Entre todos los colectivos de ofendiditos que debemos soportar en la España actual, puede que nuestros queridos indepes se lleven la palma de la pesadez (en reñida competencia con los animalistas, que se mantienen callados últimamente, intuyo que a la espera del próximo chucho escasamente sociable que acabe cosido a balazos por algún miembro de las fuerzas del orden). Todo les ofende y nada les satisface. La última ceremonia de entrega de los premios Goya, sin ir más lejos, los ha puesto como las cabras cuando se estaban recuperando de lo del picoleto de las risitas (que lo único que hizo fue pitorrearse de unos pringados capaces de pegarse el madrugón del siglo para ver pasar un camión repleto de presidiarios). La befa y el ninguneo son dos cosas que les sacan de quicio, y parece que en los Goya se dieron ambos conceptos.
La broma sobre Puigdemont no les hizo gracia, pero lo que peor les sentó es que nadie --pero absolutamente nadie, oiga-- aprovechara el escenario para soltar una soflama en defensa de la banda del beato Junqueras. Los indepes consideran, desde su solipsismo obsesivo, que no hay asunto de mayor enjundia en la actualidad internacional, y se pasman cada vez que alguien demuestra que los supuestos presos políticos se la soplan. Incapaces de concebir tal posibilidad, recurren a todo tipo de explicaciones: los actores y cineastas catalanes tienen miedo a opinar en público y quedarse sin trabajo en España; los presentadores son una pareja de botiflers; los izquierdistas españoles son, en el fondo, unos fachas insensibles…Y así sucesivamente. Cualquier cosa antes de reconocer que la manía que rige sus existencias no es extrapolable a toda la sociedad.
No se conforman con nada. El pobre Antonio de la Torre, atrapado por los de TV3, hizo unos comentarios contemporizadores y no le sirvió para librarse del linchamiento generalizado: lo que dijo, debería haberlo dicho desde el escenario; y se empeñó en llamar políticos presos a los políticos presos. Curiosamente, lo de que el coro juvenil del Orfeó Català colaborara con Rosalía en una versión de Los Chunguitos parece haberles pasado desapercibido, aunque, con un poco de esfuerzo, también ahí podrían haber encontrado motivos para la ofensa. En cualquier caso, nunca se les ocurre contemplar la posibilidad de que sus problemas sean exclusivamente suyos y los demás no tengan por qué solidarizarse con ellos. Sintiéndose maltratados por los progres españoles, no quieren darse cuenta de que muchos de ellos comparten lo que decía no hace mucho el cineasta Emilio Martínez Lázaro sobre el prusés: “Estos se han creído que, porque somos de izquierdas, estamos obligados a apoyar cualquier gilipollez”. Se puede decir más alto, pero no más claro. Un año más, nadie ha dicho nada en la ceremonia de los Goya sobre la situación de los aficionados a la filatelia, pero no veo que los coleccionistas de sellos se hayan indignado.
Tal como está el mundo, la revolución burguesa de unos señores que se creen oprimidos no es un tema que haga arder el pelo. Deberían entenderlo, pero no hay manera. Ya tienen los Gaudí para largar cuanto gusten, pero no les parece suficiente. Así van acumulando agravios: nadie luce el lacito amarillo en los Goya, el Estado español se niega a fusilar al picoleto de las risitas (¡y a resucitar a Companys!), Pilar Rahola no es admitida como testigo en el juicio por ser consideradas prescindibles sus opiniones --habrá que devolver el vestido nuevo de Carolina Herrera y anular las sesiones de depilación ya apalabradas--, Lluís Llach acumula tanta rabia que amenaza con un acto desmesurado --¿se cambiará el gorrito otoñal de macramé por uno invernal de lana?-- y los presos han sido castigados sin ordenador.
Dicen que los agravios son para toda Cataluña, cuando solo menos de la mitad de la población los considera como tales, y hasta se revuelven contra los suyos cuando comprueban que aquí no implementa la república ni Dios. ¿Se puede ser más cansino?