João Bénard da Costa: a los pies de la montaña
Tras años de espera, comienza a editarse la literatura cinéfila del ensayista portugués, la festiva erudición que escribió en paralelo a su carrera de programador
12 marzo, 2019 00:00La anécdota es ciertamente famosa en los círculos cinéfilos y, de hecho, la vuelve a traer a colación aquí el protagonista y principal divulgador de la misma, el historiador, programador y cineasta finlandés Peter von Bagh, en las emocionantes líneas con las que introduce este incalculable tesoro y que fueron compuestas al inicio de la exagerada aventura editorial, cuando, antes que cualquier otra cosa, se trataba de recordar al amigo desaparecido, João Bénard da Costa, gigante de la programación y de la conservación del patrimonio fílmico universal desde la Fundación Calouste Gulbenkian y, especialmente, la Cinemateca Portuguesa.
“¿Cuántos kilos, João?” La pregunta periódica en torno a la febril producción literaria de su amigo, con la que Peter von Bagh puntuaba el primer encuentro de cada año con el portugués, nos dibuja hoy en día una sonrisa más ancha, ahora que ya ambos vagan como benéficos espectros y se presenta por fin accesible, en su imponente materialidad, la escritura de João, esa inaudita aleación de cantidad y calidad que siempre sorprendió a propios y extraños, y que al finlandés, otro hombre de inteligencia bulímica, parecía secretamente tranquilizar, sobre todo desde el momento en que las instituciones promotoras de la cinefilia empezaban a dejar de ser el reino de los apasionados y caían en manos de académicos y, vade retro, gestores culturales.
Así, frente al adoquín, a las más de mil trescientas páginas de esta inaugural entrega, que sólo conforman el primer tomo (ni tres letras completas: de la A de Abbott a la C de Crichton) del primer volumen, éste dedicado, adoptando con buen criterio su amada forma de diccionario didáctico, a los textos que Bénard da Costa escribiera sobre cineastas y películas en catálogos editados o coeditados por la Cinemateca y la Gulbenkian, y en hojas de sala para ambos espacios, se advierte la dimensión de la operación de rescate.
Así, frente al
En el fondo, algo así como un parsimonioso y sentido homenaje; la preciosa contrapartida, mediada por la meticulosa labor de algunos de sus más estrechos colaboradores y amigos, a tamaña sabiduría esparcida con suculento entusiasmo por quien supo convertir la Cinemateca Portuguesa en un referente cinéfilo mundial desde que entrara en su organigrama, primero como co-director y programador, poco después del fin del salazarismo, luego como director-programador a partir de 1991.
Bénard da Costa fue un fin de raza, como ya lo fuera su mentor, el mítico Henri Langlois, a quien lo vinculaba esa selección mutua propia de una afinidad electiva, permitiéndole, ya en los años setenta, cuando se encontraba al frente del departamento de cine de la Gulbenkian, aprovecharse del trato fluido, la orientación y la confianza ciega del fundador de la Cinemateca francesa.
Bénard da Costa fue un fin de raza, como ya lo fuera su mentor, el mítico
Pero sobre todo lo fue, porque, igual que su maestro, pensó a fondo la programación como una bella arte, en parte juego intelectual, en parte fuente de iluminaciones y transmisión de conocimiento, ambos objetivos irradiados por la propia práctica creativa del montaje fílmico, la sacudida estética que sigue a la relación de una toma con otra: en su caso, un poner en contigüidad objetos e ideas que establecen linajes, dialécticas o extravíos rizomáticos donde las jerarquías de la alta y baja cultura quedaban abolidas.
En A 15ª Pedra (Rita Azevedo Gomes, 2007), aquella conversa filmada llena de hallazgos que protagonizaron Bénard da Costa y Manoel de Oliveira, el primero, ya con el pie en el estribo, denostaba con su particular bonhomía aquel presente en el que público, realizadores e incluso representantes de instituciones culturales buscaban sólo ocio para las salas de cine, “haciendo gala de analfabetismo” y reaccionando con hostilidad ante las obras exigentes. De esta manera, nombraba aquella herida de postrimería que sentía como amenaza directa contra su legado de programador y escritor de cine, tareas íntimamente ligadas para él.
A 15ª Pedra (Rita Azevedo Gomes, 2007).
Según Bénard da Costa, el programador, como el crítico, por un lado debía enseñar a ver, educar la mirada (porque las películas, como la producción del resto de artes, poseen secretos, y por lo tanto conviene iniciarse en ellos), con el añadido de que si al segundo se le impone el film sobre el que tiene que discurrir, el primero goza del privilegio de ser el que invita, quien propone aquello por lo que una vez se sintió atraído o conmocionado. Se trataba, en sus palabras, de “formar el gusto de quien quiero que disfrute tanto como yo, y que, si es posible, disfrute como yo lo hago”. Actos de amor y generosidad, en definitiva, ententes de lo cultural y lo afectivo basados en una apertura hacia los demás.
Pero también, para Bénard da Costa, y de ahí las páginas y páginas que escribiera, como fue su costumbre, a mano, del programador se esperaba una reflexión sobre lo programado. En el pequeño cineclub, en el departamento de la Gulbenkian --ese Estado rico dentro de un Estado pobre, como le gustaba definirla--, y luego en la Cinemateca --la institución débil pero sujeta a un ritmo diario de exhibiciones--, la escritura obligaba a ensayar la traducción del entusiasmo, a ejercer la persuasión sobre por qué esta película, y no otra, merece ser vista, transmitiendo el eco de una primigenia intensidad.
Con Luis García Berlanga (João Bénard da Costa. Outros Amarão as Coisas que eu Amei, Manuel Mozos, 2014).
De ahí el nacimiento de las Folhas da Cinemateca, donde a lo largo de cuatro décadas tanto él como los jóvenes a sus órdenes se curtieron en el más decisivo de los oficios alrededor del cine, en las labores de contrabando características de los que Serge Daney bautizó como passeurs: los que acompañan a las generaciones que se suceden envolviéndolas en el acumulado de epifanías del acervo cinematográfico.
Y en su caso, como tan perspicazmente advirtiera Von Bagh, esta decisiva tutela se tradujo en hacernos partícipes de su olhar de infancia, del efecto liberador del cine como obra de arte, que a este defensor a ultranza del primer cahierismo y de la política de los autores --aunando la reflexión erudita con el placer inmediato que le proporcionara el cine clásico hollywoodiense y su identificación con personajes y actores, que siempre consideró como familiares lejanos-- le tocó experimentar bajo una dictadura. Si Lang, Ray, Ulmer, Hitchcock o Hawks inocularon el espíritu en la colmena, Bérnard da Costa supo intimar con él y aprender a verlo, reconociendo esa forma de conocimiento que las películas llevaban adheridas y que los moralistas religiosos e ideológicos confundían con un peligroso exceso de alienación.
Junto a la Deneuve (João Bénard da Costa. Outros Amarão as Coisas que eu Amei, Manuel Mozos, 2014).
El cine, a fin de cuentas, mudó a Bénard da Costa en un vidente enamorado, calladamente melancolizado por la ruina que las películas le habían susurrado al siglo XX. Y armado de ese visionarismo cinéfilo, filtrado por una rica subjetividad que afilara en la piedra de la pintura, la lectura, la música y en un finísimo sentido del humor barnizado de surrealismo, encontró en la programación el camino para dar a conocer esas herramientas de comprensión del mundo y la psique humana que ofrecían los cineastas desde los orígenes mudos.
Y, como resaca del gesto, Bénard da Costa, que en todo fue bigger than life --sólo hay que pensar en su carrera de actor, bajo el heterónimo Duarte D’Almeida, o en su igualmente extensa producción periodística--, halló luego, en la frágil posteridad de unos escritos llamados a mantener de alguna manera la experiencia más efímera que acontecer pueda --un haz de luz que se desparrama por una tela blanca--, un lugar de escritura. El acto, el acontecimiento irrepetible --porque nunca se ve de igual forma una misma película-- y su memoria transcrita quedaron gracias a él genialmente confundidos, inextricables, y ya nadie podrá atravesar la historia del cine ligero de equipaje, sin los kilos de João.