Kubrick: la puesta en escena de un cerebro
El CCCB de Barcelona dedicará en octubre una exposición monográfica al director norteamericano, autor de algunas de las películas más hipnóticas de la historia del cine
13 julio, 2018 00:00Como suerte de pórtico a un libro donde la artista Tacita Dean, en pleno apogeo de lo digital, agrupaba voces en defensa del celuloide y su especificidad material, se recuperaba una carta de ese gran escritor de notas que fue Kubrick, al que el CCCB de Barcelona dedicará en octubre una muestra monográfica comisariada por Hans-Peter Reichmann y Tim Heptner, del Deutsches Filminstitut de Fráncfort. Se trata de un texto mecanografiado y fechado el 8 de diciembre de 1975, un decálogo dirigido a los futuros proyeccionistas de Barry Lyndon con vistas a la correcta exhibición de una película que necesitaba de ese último y precario eslabón de la cadena industrial para que el exquisito cuidado invertido en su puesta en escena –precisión fotográfica en el límite de lo sensible, vestuario reinventado a partir de la tradición iconográfica de la época, diligente selección y reincidencia de composiciones clásicas en la banda sonora… todo milagrosamente encapsulado en una copia mimada en el laboratorio– hubiera merecido la pena.
Todo Kubrick se encuentra en este documento de apenas una carilla: su apariencia solemne, su minuciosidad científica, su detallismo aséptico; y, en contrafigura: su calculada ironía, asumido pesimismo y divertida vocación por tensar el umbral de resistencia. Así, en la escrupulosa lista informativa sobre los parámetros a tener en cuenta para la apropiada proyección de Barry Lyndon, que incluye una enmienda de descuidos en el rollo 3-B y un apartado para guiar al operador de cabina en los cortes musicales del film con los que ambientar la sala antes, durante el intermedio y después del pase, no comparece sino un detallado recuento de las posibilidades de error que irán socavando el frágil sueño colectivo salido de la mente megalómana del cineasta en tanto demiurgo herido de melancolía.
Stanley Kubrick
Detractores y admiradores de Kubrick –hablo de los buenos críticos y/o teóricos, no de odiadores o apologetas– coinciden en apreciar el veredicto de Gilles Deleuze a la hora de resumir el núcleo de su cine, reflejado oblicuamente, y en miniatura, en esta carta que citábamos: la puesta en escena de un cerebro. Es decir, la igualación mundo-cerebro y las correlativas fallas que trastornan esa identidad; cortocircuitos de lo razonable y la racionalidad que se traducen, desde dentro, en una involución hacia el sustrato pulsional (el pasado) y, desde fuera, en las angustias de la evolución (el futuro), un “sobrenatural que hace explotar al mundo”.
Pasado y futuro encarnan entonces las fuerzas que estiran este mundo-cerebro que se las prometía tan felices; optimismo de partida, por ejemplo, de la banda de Atraco perfecto, de los marines entrenados de La chaqueta metálica, del ordenador Hal en la misión de 2001, del plan arribista de Barry Lyndon, de la seguridad nuclear en ¿Teléfono rojo?, del escritor en busca de tranquilidad en El resplandor o de la estabilidad matrimonial de la pareja protagonista de Eyes Wide Shut.
En el romántico Kubrick siempre se escenificó un baile –concentrado de movimiento con tendencia a la circularidad tan caro a su cine– entre el ego y la ironía, y lo que queda, lo que más brilla, son los desgarrones de ese encuentro, una batalla perdida de antemano que el cineasta supo traducir en términos visuales y sonoros. Un maravilloso rosario de quebradizos logros esencialmente cinematográficos que la persistente leyenda de su todopoderosa genialidad y oracular visionarismo ha querido malvender por una molesta pulcritud de sabio infalible.
Contra la seriedad
En una encuesta de 1963, recogida en una monografía sobre el cineasta a cargo de Michel Ciment, se preguntaba a Kubrick por sus diez películas preferidas. El montaje de atracciones tenía lugar entre la séptima y la octava elección: La noche de Antonioni y The Bank Dick, el vehículo dirigido por Edward F. Cline para el lucimiento del humorista W.C. Fields, encarnación de las virtudes del alcoholismo como valor añadido en el combate diario contra suegra, esposa, perros, niños, camareros y algún que otro oficinista.
La mezcla de estilización –la vía de la abstracción, la revalorización de lo rítmico y despersonalizado en el reflejo de un mundo a la espera de lo humano– y humor franco y directo, preso de la gravedad, llama la atención, sobre todo a posteriori, en lo que tiene de anuncio de ese matrimonio entre lo aéreo y lo terráqueo que va a definir el universo kubrickiano: un trabajo de zapa, de debilitamiento de los géneros, una voladura interna que mina la ficción y que da la cara a la manera de una catástrofe extraña, como teñida de alegría.
Barry Lindon (1975)
No es difícil reconocer esto en los brotes violentos que asoman en Lolita, 2001, Barry Lyndon, ¿Teléfono rojo?, El resplandor, La chaqueta metálica o Eyes Wide Shut y conmocionan en La naranja mecánica, una apología de lo burlesco que cortocircuita el correcto desplazamiento del deseo entre pantalla y espectador, proporcionando ese suplemento libidinal que excede los parámetros del género en su declinación clásica. Como apuntó Jean-Pierre Oudart, uno de sus pocos defensores en Cahiers, Kubrick, dentro y fuera de Hollywood al mismo tiempo, asume desde el principio una discrepancia absoluta con la seriedad; su búsqueda de independencia autoral no desemboca en el engrandecimiento de las historias, sino en su perforación subterránea. Un cine burlesco, acusador y menor, es decir, en todo momento extranjero a la lengua dominante. Su condición de extraterritorial a sueldo del sistema ha permitido imaginar, salvando todas las distancias que se quieran, una supervivencia híbrida de algunas de las claves estilísticas de aquellos que no disfrutaron de tamaña posibilidad de independencia. Léase Welles (para lo alto) y Stroheim (para lo bajo).
Estructuras y energías
De igual forma, y con muy parecidas consecuencias, que le ocurre a Lynch, Kubrick ha contado con una mala estirpe de admiradores, envalentonados por el secretismo alrededor de su figura. Atascados en especulaciones numerológicas y paranoicos visionados de sus películas a distintas velocidades o en caprichosas contorsiones, normalmente de atrás hacia delante –el epítome del film de su club de fans: Room 237, de Rodney Ascher–, han sobredimensionado la fama de un oscuro Kubrick subliminal al interpretar desde la superficialidad equivocada una de sus más arriesgadas decisiones creativas, la de alimentar un determinado estructuralismo dentro del cine narrativo tradicional.
Es decir, ante, por ejemplo, sus característicos falsos raccords –disrupciones de la continuidad debido a elementos que desaparecen o se revelan misteriosamente entre un plano y otro, rastreables al menos desde El resplandor a Eyes Wide Shut–, toda cháchara en torno a mensajes cifrados y secretos sotto voce parecen nerviosas excusas ante lo que de verdad aquí se juega: una concepción del montaje que no se agota sólo en tanto que sutura gramatical, sino que advierte de un juego de dimensiones –espacios y tiempos en virtual entrecruzamiento– que, en su puridad, supone la cara visible de una trastienda de intercambios energéticos.
2001: una odisea del espacio
Pensemos en una de sus obras maestras, 2001: una odisea del espacio, que en palabras de Serge Daney partía de la cámara a la altura del primate para desembocar en abstracciones caras a la animación visual y sonora de un Norman McLaren –en definitiva una condensada historia de la figuración–, y en la famosa elipsis que lleva del hueso a la nave espacial en un sencillo proceso de rima formal y rítmica: no debe ser únicamente la continuidad lo que interese a un cineasta que de esta manera consume un off de cuatro millones de años.
De la ritual aparición del monolito bañado por el oratorio de Ligeti pueden interpretarse muchas cosas –Jacques Lourcelles celebró la calidad de las exégesis del film de Kubrick como otra de sus virtudes implícitas, la de provocar una suerte de excitación de la buena cinefilia, ésa que sabe de los valores intelectuales y sensuales de las grandes películas–, sobre todo porque, despojada de cualquier implicación semántica, hace referencia a su naturaleza de giro, de transformación en la estructura: esperanza y amenaza, en ésta y cualquier otra película, en cada cambio de plano mientras la duración aguante. Y si Kubrick responde a un verdadero pesimismo es por esto, por preferir antes que la construcción de la información –y por tanto de la memoria– pieza a pieza, la puesta en escena de su vaciamiento, la también paulatina apropiación de todo por parte de un olvido que sólo propone la arqueología amnésica de unos gestos, ecos lejanos, que nos relacionan con un pasado del que nunca se aprendió demasiado.
Reunión de fantasmas
Este estructuralismo à la Kubrick, su cine ajedrecístico de bloques y simetrías minados por una entropía que nace, puso en escena al actor-pieza, y de ahí las no pocas críticas que el cineasta generó entre los defensores del actor moderno y su expresividad eminentemente corporal. Esta decisión, junto al intérprete de excesos antinaturalistas –el ejemplo Peter Sellers– trajo consigo su aplanada contrapartida, una vuelta de tuerca al modelo bressoniano que trazó el rastreable sendero que va de la despersonalización al espectro. En una idea genial, Kubrick cerró El resplandor fusionando ambas estirpes, al echar mano de la verdadera fotografía de una fiesta durante los años veinte en la que se había incrustado, mediante un trucaje, a Jack Nicholson; un gran broche para una película que trataba sobre lo que ya estaba dentro, lo que ya había tenido lugar.
Fotograma de El resplandor (1980)
El cineasta parecía así desvelar uno de los secretos de la casa del cine que se suele dejar para más tarde: llevamos mucho tiempo recibiendo las miradas de los muertos, y pronto también éstos actores –los nuestros; antesala de nosotros mismos– pasarán a ocupar ese lugar que en los antiguos hogares estaba destinado a las fotos de los familiares lejanos, ya olvidados por las nuevas generaciones. Kubrick supo que su arte era uno de fantasmas y estos le ofrecieron un suplemento alegórico con el que espesar sus fríos armazones.
Hizo bien el cineasta en desestimar su film sobre el Holocausto, pues ya tenía en El resplandor una inmejorable pantalla sobre lo mal enterrado, lo latente –como la locura que atenaza a toda la familia protagonista, amalgama divertida, por acumulación hiperbólica, de paranoia, histeria y esquizofrenia–, lo que nunca pasa del todo, con un niño protagonista que aprendía a regresar, a volver sobre sus pasos, como táctica para salir del atolladero filicida. Alain Philippon, pisando su más querido territorio, supo conectar este título con La noche del cazador de Laughton y Más poderoso que la vida de Ray, robusteciendo el subtexto cinéfilo del niño enfrentado a un primigenio terror iniciático al tiempo que establecía un sugerente paralelismo entre Jack Torrance y el propio Kubrick. Ambos, atacados de megalomanía paranoide, no dejaban de ejemplificar, sin embargo, aquello que en su día escribiera Margarite Duras, que un padre siempre es algo más que un asesino.
La bajada del Olimpo
Fue de nuevo Daney el que, explicando su ecuación, habló de Kubrick como de un cineasta condenado a concebir films con cuidado, films-enigmas que, si defraudaban al principio, luego, con el tiempo, se iban como magnetizando. No sabemos si ya ha pasado lo suficiente para que se admire uno de los mejores, Eyes Wide Shut, donde, sin romper con un tema predilecto –la pareja y la familia como la continuación de la guerra por otros medios– parecía cambiar de rumbo, entrando en contradicción con algunos lugares comunes que había ido alimentando en sus escasas entrevistas.
Michel Chion, uno de los grandes especialistas en su cine, y Jean-Claude Biette, crítico, cineasta y teórico ajeno a su universo pero que le dedicó un esclarecedor artículo póstumo en la revista Trafic –“La barbe de Kubrick”–, coincidieron en nombrar esa metamorfosis que tenía que ver con la puesta en escena de la palabra y con su corolario, una mayor humanización de los personajes. Es cierto que el cineasta solía alardear de su parentesco con los realizadores del mudo, y no poca admiración recibía su particular declinación de una poderosa autarquía visual.
Igualmente, y sin entrar aquí en las coloraciones expresivas del uso de músicas preexistentes, especialmente las de la tradición contemporánea, se le podía calificar de gran experimentador sonoro; capaz, por ejemplo, de explayarse en las dialécticas generadas por la voz en off –particularmente en Barry Lyndon, la más preciosa en esto, llegándose a liquidar desde esa banda el suspense narrativo cuarenta minutos antes de que acabara el discurso “de las imágenes”– o de construir la mitad de La chaqueta metálica a partir de un estrecho e intercambiable material sonoro (rugidos, gritos e insultos) como 2001 la ocupaban conversaciones banales alejadas de los clichés de la ciencia ficción.
Una escena de Eyes Wide Shut (1999)
En Eyes Wide Shut, sin embargo, algo cambia. Por primera vez se filman las palabras –las de la vida cotidiana pero como enrarecidas mediante repeticiones y juegos que revierten la afirmación en interrogación y viceversa– pero también lo que hay entre ellas, un silencio, “una verdad complementaria” lo llama Biette, que termina afectando a todos los personajes, que se dedican –de eso trata la película– a poner a prueba el inconsciente de sus interlocutores: los efectos de lo que uno dice en los demás. Aunque fuera norma de la casa, nadie entendió que Kubrick tardara tanto en rodar una película sin alarde pirotécnico de consideración, con los espacios encerrados en un estudio.
Quizás simplemente había encontrado cómo compartir el cine e inscribirse en él de otra manera que desde la mirada del aciago demiurgo: en esos trazos, al menos, nos lo pintó Biette, quien en Eyes Wide Shut lo imaginaba en un lento descenso, dejando a los dioses camino de los hombres –y por lo tanto de sus máscaras–. Habitaba junto a ellos la película. Y en el modo de filmar el aire que circulaba entre lo dicho, de inocular en el mundo del deseo, siempre en roce con la muerte, una inquietud dreyeriana –y un estilizado eco oliveiriano, añadimos– anticipaba nuestra condición de “fantasmas llamados a entrar en la imagen”, como si misteriosamente supiera de su inminente tránsito y se sintiera sancionado para ser un inmejorable guía.