Visiones de la enfermedad oscura
Las películas de Baroncelli, Neville, Pollet y Farrojzad muestran, a través de un viaje poético, el pavor de la sociedad ante las evidencias de la fragilidad humana
10 agosto, 2019 00:00A Forugh Farrojzad llegamos, además de por la estupenda crónica que Patricia Almarcegui escribió para Letra Global a propósito de la edición de su poesía completa -Eterno anochecer (Gallo Nero)-, y donde ya se hacía hincapié en la poderosa influencia de su único film, La casa es negra, que tanto marcó a la modernidad iraní y tanta importancia ha tenido siempre entre los cinéfilos que conocimos antes su poesía cinematográfica que la de sus versos, gracias a la edición de Clara Janés de su Nuevo nacimiento (ahora, en las últimas traducciones, Otro nacimiento).
En un artículo para la revista Cinéma, Jonathan Rosenbaum establecía un sugerente paralelismo entre Farrojzad y Pasolini, ambos literatos metidos a cineastas, ambos equilibrando en la escena “peligrosos matrimonios entre eros y religión, poesía y política, así como entre pobreza y privilegios”: odiados y celebrados por enemigos y cómplices, hasta la muerte violenta y controvertida vendría a igualarlos. Sea como fuere, el trazo con Pasolini podría servir para una valiosa contextualización, pues provoca la comparecencia de la vieja cuita entre un cine de prosa y otro, raro, de poesía, que, ante las imágenes y las palabras de La casa es negra, se identifica mejor, alejando de paso su terrible confusión con los persistentes arrebatos liricoides de algunos empeños narrativos.
Sorprende que dos de las películas más poéticas que existen tengan que ver con la lepra, tema que, en la ficción –se me vienen ahora a la cabeza dos grandes títulos de los años cuarenta, L’homme du Niger de Jacques de Baroncelli y La muchacha de Moscú, de Edgar Neville–, suele caer como un jarro de agua fría y ocupar un pudoroso off. Diez años después de La casa es negra, la clave quedó expresada en el segundo de estos mediometrajes, colgada de una de las voces que atraviesa L’ordre (1973) de Jean-Daniel Pollet: leproso no se es cuando uno queda contagiado por la enfermedad, sino cuando ésta se hace visible. Cuando esto ocurre, se produce el auténtico corte a negro, al encierro, sea en la leprosería cerca de Tabriz, o en la isla de Spinalonga, junto a Creta. E introducir luz en la oscuridad siempre fue una auténtica tarea de cine.
En los dos casos, este dar a ver trae consigo complicaciones. En L’ordre se dice que en Spinalonga, donde a principios del siglo XX los leprosos eran abandonados a su suerte (una espera de la muerte lejos de la sociedad), no había espejos, ni en la pared de la barbería. Farrojzad empieza La casa es negra precisamente con una joven leprosa con velo mirándose en uno de ellos, donde aún palpita el ojo bueno que le queda, con el que se reconoce y, asimismo, a la cámara. Detrás de la fealdad, resta lo humano, como dejó dicho la poeta, y en el gesto estético, político y moral, se advierte, como anotara Chris Marker en la tierna necrológica dedicada a la amiga fallecida, la necesidad de que fuese una mujer quien estableciera la distancia justa desde la que contemplar lo feo.
Se trataba entonces de mirar de frente en la leprosería, de aguantar el reflejo por una deuda de amor con todas estas personas. Otro gran cineasta, el pedagogo, educador, filósofo y poeta Fernand Deligny, teorizando sobre su cine al aire libre de las Cévennes con protagonistas autistas y psicóticos (Le moindre geste, 1971), contraponía al punto de vista tradicional de la cámara lo que él denominaba un “punto de visión”, una mirada totalizadora y sin identidad, una suerte de grado cero desde el que afrontar lo real y que se desprendía de la reinvención diaria del mundo por parte las infancias (nada inocentes) que le rodeaban.
Y aunque los planos de Farrojzad y Pollet se desarrollen rastreando el misterio y la belleza del tiralíneas perspectivo, lo que los empuja a nacer, lo que los pone en marcha, es el imperativo de un puro dar a ver que, en alianza con la espesura del tiempo, nos permite reconocernos en los que viven confinados tras el muro, la puerta, la reja. Curiosamente, a la larga, resulta más sencillo aguantarles la mirada a los enfermos que asumir el tenso y vivo discurso del inolvidable leproso Raimondakis en L’ordre, cuando declara sentir pena por nuestra decadencia e indiferencia y añora Spinalonga –a mediados del siglo XX, a partir de los avances médicos, los enfermos fueron evacuados de la isla y transferidos a un hospital cerca de Atenas– donde el pavor de la sociedad al contagio los convirtió en más libres y soberanos, en una auténtica comunidad donde “nadie moría solo”. La cura los acercó otra vez a la civilización, para la que seguirían siendo los eternos apestados.
La alergia a esa
Y allí donde no había sitio para metáforas ni simbología puso en práctica esta renovada poesía, es decir, esta otra forma de romper y fragmentar la realidad –como se disocian las palabras de sus significados– para mostrarla bajo otra luz –como las palabras se re-asocian con otros sentidos– alumbrando un mundo otro con el suplemento humano suficiente para poder ahuyentar la implacable negrura. En este sentido, Rosenbaum afinó la filiación entre Farrojzad y Kiarostami emparentando La casa es negra con ABC África (2001), su film sobre los niños huérfanos víctimas del sida en Uganda, donde el cineasta apostó por entregarnos, si bien enunciando la película desde el infierno, las rotundas muestras de alegría de esos “niños pese a todo”.
Farrojzad, a su vez, devuelve como un boomerang la difamación de ser una “poeta de cama” con este auténtico kamasutra de posturas entre el material visual y el sonoro, en el que los planos, fragmentarios y encabalgados como versos, interrumpen la lógica narrativa para ensayar ritmos, fugas y modulaciones propios del registro poético: así el plano repetitivo del leproso ante el muro mientras la voz de la poeta recita los días de la semana, llevando unos cuantos segundos al umbral de la eternidad, o el justamente famoso que suspende la escena del profesor y los alumnos (Farrojzad, como Godard, también supo de la secreta alianza entre el plano y la pizarra, entre la belleza y la didáctica), y en el que toda la colonia de enfermos recorre el eje de la cámara, avanzando hacia nosotros, hasta que los portones de madera se cierran y cortan su camino.
Con este sutil bricolaje, con la idea que nos podemos hacer del trabajo físico y mental detrás de su milimétrico y paciente montaje (ese “tiempo perdido”, como el que se le regala al enfermo que camina en muletas, a la niña que peina a su amiga o a la muchacha que se pinta los ojos), queda como subrayado uno de los más terribles trazos de una enfermedad que se ceba en las falanges de las extremidades. Los leprosos de Tabriz necesitaban que alguien les diera voz, pero también la firmeza de unos dedos poderosos (pon tus manos en mis manos / enamoradas, “El viento nos llevará”).
Se ha apuntado que la experiencia en la leprosería ayudó a Farrojzad a romper con el inmovilismo íntimo de su lírica primera y que esto se percibiría en la apertura a lo colectivo de su más famoso poemario,
Poco después, en Brick and mirror (E. Golestan, 1963-4), Farrojzad, en un fugaz cameo, interpretó a una mujer que abandona a su bebé en el asiento trasero de un taxista, inaugurando una historia de crisis de pareja que alcanza el clímax en la fabulosa secuencia del orfanato. Breve por la vida, efímera en el cine, Farrojzad, que tuvo que renunciar a su propio hijo tras la separación con su marido, fue la deseante proscrita, pero también la madre sacrificada y putativa de toda la generación de modernos prerrevolucionarios (Golestan, Kimiavi, Shahid Saless… pronto emigrados). Pues a ellos y a su cine, igual que al de los que se incorporaron más tarde, se continúa llegando después de haber atravesado aquella casa negra y notar, recién cruzado el umbral, el peso de la puerta sellada detrás de nuestra espalda.