A veces ocurre que un disco contiene tantas futuras carreras musicales como canciones. La carrera musical de Aimee Mann, sin ir más lejos, está contenida, al completo, en Eleanor Rigby, el segundo corte del Revolver de The Beatles. Y buena parte de la rebeldía inocente de los primeros Blur, los Blur de Country House, la contiene el I Want To Tell You de ese mismo disco. Y cada vez más ocurre, también, que los creadores de series de televisión, el nuevo star system pop una vez reducida a cenizas la industria de la música, toman pedazos de otras series para construir la suya propia y echar a andar en la selva de la programación a la carta. Que aislan una variable y cruzan los dedos para que esa variable les dé el éxito. Podría decirse que Vince Gilligan aisló la variable de "madre de familia que se mete en asuntos de drogas para sobrevivir" que había explotado Jenji Kohan (antes de Orange Is The New Black) en Weeds, y le sumó la épica de la construcción de un villano que, como el Doctor Octopus, empezó siendo un pobre tipo del que todo el mundo se reía, y acabó convertido en un psicópata. Y construyó una obra maestra (Breaking Bad) que ahora otros creadores desmontan para intentar abrirse camino creando su propio rompecabezas a partir de algunas de sus piezas.
Porque sí, podría decirse que Ozark, la primera aventura serial tras la cámara de Jason Bateman, el actor y protagonista de Arrested Development, que antes fue hermano de Laura Ingalls en La casa de la pradera, no existiría de no haber existido Walter White. De hecho, su personaje, el protagonista al que encarna, Marty Byrde, es un Walter White que siempre estuvo del lado de los malos, pero que fingió no hacerlo hasta que no tuvo otro remedio que admitirlo (porque alguien metió la pata, se extraviaron ocho millones de dólares, y sus colegas terminaron disueltos en bidones de ácido y él camino de un supuesto paraíso turístico en el que seguir haciendo su trabajo, como flamante autónomo). De hecho, podría decirse que los creadores de Ozark, Bill Dubuque y Mark Williams, aislaron el momento exacto en el que Walter White y su mujer, Skyler, compran el lavacoches en el que Walter trabajaba cuando era un tipo con dos trabajos y un cáncer terminal, y empiezan a blanquear dinero, a razón de cuántos lavados de coche falsos pudiese Skyler sumar en la caja registradora por día. Era evidente que esa escena contenía la semilla de una futura serie sobre una familia que se muda a algún otro lugar para montar un negocio que nunca será tal pero que hará un montón de dinero.
La destrucción del tópico
Y esa es precisamente la premisa de Ozark, una pequeña pieza de cámara destinada a pasar más o menos desapercibida, pese a Laura Linney, y el estreno de Bateman como director, y pese a que toca un tema que, según Bateman, es capital en los Estados Unidos de hoy. Y es que dice Bateman que “la gente de las grandes ciudades está intentando entender qué es realmente el interior del país”. Y podría decirse, que más allá de lo atractivo de la premisa, y del buenhacer del equipo, el valor de Ozark estriba precisamente en eso: la destrucción del tópico. Porque Marty subestima a los habitantes de los Ozark, una zona turística que, dice el folleto, “tiene tanta costa como todo el estado de California”, y que está en nada menos que la escondida Misuri, y al hacerlo, al subestimarlos, comete el error de su vida, porque intentar abrirse camino (blanqueando dinero) en un lugar en el que no hay ninguna posibilidad de negocio es casi misión imposible. Casi. Porque siempre hay un camino. Aunque éste pasa por adaptarse a un mundo que ni se conocía ni quería, en realidad, conocerse, el de los llamados hillbillies, los rednecks, los paletos, a cuya existencia habían vivido tan ajenos los habitantes de las grandes ciudades hasta que intentaron explicarse por qué Donald Trump había ganado las elecciones. Ozark es, así, un ejercicio de aproximación (disfrutable, muy recomendable) a esos otros mundos que siempre han estado en éste sin que a Hollywood le importase lo más mínimo.