Jean Epstein, en manos del porvenir
La editorial argentina Cactus edita en español ‘La lirosofía’, la obra teórica donde Jean Epstein inaugura su influyente filosofía cinematográfica
23 enero, 2020 00:00“Sin historia, sin higiene, sin pedagogía, narra tú, cine-maravilla, al hombre migaja a migaja”. El deseo se expresa con vehemencia, así, un año antes, en 1921, en las mismas Éditions de la Sirène que fundara Paul Lafitte, donde el veinteañero Jean Epstein le daba los buenos días al naciente cinematógrafo: Bonjour Cinéma, el saludo a las posibilidades del nuevo invento, “un hermafrodita de ciencia y arte” totalmente inesperado con el que amanecía la posibilidad de borrarlo todo y recomenzar desde una ingenuidad reconquistada. En ese mismo año, el Epstein pre-cinematográfico, imbuido en la vanguardia de la mano de Blaise Cendrars, junto a Cocteau, Soupault, Léger o Le Corbusier, y tras la pista de Rimbaud y Proust, ya había dejado en otro libro pionero, La Poésie d’aujourd’hui, muestras del proceder analógico con el que por entonces todo lo sentía mágicamente interconectado: tensión dentro del lenguaje entre lo denotativo, previsto y normativo y lo connotado e imprevisible, la alusión que enmarca regocijantes oscilaciones entre una lógica científica y otra sentimental.
Del signo lingüístico al signo visual, antes incluso de llegar a la imagen, los textos literarios de Epstein ya se llenan de abruptos arrebatos, fragmentos metafóricos, cortes y saltos que aluden a la técnica del montaje que convierte la página en un soporte lúdico y reflexivo que involucra al lector-testigo en una experiencia pendiente de las metamorfosis del cine. En este sentido, Sarah Keller, en el proemio a las obras completas que poco a poco están viendo la luz en Francia gracias a Les éditions de l’oeil, califica Bonjour Cinéma como esa “tentativa de cine sin cámara” que ya prefiguran las letras líricas, donde los detalles visuales advierten del tanteo en dirección a una verdadera liberación. El centelleo de un verso de Rimbaud o Cendrars, poesía visual en movimiento, así como el ralentí, la sobreimpresión o los cambios de perspectiva, ya marcaban el camino.
Jean Epstein (Varsovia, 1897, París, 1953).
La mención explícita al cine, sin embargo, desaparece salvo en contadas ocasiones de La Lyrosophie (1922), que, menos exaltado, rastrea conceptos en los que asentar tanto conato de febrilidad anhelante de síntesis. De la mano de Nietzsche y Freud, Epstein se propone aquí restituir lo tapado, lo obliterado por la moral y la regla civilizatoria, eso que él denomina “conocimiento sentimental” o “conocimiento por amor”, cara oculta de la lógica y la ciencia en las que no obstante se apoya para corregirse, para limarse. De este acceso al saber por el afecto, que en su pureza comparten niños con salvajes, de esta vía del sentimiento, Epstein extrae su lirosofía, “ciencia en estado lírico” que el pensador postula como superación de los límites de una razón a partir de entonces trascendida como en su día la religión lo fuera por el avance científico.
Así, en estas páginas puede comparecer un geólogo que, después de décadas de especialización, ha logrado que la identificación de las piedras vaya en él adherida a una emoción que relaciona su sapiencia con el sentimiento y el recuerdo del que nacieron, retrotrayéndolo al estado del niño que puede poetizar el presente. Como en otro libro hermano (Vida y hábito de Samuel Butler, que Cactus reeditara hace algunos años), se trata de publicitar –para, en cierta medida, superar la contradicción que implica–, la cita secreta entre la “ciencia arraigada” y la “esfera de la ignorancia”, entre el experto que ejecuta su actividad sin pensar y la naturaleza que desarrolla inconsciente sus maravillas, como manera de acceder a una comprensión otra, más afinada y completa.
Epstein habla aquí desde el corazón de la Modernidad, a favor de ella. Es al hombre del cansancio, de la fatiga física e intelectual, al sometido al exceso de estímulos de la metrópolis, a quien se dirige, ya que ese estado de debilitamiento lo acerca, lo abre, al “potencial lirosófico”. Al advertir que esta condición hiperexcitada se ha extendido, que al dejar de ser una excepción ha escapado por lo tanto del discurso médico –el de la patología nerviosa–, Epstein extrae consecuencias positivas de contar con un subconsciente a flor de piel, de sentir como nunca la presión de lo emocional, de una animalidad desordenada y sin vocabulario.
Como adelantábamos, se sabía que el alimento óptico para este nuevo cerebro hiperestésico Epstein lo había hallado en el cine, en ese ojo maquínico, de herético linaje, que ve lo imperceptible e hipnotiza con la abundancia de los ritmos, con la sublimidad alógica de sus implicaciones espacio-temporales; ese invento diabólico casi siempre desatendido en su potencia visionaria y al que aquí busca su antecedente “lirosófico”: la cábala. De ella se celebra lo mismo que en el caso del cinematógrafo: la confusión y simultaneidad del conocimiento científico y afectivo que expresa, la propalación de extrañas imágenes del mundo que promueve, algo “mucho mejor que el arte” en el ejercicio del abrazo de los contrarios: “monstruo lírico”, “álgebra embriagada”.
La cábala primero, el cine después, anuncian la lirosofía participando de ella, del florecimiento de un saber duplicado –un saber “dos veces”, síntesis bicéfala de orden y amor– que conoce mediante correspondencias, analogías, igualdades, equivalencias. Después de este libro, Epstein escribirá otros más y rodará bastantes películas, pero, como le gustaba decir, todo estaba ya aquí, en estos primigenios titubeos teóricos, “en la desesperante plenitud del germen”.
Como antes con los libros de Bergson, los admirables editores de Cactus siguen completando la biblioteca Epstein –después de La inteligencia de una máquina y El cine del diablo– como una forma de extender el pensamiento de Deleuze, de seguir explorando sus rizomas. En sus famosos cursos de cine en Vincennes –cuyas transcripciones han dado para tres imponentes volúmenes en el sello argentino–, el filósofo guardó un lugar preeminente al director de El hundimiento de la casa Usher (1927) o Finis Terrae (1930), también por esta poesía filosófica que aquí se anuncia, tan cercana, en lo que a la creación de conceptos y al bello proceso de desarrollo que los ampara se refiere, al propio proceder del autor de Diferencia y repetición.
Para Deleuze, Epstein supone una figura ejemplar para hacer comprender la densidad de su propuesta de imágenes-movimiento e imágenes-tiempo, ese edificio de signos que, en un primer momento, puede dar la impresión de resumir con cierta facilidad la historia del cine del siglo XX como dos articulaciones alrededor del agujero negro de la guerra mundial, bisagra del cambio de paradigma entre un cine clásico, donde el tiempo se infería indirectamente del movimiento, y un cine moderno en el que el tiempo se presenta de forma directa, “salido de sus goznes”, como le gustaba decir al filósofo al rastrear, en Kant o en Shakespeare, el árbol genealógico de sus conceptos preferidos. Epstein, en su vanguardia, sería aquel que, ya incluso en el movimiento, presagiaba la fuerza del tiempo apenas sometido, al trufar con falsos raccords, accidentados cambios de escala, desenfoques, sobreimpresiones y otros excitadores de ucronías, sus escuetos argumentos, la débil armadura de su asalto a nuestra percepción y entendimiento.
Así, según Deleuze, mucho antes del enfrentamiento con la duración y sus virtualidades, Epstein ya desplegó, mediante los movimientos aberrantes de su cine, a partir de la concentración de ritmos y móviles que no desembocaban en una acción distinguible dentro de un esquema de causa-efecto, una panoplia de vías hacia el tiempo desatado que luego quedaron olvidadas tras la consolidación de un modelo narrativo de cortes y ensamblajes invisibilizados. Al filósofo del cine le interesaba esta figura para desmontar la tentación de ver toda su construcción de signos e imágenes dentro de un esquema de progreso. Pero también, me parece, encontraba un compañero de viaje aún más profundo en el entusiasta inventor de la lirosofía. Es decir, en quien comprendió que la vida moderna (cualquier vida moderna), junto a cambios drásticos y dolorosos, trae siempre consigo una promesa, la de reconfigurarnos a través de una nueva relación con el tiempo, el espacio y la percepción.