Breve despedida de Hugo Santiago
La vanguardista obra del director argentino, influido por Borges y Bresson, es tan desconocida para el gran público como trascendente y visionaria
16 abril, 2018 00:00Hugo Santiago nació al cine gracias a dos sublimes bes. Primero Borges, su profesor de literatura en un curso, allá por 1958. Luego Bresson, ya en París, en 1962, quien lo acogiera como ayudante de dirección en El proceso de Juana de Arco. No es lícito ir resumiendo así las vidas, pero en un puñado de años --en este lustro mal contado-- podría decirse que Santiago, en medio de tamañas personalidades, alcanzó una voz propia y obtuvo las herramientas para ejercitarla. Fue expuesto al efecto, en definitiva, de una doble y contrapuesta enseñanza, la del vuelo libre de la imaginación y la del aterrizaje en el duro suelo del materialismo rítmico: las películas representan y significan, pero también y sobre todo, son un puñado de líneas y volúmenes en movimiento.
Este bagaje desembocó inolvidablemente en Invasión (1969), su película, su herida, su logro más apabullante, posiblemente el título más importante del cine argentino moderno, prácticamente desconocido para el público general, incluso para buena parte del cinéfilo. Borges y Bioy Casares le ofrecieron el argumento --una ciudad imaginaria, Aquilea, ante una invasión exterior, paulatina pero imparable, frente a la que se levanta una élite resistente en la figura de una pequeña banda escogida, casi mítica, camaradas sujetos a un férreo código de honor endurecido por la argamasa de la amistad y comprensión más fieles--, y Santiago lo elevó gracias a las enseñanza bressonianas de una austeridad bien entendida que, a la postre, más que recortar aconsejaba reequilibrar, reagrupar con mayor inteligencia las bondades expresivas de imagen y sonido; un añadido, al universo fantástico y parabólico de la película, que ponía en juego valores estructurales que permitían asumir la importancia del latido de fondo --el celuloide que vibra entre luz y oscuridad-- como suplemento transgresor de los límites del relato entre el thriller y la ciencia ficción.
Hugo Santiago, durante un rodaje
El problema, suerte o fatalidad de Hugo Santiago, fue que Invasión devino en filme visionario (ya se sabe; a veces pasa con el cine --La regla del juego o El gran dictador como ejemplos emblemáticos-- que se adelanta al acontecimiento histórico, penetrando con mayor intensidad en las coordenadas espacio-temporales que amparan sus propuestas). Y aún hoy resulta sorprendente cómo el filme de Santiago vio sin quererlo, en su condición de parábola metafísica, lo que se avecinaba en Latinoamérica en general y en Argentina en particular, convertida esta ultima en la ficción en un laberíntico mapa borgiano agujereado por unas fuerzas exógenas que, ante la abulia de la ciudadanía, conquistaban la ciudad sometiendo a la picana a los escasos opositores. Al final, mientras el asalto se desencadena multiplicando las vías de acceso, el viejo líder y particular demiurgo de la oposición vela el cadáver del protagonista y mejor soldado en el despoblado campo de fútbol (otro presagio fúnebre) en el que ha encontrado la muerte a golpes. La resistencia, sin embargo, nunca puede aplastarse del todo, y una nueva generación, que pone el engranaje en marcha, cierra en perpetuo movimiento un filme cíclico como la vida.
Nocturno de Aquilea
Que Invasión trascendía el género de ciencia ficción distópica quedó corroborado cuando diez años después de su estreno, en plena dictadura militar argentina, la película fue prohibida y ocho bobinas del negativo original robadas y destruidas. Por entonces, Santiago ya vivía en París, habiendo reincidido, en Les autres (1974), en su gusto por someter el fantástico de Borges y Bioy a tensiones formalistas que absorbían la especificidad cinematográfica (si bien más inclinada a lo musical a lo narrativo) de su aventura, cautivando en el proceso más que al público a una intelectualidad (Bresson, Rivette, Duras, Robbe-Grillet, Deleuze, Badiou, Nancy...) que nunca dejaría de prestarle atención. También era capaz, desde aquella aciaga coyuntura, de encabalgar contrapuntísticamente las varias dimensiones de un inverosímil thriller donde rentables actores como Catherine Deneuve, Sami Frey, Anne Parillaud o Antoine Vitez compartían protagonismo e importancia con conversaciones grabadas, sonidos distorsionados y mensajes en clave (la deliciosa Écoute voir, 1979).
Fotograma de Invasión (1969)
Con ello iba quedando claro que si los militares habían tomado Invasión como un molesto espejo ideologizado que reflejara de antemano sus anhelos de irrupción golpista, para Santiago el fantástico era algo más incisivo y complejo, más elevado (o subterráneo) que la simple mímesis oblicua de lo real; más bien un universo con leyes propias, internas, que refrendaban una hipótesis de mundo sin las limitaciones de los realismos. De nuevo bajo estos preceptos irrumpía, en 1986, Les trottoirs de Saturne, ahora con la complicidad de otro gran compatriota, Juan José Saer, y de Jorge Semprún, con quienes regresaba a la Aquilea invadida pero desde el exilio exterior, donde un bandoneonista herido de melancolía intentaba volver infructuosamente a la patria.
Ausencia duplicada, fantasmagoría exacerbada, aquí, como en el título de 1969, se equilibraba una circularidad pesimista con nuevo canto a la épica del resistente: la banda alrededor del músico tanguero, en cuya lucha por la difícil sintonía entre instrumentos no es difícil vislumbrar el complot de la troupe del cine por arribar a buen puerto. En esta ocasión, al menos los cadáveres quedan sobre el asfalto de una ciudad ya transfigurada por la contrastada fotografía del cómplice Ricardo Aronovich, lejos del parisino decorado de qualité que no podía soportar el protagonista.
Unos herederos generosos
Cuando Invasión volvió a proyectarse completa, en 1999, gracias a una restauración milagrosa y a la complicidad de una comunidad inconfesable capitaneada por Pierre-André Boutang, muchos pusieron en el mapa por primera vez a Hugo Santiago, que había mantenido la llama encendida gracias a trabajos eventuales sobre todo para la televisión, donde por ejemplo dejó un fabuloso retrato de algo menos de una hora del esquivo por antonomasia, el escritor Maurice Blanchot. Sus esporádicos regresos al cine, en clave de cine negro, Le Loup de la Côte Ouest (2002), o, especialmente, renovando su prototipo fantástico-parabólico, Le Ciel du Centaure (2015), que supuso su regreso a Argentina, fueron no obstante decisivos para la nueva generación que descollaba con fuerza en su país natal, con parecida frescura y barrocos alambiques narrativos en muchos casos.
Fueron jóvenes como Mariano Llinás, Alejo Moguillansky, Laura Citarella, Matías Piñeiro, etc., los que asumieron y celebraron el legado de Santiago, influidos en distintos aspectos y grados por ese mundo heterogéneo y tenso --a la vez extraño y familiar-- desde el que escanció su poesía el cineasta. Muerto el maestro, ellos siguen escenificando el eterno retorno de la banda de tenaces rebeldes, reanimando el eco de la frase que teñía de incierta esperanza su díptico sobre Aquilea: "Todo debe empezar de nuevo, pero tendrá que ser de otra manera".