El último Lanzmann
Rastreador de testimonios sobre el exterminio durante los años setenta y ochenta, Claude Lanzmann han cerrado con 'Les quatre soeurs' una filmografía indispensable sobre los abismos del siglo XX
13 noviembre, 2018 00:00A Ruth Elias el nazismo la atropelló en Moravska Ostrava, Checoslovaquia, donde pasó de ser la hija del pudiente dueño de una fábrica de salchichas a estrenar sus 19 años en el gueto de Theresienstadt. Asesinada la familia al completo, a Ruth, que salvó la vida milagrosamente en varias ocasiones, le aguardaba una última prueba. Tras un inaudito regreso a Auschwitz (nadie que se esfumara de allí había vuelto a reincorporarse al Lager) una vez descubierto su embarazo mientras realizaba trabajos forzados en una refinería de Hamburgo, Mengele la eligió para una de sus demostraciones: observar cuánto duraría un recién nacido sin ser alimentado. Ruth, vendados los pechos después de dar a luz, asistió en primera fila al experimento. A espaldas de Mengele, una enfermera aliviaría con morfina los últimos momentos de la hija de Ruth, mientras que la madre, tras la liberación y después de superar la depresión y las ganas de dejarse morir, puso rumbo a Israel, donde rehízo su vida.
Todos los hombres judíos del pueblecito de Wieliczka, a catorce kilómetros de Cracovia, fueron fusilados por los alemanes justo antes de las navidades de 1939. Entre ellos el padre de Ada Lichtman, a por cuyos restos se acercó la joven al bosque donde los campesinos polacos aún se burlaron de ella. Al poco tiempo, Ada se casó con su prometido, que moriría al año y medio en un campo de trabajo, y en breve fue transferida a Sobibor, a donde llegó en un vagón de ganado, sin alimentos, agua ni ventilación. De su transporte, alrededor de 7000 personas, sólo tres sobrevivirían. Ada se ocuparía de limpiar la finca La pulga alegre, en la que se hospedaban las élites nazis que dirigían el campo. A Sobibor, en 1942, también llegaría su futuro esposo, por entonces cabeza de otra familia –cuatro hermanos, padres, mujer e hijo– de la que no quedaría nadie más que él. En el campo de exterminio, Ada terminó dedicándose, junto a otras reclusas, a arreglar los juguetes y muñecas a los que los niños judíos se agarraban al llegar al campo antes de ser gaseados, para que los nazis pudieran regalárselos a sus hijos. Les hacían vestiditos, incluso algún pequeño uniforme de las SS.
Ada Lichtman y su marido en La puce joyeuse.
En Baluty, barrio subdesarrollado del extrarradio de Lodz, construyeron el gueto, y allí llegó Paula Riben, polaca y judía de 17 años, junto al 30 por ciento de la población de la ciudad. Bajo la misma consigna que coronaría la verja del campo de exterminio, Arbeit macht frei, organizaba el gueto Chaim Rumkowski, presidente del Judenrat. En aquella parodia de Estado –que llegó a contar con su moneda propia, teatro y orquesta–, Paula participó, gracias a sus estudios, del principal privilegio posible: poder trabajar e ir posponiendo así la deportación. Una de sus ocupaciones fue la de ser miembro de la policía judía dentro del gueto, una de las maneras más perversas con las que los nazis desmoralizaban a los judíos, acrecentando en ellos la culpa. La renuncia y las postrimerías de la guerra acelerarían la deportación de Paula a Auschwitz, de donde regresó milagrosamente para luego emigrar a EEUU al sentir a su vuelta a Polonia el mismo rechazo al que le habían sometido los alemanes durante la guerra.
Hanna Marton, judía de Cluj, por entonces en territorio húngaro y llamada Kolozsvar, pertenecía a una comunidad judía de alrededor de 15.000 personas, entre las que el sionismo era activo. Aunque desde 1940 ella y su marido tenían prohibido ejercer la abogacía, él era un hombre respetado, interesado en la Historia y al que su prestigio abrió las puertas, cerradas para el común de los judíos, de la Universidad. En 1943, su marido regresó del frente ruso, donde el ejército húngaro había contribuido al despliegue nazi, después de jugarse la vida como carne de cañón en la detección de minas. En Rusia ya se había percatado de que no quedaban judíos por los poblados por los que pasaba. La amistad de los Marton con los pesos pesados del Judenrat, entre ellos Rudolf Kastner, que por entonces negociaba con Eichmann la salida de un convoy rumbo a Palestina, les terminó salvando la vida. Fueron 388 judíos, la mayoría sionistas, los que llegaron a Suiza tras un breve paso por Bergen-Belsen. En Ginebra, mientras la población celebraba el fin de la guerra, se encontraban tan desmoralizados que los creyeron simpatizantes nazis. La privilegiada Hanna Marton fue la única superviviente de toda su familia, una de las pocas de la comunidad judía en Hungría.
Ruth Elias en Le Serment d’Hippocrate.
Estas son Les quatre soeurs con las que Lanzmann cerró su filmografía poco antes de morir. Cuatro películas, cuatro entrevistas (Le Serment d’Hippocrate, La puce joyeuse, Baluty y L’arche de Noe), que formaban parte de los rushes, unas 350 horas filmadas, de los que salieron Shoah y buena parte de la filmografía del cineasta. Lanzmann, que decía sentirse muy cercano a estas cuatro mujeres, no introdujo sus testimonios en Shoah al inclinar su documento-monumento del lado de la muerte, del exterminio, del último testigo; en definitiva, del revenant –los miembros de los Sonderkommandos– en tanto que la más trágica subespecie del superviviente.
Sin embargo, treinta y cinco años después de haber filmado a estas mujeres, cuando todas ya han fallecido, lo que añade una capa más de tiempo al dispositivo y una potencia nueva a la palabra revelada, Lanzmann, ahora un espectro más en estas películas, las recuperó en su apabullante singularidad –y frenó el proyecto editorial inicial, un libro que transcribiera las entrevistas–, ofreciendo un último y condensado capítulo de su radical misión de cineasta. Durante años, y en sus propias palabras, no hizo otra cosa que “acumular tesoros” en forma de testimonios sin pensar demasiado en su posterior puesta en forma. Pero aquí vuelve a quedar claro que la virtud de Lanzmann fue la de saber estar a la altura del brillo que perseguía, de ahí la calidad de lo que extrajo, fruto de la paciencia y del trabajo-termita, la vocación de saber y el respeto.
Así, en las películas que conforman Les quatre souers vuelve a sorprender su exigencia, severa, de asistir al careo con las supervivientes con las preguntas justas para rellenar lagunas, para demostrarles que, en cierta medida, acudía a los encuentros como magnetizado por una esencial necesidad de ellas. ¿Quién sabía de esa parada en la ciudad de Nisko en el trayecto del exterminio de los judíos de Checoslovaquia? ¿A quién le interesaba, a mediados de los setenta, el espinoso tema de la policía judía del gueto de Lodz? ¿Quién necesitaba conocer más datos de las amargas disyuntivas que atravesaron jerarcas judíos como Kastner o Murmelstein? “Está usted muy bien informado”, le susurra Ruth Elias en el anochecer de su patio, dando en la diana del modelo ético-estético del cineasta, uno que pasaba por forzar a hablar a quien no quería o hacía tiempo que había optado por el silencio. Este saber de lo indecible, esta familiaridad de Lanzmann con los entresijos de la Shoah y sus límites más resbaladizos, lo convierte, como muy bien supo ver Arnaud Desplechin, en un auténtico hermano sobrevenido para Ruth, Ada, Paula y Hanna, ellas que perdieron tan dolorosamente a los de sangre; alguien a quien agarrarse camino de la palabra.
Hanna Marton en L’arche de Noe.
En su irrepetible cruce de caminos entre la mayéutica, la seducción y la puesta en situación, Lanzmann reincide con esta tetralogía sobre la culpa en los temas que fue afilando a lo largo de décadas de roces con la piedra, desde los dilemas morales de las crédulas víctimas del exterminio –a quienes sólo demasiado tarde les fue permitido conocer que “bailaban la música de los alemanes”–, al pozo sin fondo del superviviente cuando asumía lo extremo de su suerte y debía poner en perspectiva la muerte de todos los suyos. También, frontalmente, el tema del Estado judío, pues estos cuatro testimonios, igual que podrían haber formado parte de Shoah, hubieran asimismo respondido a la pregunta que conformara su primer documental, ¿Por qué Israel? (1973). Asumido lo espinoso de la cuestión, así como el irresponsable desarrollo del sionismo moderno, nadie que se enfrente a estos cuatro testimonios puede esquivar la exposición, como recientemente apuntaba Serge Bozon en la revista So-Film, a una auténtica clase de tolerancia ante las motivaciones de personas que sólo pudieron sentirse a salvo allí.
Comparecen aquí, también, esos cortocircuitos temporales que Lanzmann siempre promovió mediante la repetición de gestos que suspenden la cronología y excitan la inmersión en el recuerdo como proceso previo del alumbramiento de una polisémica supervivencia. Y si famosa fue la del peluquero Abraham Bomba en Shoah, desde ahora será preciso añadir a Ruth y su acordeón, desgranando junto a su pastor alemán (sic) el cancionero satírico con el que mantenían el hilo de esperanza en la antesala del infierno. O a Ada Lichtman zurciendo vestidos de muñeca en la sala de estar de su casa, junto al marido al que conociera en Sobibor –un hombre de rostro pétreo, la viva imagen de una íntima desolación–, delicadamente, tomándose su tiempo, mientras restituye su voz, su testimonio arrancado a la maquinaria exterminadora.