El Museo del Prado, una historia en común / DANIEL ROSELL

El Museo del Prado, una historia en común / DANIEL ROSELL

Artes

El Museo del Prado, una historia en común

Capricho de un monarca absoluto hace dos siglos, la gran pinacoteca madrileña, Premio Princesa de Asturias de Humanidades, entrelaza su historia con la de España

3 mayo, 2019 00:00

El 28 de junio de 1939, instalado en “una casa de hechura saboyana, algo vieja y bastante destartalada” del pueblecito francés de Collonges-sous-Salève, a pocos metros de la frontera con Suiza, Manuel Azaña recordaba en una carta su estancia en enero de ese mismo año en el castillo de Peralada, última residencia del presidente de la República antes de abandonar el suelo español y uno de los depósitos más importantes de las obras evacuadas desde Madrid: “Debajo de nuestro comedor estaban los velázquez. Cada vez que bombardeaban en las cercanías, me desesperaba. Temí que mi destino me hubiese traído a verlos hechos una hoguera”. “El Museo del Prado –añadió– es más importante para España que la República y la monarquía juntas”.      

Acaso bastaría con rastrear en ese extraordinario valor simbólico que se le otorgó durante sus horas más agónicas –la evacuación y el traslado de las obras de arte a raíz de los bombardeos durante la Guerra Civil– para medirle la estatura real al Museo del Prado, que anda celebrando, entre insólitas unanimidades, sus dos siglos de existencia. Aupado desde el nacimiento a un prestigio y a una fama (casi) sin mancha, la pinacoteca madrileña, que acaba de recibir el Premio Princesa de Asturias, ha sido el terreno de juego de muchas cosas importantes: el tesoro-símbolo de la nación, el definitivo encuentro entre el arte y la riqueza, la insignia de debates sobre nuestro pasado colectivo, el despegue de la pintura española –tan cosmopolita, por cierto–, el argumento sobre el alcance de las políticas patrimoniales…  

De su origen se sabe que fue fruto, a su modo, de esa noción de espacio público que brotó en las sociedades occidentales entre finales del siglo XVIII y comienzos del XIX. Casi contemporáneo de otras instituciones de primer nivel como el Louvre (1793), la National Gallery de Londres (1824) y la Gemäldegalerie de Berlín (1830), no nació, sin embargo, como una conquista de la burguesía, sino del ofrecimiento de un rey absolutista: Fernando VII. La pinacoteca albergaba trescientos once cuadros cuando la segunda mujer del monarca, Isabel de Braganza, deslizó el 19 de noviembre de 1819 el cerrojo del portón de aquel edificio concebido por el arquitecto Juan de Villanueva como sede del Gabinete de Historia Natural y de la Academia de Ciencias.

Vista de la sala Velázquez del Museo del Prado, en una fotografía de 1949 tomada por Dimitri Kessel. MUSEO NACIONAL DEL PRADO

Vista de la sala Velázquez del Museo del Prado, en una fotografía de 1949 tomada por Dimitri Kessel. MUSEO NACIONAL DEL PRADO

Vista de la sala Velázquez del Museo del Prado, en una fotografía de 1949 tomada por Dimitri Kessel / MUSEO NACIONAL DEL PRADO

Se sabe que Fernando VII ni siquiera asistió y no hubo ningún acto oficial de apertura. Eso sí, el entonces denominado Museo Real de Pintura abrió ocho días consecutivos, de nueve a doce de la mañana. Era, sin duda, una inmejorable ocasión porque, luego, sólo podía visitarse los miércoles; el resto de jornadas estaba reservado a copistas, estudiosos y personas con autorización o recomendación escrita. Además, tenía únicamente asignados tres empleados: un conserje y dos porteros-barrenderos. En 1823 se colgó un tablero en las puertas donde podía leerse: “Real Museo. Es propiedad del rey” y, poco después, se colocó un retrato del monarca borbónico –quijada prominente, ojos bovinos, nariz aguileña– en la principal puerta de acceso.  

Según ilustra María Bolaños en su Historia de los museos en España (Trea, 2008), las obras se amontonaban entonces en tres salas “confusamente hacinadas como lo estarían en un gabinete particular o en una prendería para su venta”, denunciaba La Crónica Artística en 1820. Colgaban allí sin información del autor y del título, nada extraño si se tiene en cuenta que sus primeros directores no tenían conocimientos artísticos: fueron militares y aristócratas de la Corte. Con todo, el Prado ganó músculo gracias a su entrada entre los “bienes de la Nación” tras el destronamiento de Isabel en 1869 y su fusión con el Museo de la Trinidad, donde fueron a parar las piezas desamortizadas por Mendizábal. Entre muchas, buena parte de la colección que hoy aloja de El Greco.

Al margen del bienintencionado impulso inicial, su extraordinaria singularidad reside en dar cobijo al afán coleccionista de algunos de los reyes más poderosos de la Edad Moderna. Entre los del linaje de los Austrias, Felipe II fue un ferviente admirador de El Bosco, mientras que Felipe IV tuvo una especial debilidad por Rubens y los flamencos y por Rafael y la pintura romana y napolitana del Barroco –donde encaja Ribera–, al tiempo que su pintor de cámara era –nada menos– que Velázquez. Ya en los Borbones, Felipe V sintió un vivísimo interés por la escultura, a la vez que amplió la colección con lienzos de Caracci y Poussin. Y a su segunda esposa, Isabel de Farnesio, le arrastró la afición por la pintura flamenca y los cotizadísimos lienzos de Murillo.

Las esculturas de Alberto Giacometti, junto a ‘El lavatorio’ de Tintoretto, una de las propuestas del Bicentenario. MUSEO NACIONAL DEL PRADO

Las esculturas de Alberto Giacometti, junto a ‘El lavatorio’ de Tintoretto, una de las propuestas del Bicentenario. MUSEO NACIONAL DEL PRADO

Las esculturas de Alberto Giacometti, junto a El lavatorio de Tintoretto, una de las propuestas del Bicentenario / MUSEO DEL PRADO

Es evidente, por tanto, que el lugar de prestigio que hoy ocupa el Museo del Prado se sustenta, en buena medida, en la colección de arte de la monarquía española. Mientras fueron poderosos, los reyes avivaron a los creadores locales más punteros, al tiempo que atrajeron a la Corte a los principales artistas extranjeros y se situaron como hábiles cazadores de las obras más sobresalientes que se movían en el mercado internacional. De forma excepcional, no abundó el carácter utilitario o decorativo y logró escaparse de las inquietudes estéticas particulares de sus propietarios. De ahí que la reunión de todo ese arsenal pueda fijarse como “uno de los hechos más relevantes de la historia cultural de Europa”, en palabras del exdirector de la pinacoteca Fernando Checa.

A modo de constante histórica, nunca ha existido una simple intención de mostrar los lienzos de las colecciones reales. Ni como testimonio de un pasado glorioso ni como mera exhibición de poder. En la exposición Museo del Prado, 1819-2019: Un lugar de memoria, Javier Portús alumbraba cómo hubo siempre un afán reivindicativo: el de dar a conocer la historia de la pintura española, que hasta 1819 apenas tenía visibilidad y prestigio fuera del país. “El propósito se logró, a lo que contribuyó el interés por los artistas naturalistas (a los que pertenecían los antiguos maestros españoles) entre el público, los críticos y los pintores europeos del siglo XIX. El Prado se convirtió así en el gran depositario de la historia pictórica nacional”, señala el conservador.

Posiblemente, si hay que fijar una fecha culminante de esa conquista, se deba elegir 1899 cuando, con motivo del tercer centenario del nacimiento de Velázquez, los lienzos del pintor ocuparon la sala principal –denominada “de la reina Isabel”, abierta en 1853– y Las meninas acabaron por desplazar del lugar más destacado a la Virgen del Pez de Rafael. Con todo, esa demanda dejó al descubierto cómo la escuela española no se trataba de un fenómeno local y estabulado, sino que estaría a lomos de una tradición más amplia, de hechuras continentales. “Hay una línea clara de gusto presidida por el triunfo del color como hilo conductor: Tiziano, Tintoretto, Rubens, Poussin y Velázquez”, asegura el profesor Benito Navarrete para confeccionarle argumento. 

En lo que queda de historia por contar al Museo le cuelgan Goya –cuyo reconocimiento artístico va en paralelo al de la pinacoteca, cuya colección viene a rematar, según el Real Decreto de 25 de octubre de 1895– y todo el siglo XX, que atravesó, en ocasiones, a puro dolor. El museo circulante ideado por la República para llevar a todos los rincones copias de algunas obras maestras de la institución dejó paso a la salida de las piezas originales a causa de la Guerra Civil. Primero, a Valencia; más tarde, a Barcelona; y, finalmente, a Ginebra, donde colgaron en una exposición, Obras maestras del Museo del Prado, utilizada como caja de resonancia para la propaganda franquista, atribuyéndose, con desigual eco internacional, el rescate del tesoro artístico en poder de los rojos. 

Operarios transportan el lienzo de Tiziano ‘Venus recreándose en la música’ en Ginebra, imagen publicada por la revista ‘Vértice’.  MUSEO NACIONAL DEL PRADO

Operarios transportan el lienzo de Tiziano ‘Venus recreándose en la música’ en Ginebra, imagen publicada por la revista ‘Vértice’. MUSEO NACIONAL DEL PRADO

Operarios transportan el lienzo de Tiziano Venus recreándose en la música en Ginebra, imagen publicada por la revista Vértice.  MUSEO DEL PRADO

A partir de entonces, el Museo del Prado ha ido configurándose como uno de los lugares principales de la cultura occidental. Lo que allí contiene ha bombeado sorpresa y admiración de forma ininterrumpida. Es conocida la visita que le hizo Édouard Manet en 1865, y lo que el conocimiento directo de la obra de Velázquez influyó en el desarrollo de su arte. “Llegué ayer de Madrid, querido amigo, por fin conozco a Velázquez, y le confieso que es el pintor más grande que haya existido jamás”, anotó en una carta a su amigo Baudelaire. Conmocionado al salir de sus salas, el pintor Charles Ricketts concluyó en el libro The Prado and its masterpieces (1903) que es “un museo para los pintores, y ha sido una meca para muchos artistas modernos”.

Edgar Degas entró en septiembre de 1889 y escribió: “Nada, absolutamente nada, puede dar idea de Velázquez”. Picasso aceleró en la pintura hasta volcarse en Las meninas, donde también insistió Richard Hamilton. Pollock descubrió en El Greco que, más allá del formalismo, existía una naturaleza ardiente, rítmica, casi emblemática en su profundidad hacia lo alto. A Robert Motherwell siempre le fascinó el perro eternizado en la arena por Goya y a Francis Bacon se le veía por costumbre, al final de su vida, en el interior para seguir admirando al autor del retrato del Papa Inocencio X. “Cuando desde lejos se piensa en el Prado, éste no se presenta nunca como un museo, sino como una especie de patria”, reconoció Ramón Gaya en 1953 desde el exilio. 

Podría decirse que el Museo del Prado no es sólo una vitrina, aun siendo de las más hermosas. Ha trascendido con mucho la simple condición de contenedor para establecer códigos y coordenadas desde los que iluminar otros tiempos que fueron y los que ahora son. Con su verdad, su fracaso, sus hallazgos y su sentido. A fuerza de azar, de poder y de siglos, sus salas han acabado por dar cabida a una narrativa que dice algo más que una de las muchas posibles historias del arte. Desde El jardín de las delicias de El Bosco a las pinturas negras de Goya se halla un relato preciso de la condición humana, allí justo donde se asienta el genio y la imaginación para explicar la vida, la muerte… O, simplemente, para intentar explicarnos a través de una historia en común.