Los atardeceres de nubes bajas se prestan a los horrores lentos que le gustaban a Chicho Ibáñez Serrador. El realizador creaba atmósferas, palabras y mitos de Cthulhu, como los descritos por Lovecraft, aunque en sus noches de terror no se le recuerda ninguna referencia explícita al sabio de Providence. En los prólogos de sus historias, su voz en off pasaba desde el tono avinagrado hasta el agudo en apenas media frase; sin embargo, pese a su vicio declamatorio, amaba la sobradez bien entendida (la distancia crítica), hasta el punto de que casi les ataba las manos a la espalda a sus actores para evitar la sobreactuación. En busca de televidentes deseosos de iniciarse en el arte de la oscuridad, Chicho se fijó en los modelos norteamericanos de su tiempo, como el Tales of Tommorrow o La dimensión desconocida. Supo importar ideas para construir nuevas morfologías; removió aquella televisión advenediza de país tercero y Noches del lunes, colonizada por los Vieneses, Franz Johan y Gustavo Re.
Lo probó con mil remilgos y sin demasiados escrúpulos en intentos como Mañana puede ser verdad o A puerta cerrada, y encontró la mina de oro con Historias para no dormir, su antología del horror. Chicho empezó sus míticas Historias con El cumpleaños, y a partir de aquel día, semana a semana, levantó 30 relatos repartidos en tres temporadas. Hubo de todo, desde El cuento de Navidad de Francisco Plaza, hasta El asfalto, un clavo kafkiano, sobre el drama cotidiano de lo invisible, traspasado por el gusto ibérico por el humor negro, coloreado por el grafismo de Mingote.
La serie recreó La broma, basada en un fragmento de Robert Arthur; La sonrisa, o el estado mental de los personajes de Ray Bradbury, en Fahrenheit 451; El regreso, una historia de Jiménez del Oso convertido en Aleister Crowley, con un duelo interpretativo de los que hacen época, entre Paco Morán, Irene Gutiérrez Caba y José Orjas; La zarpa, o el afán entre el sueño y la desesperación; El muñeco, una historia de raíces victorianas, con mansiones encantadas, institutrices estrictas y sobrinas incorporadas al hogar, basada en fragmentos de Henry James y Robert Bloch.
Ibáñez Serrador alcanzó el cielo en televisión por encargo de Juan José Rosón, secretario general de Radio y Televisión, en la etapa de UCD. El realizador había dejado ya en la pequeña pantalla algunas composiciones iniciáticas, entrelazadas con la densa trayectoria de su padre, el gran Ibáñez Menta. Conectó con Jaime de Armiñán (Suspiros de España), Adolfo Marsillach (Silencio de estrena), Antonio Mercero (Ese señor de negro) o Félix Rodríguez de la Fuente en la portentosa serie El hombre y la tierra. Rosón, el jefe del ente público, era listo; a la hora de abrir estudios de televisión y desatascar proyectos administraba muy bien sus silencios. Ibáñez Serrador estuvo a la altura de los parcos mensajes de aquel director impulsado al cargo de ministro de Interior después de Golpe de Tejero. Llenó su segundo turno en Prado del Rey con el teatro de Brecht y de Ionesco o con las apariciones de Serrat o Paco Ibáñez, en el programa A su aire.
Hasta que, de repente, como solía ocurrir, lo que había empezado como por ensalmo, un buen día se desvaneció de golpe. El país ya no estaba bajo la censura del antiguo régimen; la listas de altas y bajas en TVE (la única) y Radio Nacional habían dejado el tamiz de los antecedentes penales en el Tribunal de Orden Público para ser simplemente arbitrarias y estar sometidas a los designios del clientelismo o del amiguismo. Chicho nunca utilizó refugios ni agravios; consideró siempre que los poderes habían sido justos con él.
Ibáñez Serrador se nos mostró hasta donde quiso; siempre pensó que el oficio de narrador-realizador debe tender hacia la “dignidad de un iceberg”, que solo muestra sobre el agua una octava parte de lo que es. En las series de producción propia, sus apariciones en la pantalla emularon los cameos del cine de Alfred Hitchcock; sus trucos incorporaron a menudo el truco de El halcón maltés, objeto invisible a la vista de todos, y sus monólogos se acercaban al ahorcado de Hemingway o al soldado de la caballería prusiana que sueña su propia muerte en el transcurso de una batalla.
Lo mejor del mestizaje es que quien vale para una género puede bordarlo en otro muy distinto. A Ibañez Serrador, a quien la Academia de Cine le galardonó con un Goya a su trayectoria, se le debe el entretenimiento de calidad. Muchos recuerdan Todo es posible en domingo, un programa musical y de variedades de cuatro horas; Señoras y señores, realizado por Valerio Lazarov; o Cambie su suerte, el concurso de gran espectáculo con Joaquín Prat y José Luis Pecker. La lista de menciones incluye también a Noches de teatro, El circo, y así hasta llegar a la melodía de Un dos tres... responda otra vez.
Con solo dos películas, ¿Quién puede matar a un niño? y La residencia, Chicho revolucionó un género hasta entonces poco valorado en nuestro país.“Tuvo la bondad de iniciar a toda una generación de espectadores en el cine fantástico, contagiando su amor de tal manera que muchos de los que nos dedicamos a este género tenemos una gran deuda con él”, en palabras del director Juan Antonio Bayona.
Desde su desaparición a los 83 años, el pasado 7 de junio, la consideración de genio que nos deja ha estado presente en casi todas las despedidas. Ibáñez Serrador compartió con los grandes la libertad de inmersión en todos los géneros, siempre libre de prejuicios. Sergio del Molino lo compara con Orson Wells y escribe que ambos, “cuando concebían obras de vanguardia, las convertían en éxitos populares, y cuando trabajaban productos de masas, acababan siendo objetos de culto”.
Hoy le recordamos agradecidos, después de tantos años y de una despedida familiar, el pasado 9 de junio, en el cementerio granadino de San José, donde descansa junto a su madre, la actriz Pepita Serrador. serra está pegada a la vega de los poetas y a los cármenes ajardinados de los compositores; bajo la Alhambra, justo donde arrancan los nervios que desparrama la falda de Sierra Nevada.