Anthony Hopkins y el rey Lear
Un sublime Anthony Hopkins interpreta en 'La sombra de un actor', la película de Richard Eyre para la BBC, a un viejo comediante shakesperiano, egocéntrico y humano
27 noviembre, 2018 00:00“Herr Hitler está poniendo las cosas muy difíciles a las compañías de Shakespeare”, dice el viejo actor de teatro interpretado por Anthony Hopkins en La sombra de un actor, la película que acaba de estrenar en España Filmin, una de las mejores plataformas online que hay en Europa, radicada en Barcelona y dedicada sobre todo a difundir el cine de mayor calidad, clásico y contemporáneo, además de documentales o conciertos de música clásica.
Nunca me cansaré de reivindicar la autoridad del criterio, sobre todo en estos tiempos de falso ecumenismo y de profundidad horizontal, de colegiada estupidez y de masiva resistencia a la complejidad. Detrás de Filmin está Jaume Ripoll, su director editorial, que lleva ya muchos años --fue pionero en ello-- trabajando para ordenar, racionalizar y civilizar el negocio del cine digital, aprovechando la oportunidad que le ha dado la red para construir un catálogo exigente, generoso, atento a la actualidad pero también lleno de apuestas arriesgadas y de películas que, sin el filtro de su criterio, quizá nunca hubieran llegado a nuestro país.
Es el caso de La sombra de un actor (2015), una película dirigida por Richard Eyre para la BBC y protagonizada por Anthony Hopkins y Ian Mckellen, basada en The Dresser, la obra de teatro que Ronald Harwood estrenó en 1980 y que ya había sido adaptada al cine por Peter Yates en 1983, con Albert Finney y Tom Courtenay en los papeles protagonistas. The Dresser pertenece a ese subgénero dramático, genuinamente inglés, de obras de cámara, escritas para dos voces, entre las que también se encuentran No Man’s Land, de Harold Pinter o La huella, de Anthony Shaffer.
Son obras para ver una y otra vez, hasta sabérselas de memoria, como un poema, pues a esa altura el teatro está muy cerca de la poesía. Los actores ingleses son únicos e insustituibles en ese arte de coreografiar a dos personajes en escena. La manera en que Laurence Olivier y Michael Caine, o John Gielgud y Ralph Richardson, modularon la voz en aquellas obras recuerda muchas veces al canto. Cada inflexión, cada pausa, cada solo, cada gesto está insertado en una arquitectura armónica donde no falta ni sobra nada, en un constante juego de reflejos verbales, una danza del habla que es a la vez el más puro artificio y la verdad más desnuda de la naturaleza humana.
Laurence Olivier interpretando a 'Hamlet'.
La sombra de un actor reunió por primera vez a Anthony Hopkins y a Ian Mckellen, que si bien en su juventud habían trabajado en el National Theatre de Londres, dirigido por Laurence Olivier --el padre putativo de ambos--, nunca antes habían coincidido en una producción. Hopkins, además, abandonó pronto su carrera teatral para dedicarse al cine, a diferencia de Mckellen, para quien, a pesar de sus puntuales incursiones en el cine, el teatro ha sido siempre su casa y donde ya es, junto a Derek Jacobi, el mejor actor shakesperiano vivo.
Pero la gran sorpresa la da en esta película Anthony Hopkins, que vuelve a ser el descomunal actor que fue en Lo que queda del día o en Tierras de penumbra, precisamente cuando más cerca trabaja de sus raíces teatrales. Hopkins interpreta a un viejo actor shakesperiano, llamado irónicamente Sir, enfermo, caprichoso, egocéntrico, emparejado con una actriz más joven que él --interpretada por una maravillosa Emily Watson, llamada irónicamente Her Ladyship-- pero que ya se está haciendo mayor y que está harta de la vida errante y precaria de las comparsas teatrales.
Una escena de The Dresser.
El ayudante de cámara del viejo actor --the dresser-- es Norman, el papel de McKellen, un borrachín que lleva toda la vida enamorado del actor al que ha servido abnegadamente y sin recibir nunca ni un solo gesto de agradecimiento. La acción transcurre durante una sola noche en el backstage de un teatro. Estamos en la segunda guerra mundial y afuera retumban los bombardeos de los alemanes, en pleno Blitz. Hopkins, ante el escándalo de toda la compañía, se ha escapado del hospital para atender la función. Esa noche toca El rey Lear, una obra que ha interpretado ya doscientas veintiséis veces. Y Sir no está dispuesto a que nada ni nadie le impida cumplir con su deber.
Todo el esfuerzo de Norman se concentra ahora en preparar a Sir para la función, animándole a vestirse y a maquillarse, a sobreponerse de los ataques de pánico y de tristeza, protegiéndole de sí mismo. A Sir le cuesta a veces recordar el texto y en la cabeza se le mezclan todas las obras de Shakespeare. La tensión llega a ser muy angustiosa y toda la compañía se contagia de su ansiedad.
Entre los personajes secundarios que revolotean en torno a la pareja protagonista están también la directora de escena, Madge, una solterona que a su vez lleva toda la vida malenamorada de Sir; Oxenby, un joven actor aspirante a dramaturgo (trepa, tacaño y sin amigos, como todos los trepas) que esa noche encarna al bastardo Edmund en el montaje de Lear; y Thorton, un actor que inesperadamente tiene que hacerse cargo del papel de bufón. Thorton es Edward Fox, otro veterano de la escena inglesa.
La composición dramática de Hopkins adquiere cada vez mayor densidad, sobre todo cuando nos damos cuenta de hasta qué punto se está perdiendo en el personaje de Lear. Cuando, tras varios amagos de abandono, sale finalmente a escena, Sir sufre una transformación insólita y le da a su interpretación una intensidad inesperada. Los primeros sorprendidos son sus compañeros, que nunca le han visto actuar así.
Poco a poco vamos entendiendo que Sir no ha sido nunca un actor de primera fila (a menudo se lamenta de no haber conseguido nunca su knighthood, la distinción de Sir que en cambio ostenta un rival suyo al que se refiere con desprecio y envidia), sino tan sólo un profesional entregado y obsesivo, responsable de una compañía que siempre está de gira por provincias. Pero esa noche su interpretación se enciende y ahí es donde más se aprecia el virtuosismo de Hopkins, cuyos vislumbres como rey Lear --en fragmentos del primer acto, del segundo, el tercero y el quinto-- son sobrecogedores y hacen soñar con lo que podría ser la función entera.
En el entreacto, Sir tiene una conversación tremenda con su amante (con la que no ha querido casarse para que el inevitable divorcio de su primera mujer no impidiera esa knighthood que nunca llega) en la que admite que de pronto todas las palabras de Lear las ha pronunciado esa noche como por primera vez, como si nunca se hubieran escrito y que ha visto a un viejo y que ese viejo es ya él mismo. Luego, frente al espejo del camerino, la pareja tiene un diálogo de frases breves --esticomitia clásica--, cada uno cegado por sí mismo y sin comunicarse en ningún momento (ella: “debería haberme quedado en América”, él: “odio el cine, creo en las cosas vivas”, ella: “qué rápido se va la belleza”, él: “no hay una cámara suficientemente grande para filmarme”) que vuelve a recordar a un dúo de violín y chelo.
A pesar de que ya no tiene la edad y de que pesa demasiado, la amante de Sir, Her Ladyship, es la actriz que esa noche hace de Cordelia, con cuyo cadáver en brazos sale al final Lear gritando. El momento en que Hopkins pronuncia el célebre monólogo:
Y mi pequeña bufón ahorcada.
¡No, no, no hay vida!
¿Por qué un perro, un caballo, una rata
tienen su vida y tú ni siquiera respiras?
Ay, ya no volverás
nunca, nunca, nunca, nunca, nunca
El rey Lear reniega de su hija Cordelia. Grabado de John Boydell.
Se abre un vacío y el espectador nota que se ha traspasado algo. Luego, la manera en la que Hopkins esculpe la muerte visionaria de Lear nos hace presagiar el final. De regreso al camerino, Sir, exhausto, levanta el puño y grita: “¡lo conseguimos, Will!”. Norman le cuida y le arropa pero ya no es the dresser sino el bufón y cada paso que da Sir es un paso de Lear hacia la muerte.
Al lado de El rey Lear, incluso Hamlet palidece. Shakespeare atravesó ahí algo de lo que todavía nos estamos recuperando. Quien se haya acercado a esa obra y no haya notado el vértigo es que no ha entendido nada y probablemente nunca entenderá nada de nada. Ian Mckellen ha sido un Lear magistral en escena. Anthony Hopkins también interpretó al viejo rey en 1986, en el National Theatre, antes de dejar las tablas por el cine.
Y ahora Richard Eyre le ha dirigido en una adaptación de la tragedia ambientada en el Londres contemporáneo y donde Lear es un dictador militar. Esperemos que Filmin nos permita verla y juzgarla. Es muy posible que Eyre, después de haber tenido el privilegio de ver a Hopkins hacer de Lear en esos fragmentos, haya pensado que era necesario ver más. Y se lo agradecemos, atrapados como estamos todos en el poema sin fin de Shakespeare.