pazos haciendo gala de una devastadora pureza, la misma que acabará devorándole.
En una etapa muy posterior en la que Gonzalo Suárez había ido intercalando largos paréntesis entre sus películas apareció La reina anónima (1992), tocada también por la magia, pero esta vez hecha de cotidianidad. Un precioso cuento de hadas contemporáneo con una princesa dormida, Ana Luz (Carmen Maura) y una Venus desconocida (Marisa Paredes) vencedora y libre, que la despertará con un beso para que recupere la libertad y el aliento vital. No hace falta salir corriendo de la monotonía; lo insólito está cerca de tu ventana y siempre estás a tiempo de abrir la puerta a lo desconocido. Es el mito de lo encantado y su vuelta a la vida; es el “¡Si muero, dejad el balcón abierto!” de Lorca o el deseo de permanencia más allá del final. Todo ello salpicado de un humor inclasificable (¿celtibérico?).
Su letra escrita funcionó, pero rompió el molde y se decantó por el cine en películas que dirigía e interpretaba, hasta el momento de estrenar El extraño caso del doctor Fausto. En ese comienzo estuvo acompañado de Gimpera, Cohen y López, mezcladas con no profesionales, como el boxeador Javier Arranz o el mecenas Alberto Puig Palau, en el papel de Fausto. Casi de inmediato llegó Aoom, una cinta que no fue aceptada en el Festival de San Sebastián, pero que dispuso de un pase para invitados, entre los que se encontraba Sam Peckinpah, el director de Grupo salvaje, con el que Suárez mantuvo una amistad. El director norteamericano dijo entonces que Aoom “era el ruido que se oye cuando no se oye nada”.
Suárez había construido su primera obra maestra sobre el rumor de fondo del universo, con el preámbulo sorpresivo de una voz en off que narraba la historia del actor Riscol quien, al oír Aoom, intentó escapar de su materia, pero acabó atrapado en una piedra. Era su iniciación al terror cósmico, una idea que siempre le rondó por la cabeza a Suárez. Para levantar una empalizada alrededor de su obra, el director adoptó este sincretismo: el objetivo del cine es “detener el tiempo”. Algo así como cristalizar la eternidad.
En los años de sus cintas rompedoras, Gonzalo, que vivió 18 años en Barcelona, desarrolló el oficio de cronista deportivo en el diario Dicen. Para sorpresa de muchos, entrevistó a personajes sin relación con el fútbol y tan variados como José Bergamín, Alejandro Casona o Fulgencio Batista, el dictador cubano que había sido depuesto por la revolución de Fidel Castro y el Che. Se convirtió en yerno de Helenio Herrera (míster HH), cuando la madre del cineasta, María Morilla, se unió al célebre entrenador del Barça (tuvieron dos hijos, hermanastros de Gonzalo) y acabó elaborando informes técnicos para el club. En el traslado a Italia de HH, como entrenador del Inter de Milán, Suárez le siguió como analista del fútbol y sus entornos sociales.
Más adelante, sin mover la vista de los terrenos de juego, el cineasta dejó que su película Ditirambo (una de las primeras) madurara en su inconsciente hasta que se atrevió a rodar Epílogo con José Sacristán, Francisco Rabal y otra vez Charo López. Corría ya 1984. Suárez desplegó la ficción de que Rocabruno y Ditirambo eran dos autores que firmaban conjuntamente sus novelas, trabajaban juntos y estaban enamorados de la misma mujer; pero llegó un momento en que se separaron. Diez años después, Ditirambo visitó a Rocabruno para que escribieran de nuevo un libro juntos, que sería el último. Charo López se convirtió a partir de aquel momento en “uno de los personajes de mi vida”, ha dicho el director.
La trayectoria de Gonzalo Suárez empieza y termina en la página en blanco, pero dispuesto a saltar al ruedo de los platós, como una forma de fusionar la imagen con la idea. Sin embargo no le busquen en lo preestablecido; nadie le ha visto jamás dirigir una de sus películas con el guión en la mano. En sus primeros arrojos literarios acertó y acabó siendo señalado por la crítica no entregada, como un maestro de los novísimos, entre ellos Félix de Azúa, Ana María Moix, Martínez Sarrión o Pere Gimferrer, al frente teórico del pelotón.
La poesía iba por delante, cuando Josep Maria Castellet publicó su reconocido Nueve novísimos poetas españoles (Seix Barral), al hilo de trabajos precedentes, como el de José-Miguel Ullán en la revista malagueña Caracola o la taxonomía de lo nuevo de Ediciones El Bardo, a cargo de Enrique Martín Pardo y Francisco Carrillo. En algunos de aquellos trabajos de análisis crítico, la sombra de Suárez aparecía con claridad, como la de un autor surrealista, un honor que jamás aceptó, por no sentirse atrapado en la disciplina de un grupo: “Cuando irrumpe la moda, yo ya estoy en otro sitio”.
En los años sesenta, armada con un vanguardismo de mosquetón, la literatura de Gonzalo se comió de un tajo a la vanguardia behaviorista del conductismo español, los Fernández Santos, Matute, Güelbenzu o Aldecoa, inmersos en el realismo social del que huía el cineasta. En su opera prima, la novela De cuerpo presente (1963), habitaban cantos desesperados de cambio que solo fructificarían poco después, en el libro de narraciones cortas Trece veces trece (1964), iniciado con trece citas de autores como Poe, Lovecraft y Ambrose Bierce o Ramón Gómez de la Serna (“las moscas no comprenden el cristal contra el que terminan estampándose”). Pero la modernidad se mostraba a destiempo; era pronto; y la situación intermedia en la que quedó el autor expresaba, para los entendidos, la firmeza de Suárez, un hombre que corría sin tener prisa o que practicaba sin suerte el apresúrate despacio. Al recordarlo ahora, bien cumplidos los ochenta, se mete en el caparazón de su frase preferida: “De mayor quiero hacer cine”.