El cine de ojos cerrados de Meiro Koizumi
Los trabajos de este videoartista examinan un amplio rango de temas fundamentales en la configuración de la sociedad contemporánea, como las dinámicas de poder y el conflicto entre deber y deseo
3 febrero, 2019 00:00Seguramente al lector no le suena el nombre de Meiro Koizumi. A mí tampoco hasta que anoche vi Battlelands. Koizumi es un videoartista japonés nacido en 1976. Sus películas no tienen mucho que ver con el cine convencional; por lo general cortometrajes, no se exhiben en salas cinematográficas al uso sino en espacios dedicados al arte contemporáneo. No hay peligro de que ganen ningún Goya honorífico, ningún Óscar a la mejor película extranjera. La verdad es que son piezas de una intensidad emocional tan extrema y de tal proximidad a zonas íntimas de trauma y verdad –si se me permite la expresión— tan ardientes y nucleares, que de ninguna manera podrían considerarse un entretenimiento de sábado por la tarde para toda la familia.
Se trata de una idea del cine, a menudo temáticamente relacionado con la experiencia de la guerra, a medio camino entre la memoria, el testimonio y el sortilegio de la psicomagia. Antes de empezar a rodar Koizumi induce a los protagonistas de sus películas a cerrar los ojos o a cubrírselos con un antifaz para dormir. Así los coloca en una clásica situación propicia a la emergencia de los recuerdos enterrados en las profundidades del subconsciente. Recuerdos del trauma bélico, que es el tema de su cine. Y hay que decir que es una manera extraordinariamente eficaz y cercana de contar la experiencia de la guerra. Es raro para los que no hemos tenido la desgracia de participar en un conflicto bélico estar tan cerca de comprender lo que supone estar allí, en áreas de peligro máximo de matar o morir, para la psique del superviviente, soldado o civil. Pondremos tres ejemplos característicos de la particular forma de operar de Koizumi.
Primero, Donde el silencio falla (2013): el señor Itazu, un antiguo piloto kamikaze que a causa de una avería en su avión fracasó en la misión de inmolarse durante la ofensiva de Okinawa en 1945, se pone el casco de piloto para “encarnar” a su amigo Ashida, que sí murió en combate, y dialoga con él casi setenta años después de que sus caminos se separasen. Un conmovedor doble diálogo de imágenes solapadas gracias al que Itazu, como médium, obtiene por fin, casi setenta años después de los hechos, el perdón por su “fracaso” y la catarsis liberadora.
En Palabras capturadas (2005) el anciano señor Harada, de cara a la cámara con los ojos cerrados, explica con todo lujo de vívidos detalles las circunstancias en que sobrevivió a un bombardeo americano cuando tenía ocho años de edad, reconstruyendo el ambiente del refugio antiaéreo subterráneo donde perecieron todos los miembros de su familia y los demás adultos que con él estaban, mediante el recurso de emitir las onomatopeyas correspondientes al vuelo de los proyectiles y la explosión de las bombas y de repetir los diálogos y las exclamaciones que oyó en aquellos momentos de interminable angustia. Pero el tratamiento cinematográfico de la escena sugiere en el espectador la duda sobre la verosimilitud de que un niño tan pequeño tenga una memoria tan precisa de los recuerdos de una situación como aquella.
Finalmente, Battlelands (Campos de batalla, rodada durante 2018 pero preparada durante varios años) es una obra maestra de cerca de una hora de duración. Tampoco hubiera podido ser mucho más larga, dada la intensidad emocional de cada segundo. Por una vez Koizumi no hace hablar a ancianos compatriotas sobre sus recuerdos de la segunda guerra mundial, sino sucesivamente a siete veteranos norteamericanos –todos de origen hispano, por cierto— de las guerras de Irak y Afganistán.
Con los ojos vendados y la cámara detrás de ellos –de manera que de los narradores sólo vemos el brazo tendido, señalando hacia delante—, cada soldado entra en su propia casa, y avanza por el pasillo palpando las paredes, señalando los muebles, reconociendo a ciegas los espacios domésticos, explicando “aquí está el cuarto de los niños… ésta es la cocina…”, y con estas explicaciones, y sobre las imágenes de esos interiores domésticos, tan patéticos, por cierto, como lo son absolutamente todas las guaridas de las familias humanas –en los casos concretos de estos veteranos, guaridas enternecedoras, además, de puro humildes y feas—, se alterna la voz trémula del veterano que de repente ya no está explicando que ahí está el sofá donde le gusta descansar y tomarse una cerveza cada tarde cuando vuelve a casa del trabajo, sino aquella tarde en Irak en que él y su patrulla, con los nervios de punta y las armas listas, entraron en una casa en busca de un rebelde y se encontraron ante una familia aullando de pavor, y una niña de ocho años le miró a los ojos… niña a la que no disparó. Gracias a dios, jadea el soldado, pues si años después la mirada de la niña sigue embrujando sus sueños, qué pasaría si, en un arrebato de miedo, hubiera apretado el gatillo…
"yo debía de parecerle un monstruo… era un monstruo…"
Con la proyección de esta película se inauguró el pasado jueves el primer ciclo de Profundidad de campo, un nuevo programa de Matadero Madrid dedicado al audiovisual contemporáneo, dirigido por Ana Ara, donde ahora se pueden ver estas películas de Koizumi. Comparada con ellas, la vida corriente parece, por lo menos durante unas horas, un poco irresponsable y superficial, como si no la aprovechásemos a fondo. Ése es un efecto que suele tener el mejor cine.