Por regla general, no suelo engancharme a ficciones ambientadas no se sabe dónde y no se sabe cuándo. De ahí mi desinterés manifiesto por El señor de los anillos o Juego de tronos, cuyas tramas me expulsan porque nunca sé muy bien de qué me están hablando y me hago un lío con los gnomos, los trolls, las princesas, los magos, los guerreros y gente como los Lannister o los Beergarten (o como se llame la familia de la apetitosa Emilia Clarke). Esas ficciones exigen un esfuerzo de suspensión de la verosimilitud que me supera: donde esté un villano de las aventuras de James Bond, siempre ansioso por dominar el mundo, que se quite todo.
El visionado de Carnival Row, la nueva propuesta de Amazon, ha constituido una excepción a la regla: he disfrutado mucho de la primera temporada y me alegra saber que la serie ya ha sido renovada para una segunda, aunque tenía todos los elementos necesarios para deshacerse de mí ipso facto. Veamos: la acción transcurre en una especie de ciudad-Estado llamada El Burgo, y que recuerda poderosamente al Londres de la era victoriana. El Burgo acaba de perder una guerra contra El Pacto -del que nada se sabe en la primera temporada, aparte de que sus naturales son muy brutos- por el control de Anoun, el país de las hadas (y los hados), cuyos habitantes han emigrado en masa al Burgo, donde sobreviven como pueden entre el desprecio del sector más reaccionario de la ciudad (aunque las hadas son muy apreciadas como prostitutas: se ponen a menear las alitas durante el coito y parece que eso da mucho gustirrinín a los clientes). Por El Burgo deambula melancólicamente el inspector Rycroft Philostrate (Orlando Bloom, cuya inexpresividad habitual se ha topado con un personaje ideal, como le sucedió a Matt Damon con Jason Bourne), que investiga unos extraños crímenes supuestamente cometidos por una especie de Golem que obedece a un misterioso amo y señor. Philo es un hombre que arrastra un terrible secreto que, caso de desvelarse, le arruinaría la vida, pues tiene algo que ver con la mujer a la que más ha querido en este mundo (que no sabemos cuál es), y con la que vivió un romance durante la guerra de Anoun: el hada Vignette (Cara Delevingne, ideal para el papel con esa jeta de duendecillo que Dios le ha dado).
Releo lo escrito y soy consciente de que les estoy soltando una colección de chorradas muy notable, pero les aseguro que, en la pantalla, la cosa funciona. Mezcla de thriller victoriano, fantasía desquiciada, crónica social antirracista, historia de amor y melancolía mestiza -en El Burgo también se aceptan faunos, con sus cuernos y sus pezuñas, pero están aún peor vistos que las hadas-, Carnival Row es una rareza fascinante que se ha pretendido lanzar como el reemplazo natural de Juego de tronos, serie con la que no tiene nada que ver.
Creada por Travis Beacham y René Echeverría, Carnival Row contó en sus inicios con Guillermo del Toro, quien luego se desvinculó del proyecto para atender otros compromisos. La producción -de los decorados al vestuario, pasando por la utilización de localizaciones reales- es magnífica, así como la música que suena. Rodada íntegramente en la República Checa, Carnival Row parece transcurrir en una visión alternativa de Londres a finales del siglo XIX, aunque en la serie estemos en el siglo VIII. A falta de Jesucristo, la religión local adora al Mártir, cuyas estatuillas colgado de una horca sustituyen en las iglesias a Cristo en la cruz. La historia está llena de detalles que pueden captar el interés de quienes, como yo, no soporten las ficciones situadas no se sabe dónde y no se sabe cuándo. Y la mezcla de géneros funciona a la perfección. Una vez, claro está, se ha aceptado ese Londres de otra época y otro lugar en el que hadas y faunos han sustituido a árabes, asiáticos, sudamericanos y pakistanís.