Vittorio de Seta: pedagogía radical
La editorial L’Arachnéen recupera en DVD 'Diario di un maestro' y edita un libro sobre los entresijos de este rodaje sobre la reforma escolar en la Italia de posguerra
13 noviembre, 2019 00:00Si es cierto que el cine, atravesados los espantos del medio siglo, se vio obligado a hacer pedagogía, a convertir el plano en pizarra y recomenzar a filmar para desbrozar una realidad esquiva y opaca, la experiencia vivida por Vittorio de Seta y su equipo técnico-artístico en Diario di un maestro (1971) transmite como ninguna otra ese arriesgado balbuceo mediante el cual los mejores cineastas trataron de adaptarse de nuevo a la vida abriéndose con asombro a sus regalos, frutos ya de un esfuerzo extenuante.
Vittorio de Seta, apegado a la mirada franca y honesta del primer neorrealismo en sus deslumbrantes catas documentales a la Italia meridional, en especial a su Sicilia natal, entre 1954 y 1959 –humus desde el que levantó su primera ficción, la inolvidable Banditi a Orgosolo (1961)–, llegaba a finales de los sesenta después del fracaso de un film, Un uomo a metà (1966), donde el aliento marxista de su auroral incursión etnográfica ya compartía protagonismo con un análisis de las motivaciones íntimas que se desprendía de sus intereses por el psicoanálisis jungiano.
Podría decirse entonces que el camino natural hacia una autoría más consciente y en estrecha relación con las dinámicas de los nuevos cines europeos no había funcionado para el cineasta, cuando, inesperadamente, se le vino encima la ocasión de trabajar para la RAI en un proyecto televisivo que curiosamente lo reengancharía a las enseñanzas de Rossellini, cuya didáctica y colectiva utopía audiovisual tuvo aquí una de sus más fieles encarnaciones.
Diario di un maestro recoge –traduce– todo el ingente esfuerzo que desde los años 50 pretendía en Italia una escuela nueva alejada de autoritarismos y competitividad y en busca de fórmulas imaginativas que fomentasen el compromiso del niño con las propuestas de los enseñantes dentro de un aula transformada. El punto de vista concreto se nutre de los métodos docentes innovadores que el profesor Albino Bernardini había recogido en Un anno a Pietralata, las memorias sobre su experiencia educativa en el suburbio romano. En la ficción, el profesor D’Angelo (Bruno Cirino) es un maestro sustituto próximo al ideario de Bernardini que cae a mitad de curso en una clase del arrabal de Tiburtino Terzo donde los alumnos, dados por imposibles por la dirección y el resto de compañeros, se debaten entre el absentismo (a veces obligado por la necesidad de contribuir a la economía familiar) y una entorpecedora desmotivación que, en el mejor de los casos, los ha transformado en máquinas de repetir lecciones sin comprender nada.
Lo milagroso del caso viene determinado por el respeto a las opciones éticas y estéticas asumidas por Vittorio de Seta, el actor Bruno Cirino, el operador Luciano Tovoli (Professione: reporter, Police) y el ingeniero de sonido Antonio Grigioni (Piccoli fuochi, Geschichtsunterricht, Moses und Aron) para llevar a cabo esta adaptación que devino, en palabras de Federico Rossin, en una experiencia fílmica inédita. Así, si se trataba de hacer una película sobre una pedagogía nueva, la filmación debía responder a una vivencia igualmente renovada y transformadora, lo que se tradujo en el uso pensante de una tecnología que normalmente, entre los fieles al credo del cinéma verité, no habría trascendido la superficial reconstrucción docudramática de lo previamente volcado sobre el papel.
Aquí, en cambio, no se reconstruía nada, se recomponía más bien la realidad a partir de una triple experiencia servida a unos alumnos que, al mismo tiempo que participaban en un film de ficción, aprendían y se plegaban a un ensayo pedagógico que por fin los tomaba en serio, bajando a escuchar y a moldear aquello que los chicos tenían que decir. Así el cine no sólo se contentaba aquí con denunciar (la orilla donde han muerto tantas buenas intenciones fílmicas), sino que ofrecía algo a cambio, convertía la rabia en un camino provechoso.
Lo primero que hizo De Seta fue tirar el guión a la basura, nivelarse mediante este gesto radical con el maestro que se ve forzado a obviar los manuales, al no encontrar en ellos una verdadera guía para sus alumnos. Trabajar, entonces, día a día, innovando, asumiendo la cambiante respiración de la clase, se convierte en la opción escogida por D’Angelo y también por De Seta: inventar una película a ritmo diario, “documentar una manera inédita de hacer escuela a partir una nueva manera de hacer cine”, como resumió el historiador y crítico Bernard Eisenschitz.
Los alumnos, chicos con déficits de aprendizaje provenientes de distintos suburbios y mayoritariamente de padres emigrados a Roma desde el Sur, recibían un salario por participar en el film, donde D’Angelo era un profesor más entre el verdadero maestro de los chicos y el consultor pedagógico que orientaba el curso. Se filmaba así un proceso de aprendizaje que deparó recompensas (quince de los dieciséis alumnos aprobarían el curso) y engendró uno de esos films inclasificables, verdaderos híbridos entre el documento y la ficción donde las suturas resultan ya imperceptibles (o sólo lo son en sus aderezos didácticos, como la voz en off de D’Angelo, o las dramatizaciones de los conflictos entre el maestro y sus superiores y demás colegas).
También, a veces, donde la ausencia de De Seta, que en ocasiones no quería distraer a los chicos con su presencia en la clase, donde ya parte del equipo se daba cita, más significativa se sentía en relación a la esencia última del proyecto: establecer, igual que en la escuela hace D’Angelo al transformar la tarima que lo elevaba sobre el alumnado en estanterías para libros o al cambiar la disposición jerárquica de los pupitres, un principio antiautoriatario en el cine, en el que el director todopoderoso pasaba a ocuparse, como en el anhelo rosselliniano, de las tareas de un mero coordinador que construye su estilo de manera involuntaria.
De esta forma, De Seta y su equipo lograron concebir aquí una escuela, y luego filmarla, de ahí la imborrable huella que dejan estas 4 horas y 50 minutos (una serie televisiva de cuatro capítulos que bien harían en ver todos aquellos que ahora alardean de estar enganchados al formato) extraídas de las más de 50 que depararon aquellas jornadas compartidas en Tiburtino Terzo. Se grabó, entonces, el trabajo, el arduo proceso de modelar las intenciones en la dura piedra de lo real.
Es esta condición ensayística y de apertura crítica que añade, en paralelo a lo narrado, la sensación de la tarea y la fatiga que ha costado arribar a una conclusión, lo que ha llevado a Emiliano Morreale a colocar Diario di un maestro en vecindad con otros logros de la década, películas como Milestones (Robert Kramer, 1975), We can’t go home again (Nicholas Ray, 1973-76), Anna (Alberto Griffi y Massimo Sarchielli, 1973) o Le moindre geste (F. Deligny, 1962-1971), que además comparten con la de De Seta el humilde pero ferviente deseo de calibrar las posibilidades de un cambio de mundo.
En el caso de Diario di un maestro, esta apertura a la virtualidad tiene mucho que ver con lo que ha señalado el crítico Marcos Uzal en su recensión sobre este rescate: la opción que aquí toma el cine por ponerse “a la altura del niño” (años más tarde ésta también sería la opción de partida de Abbas Kiarostami, quizás el último gran maestro en convertir el aula en estudio de grabación). Y ponerse a la altura del niño supone, como él y con él, abandonar los muros de la escuela al encuentro de la vida, atreverse a cambiar los paradigmas mentales y los temarios impuestos y buscar los asuntos en la cotidianidad de los alumnos o en los acontecimientos inesperados que la asaltan.
Así, la clase de biología se puede abrir a disquisiciones morales sobre el trato que los chicos dan a los lagartos que cazan, o la historia contemporánea filtrarse a través de los cambios urbanísticos, el trabajo infantil o las vivencias en primera persona que sus propios familiares les narran sobre la vida bajo el fascismo o durante la guerra. El guión de la película ya no podía ser la apriorística sucesión de órdenes, parlamentos y puntos de vista; se debía asemejar más bien a esos murales colectivos que los niños confeccionan en grupo y pegan en las paredes del aula guiados por el maestro: una amalgama de imágenes y palabras, un híbrido de historia general y particular que por fin los interpela y para lo que ha sido necesario sabotear lo fijado, lo convencional, lo preestablecido.
Así, la clase de biología se puede abrir a disquisiciones morales sobre el trato que los chicos dan a los lagartos que cazan, o la historia contemporánea filtrarse a través de los