
'Barcelona desde el MNAC’ (detalle), de Antonio López
Antonio López: Barcelona vista desde Montjuïc
El pintor manchego comenzó en 2022 a trabajar en su primer retrato de la Capital Condal desde el MNAC, y ha elegido una vista tan ordinaria como magnífica para transmitir, una vez más, todo el asombro que contiene la realidad desnuda
La panorámica se encuentra en su fase inicial. Apenas vemos algo más que el trazo curvo del tiempo doblando la veranda del museo para que se posen encima las demás dimensiones. Se insinúa un mar urbano densamente poblado. Nada destacable, salvo alguna torre que levanta la cabeza. Después, la delgada tira de la sierra prelitoral.
El tercio superior es una mera anotación, precisa, en solo dos tonos, del cielo barcelonés. Los paisajes urbanos de Antonio López (Tomelloso, 1936) resultan de un proceso lento. Vuelve cada año a pintar del natural repitiendo fechas —“Empecé el 25 de enero”, tiene anotado en este–. No necesita la luz de una estación concreta, pero sí que sea la misma. Y que, además, sea su luz: una que revele las formas, sin retórica.
El pintor incorpora al cuadro lo que alcanza la vista, incluyendo las partes más banales del paisaje. Igual sucede en sus interiores domésticos, donde expone sin filtro los alimentos y las piezas de vajilla, los enseres de la vida diaria que se acumulan en alacenas y estantes, en cada rincón de la casa, incluyendo una vista directa al baño, como si la estuviese enseñando a un comprador. Tal vez los triunfos de los sesenta en la galería Staempfli de Manhattan, que impulsaron su carrera, se pudieran explicar por el contexto.
El museo Whitney recibía por entonces el legado de Hopper. Jasper Johns y las sopas Campbell de Warhol disputaban la hegemonía al expresionismo abstracto. En suma, a nadie asustaban ya los elementos cotidianos. Y, sin embargo, lo de Antonio López es diferente.
‘Barcelona desde el MNAC’ (2022).
El manchego presenta la realidad con un despojamiento que lo singulariza. Nada valida los objetos que pinta. No son un pretexto. Con él, la palabra correcta no es nunca elevación ni apropiación. Deja las cosas donde están, literal y figuradamente. Lo que sí hace es fijarse en ellas e invitarnos a que nos fijemos también.
Su descubrimiento, al reconstruir el lenguaje figurativo, consistió en darse cuenta de que la mirada desnuda revela mejor cada uno de los fotogramas que componen el presente y de los que, en el fondo, nunca salimos. Las alusiones, reflexiones, subrayados y alardes del estilo, o de un movimiento pictórico, no pueden ser más que esfuerzos del recuerdo o proyecciones de la imaginación.
El artista empezó atraído por el surrealismo y la pintura metafísica. Después, intuyó que el énfasis era opcional. No pierde ocasión de decirlo: que un árbol dé frutos, que los pájaros vuelen, la materia de la que está hecho un muro, son cosas que le sorprenden, le impresionan.
Lo más surreal es la realidad y no hay nada mejor que ella para mostrarlo sin repetirse. En el cuadro barcelonés, la arquitectura pastiche de exposición universal en primer plano, los pabellones comerciales, las fachadas y azoteas de barrio aún en boceto, intrigan como una columnata de Giorgio de Chirico. Sin embargo, aquí no hace falta introducir la extrañeza en forma de maniquíes vivos.
El éxito en no sumar ni restar en exceso, de por sí tan raro, ya evoca, contra todo pronóstico, como dice el historiador del arte Barry Schwabsky refiriéndose a uno de sus panoramas madrileños, el “sutil sentido de lo insólito” aparentemente inactivo en las calles donde bajamos a comprar el pan.
Anotación manuscrita de Antonio López en el cuadro.
Igual que en aquellos primeros daguerrotipos de exposición lenta, incapaces de capturar a la gente en movimiento, en las pinturas urbanas del artista no aparece la figura humana, pero tampoco se ausenta del todo. El ahora se va plasmando en la tela, por necesidad, en momentos muy distantes, y las personas, junto con todo lo que se mueve, se pierden.
Sin embargo, su huella es obvia. Sin ellas, la vista desde Montjuic recordaría la tristeza deshabitada de la pandemia y no un escenario obviamente en uso. Mientras se aproxima a los noventa años, su autor cosecha los mismos reproches y elogios de toda su carrera por buscar el pálpito detrás de la imagen a base de transparencia.
Entendida al modo de Antonio López, como el acto de prestar atención, la mirada es una forma de sublimar al alcance de cualquiera. Solo hace falta detenerse un segundo. Él añade, pintando, una huella emocional.
Con ayuda de una escuadra de madera y el compás, el artista ha desarrollado sus propios recursos de perspectiva en busca de una todavía mayor exactitud en la relación entre lo real y lo representado, considerando, entre otras cosas, el alejamiento de los objetos en todas las direcciones y no solo la ortogonal (así aparecen, por cierto, los espacios curvos).
Cada una de sus anotaciones debe ser un simple punto en el plano, antes de que el ojo identifique formas, sean las ventanas del hotel Plaza o el perfil de los cipreses en la avenida de la Reina María Cristina. Aspira a reconstruir el mundo de cero, como lo aprende un recién nacido, hasta volvérselo a encontrar en el lienzo en toda su intensidad.
El cuadro en la exposición de La Pedrera.
Naturalmente, ese método no excluye lo humilde porque no sabe ni quiere predecirlo. Las aceras baqueteadas por el público del Salón del Automóvil aparecen al mismo tiempo que la ciudad bañándose en un fulgor espléndido hasta la lejanía de los montes. El conjunto de la realidad, todo lo que contiene un fotograma del presente, tiene interés.
¿Por qué no quitarnos de delante, evitando comprometernos demasiado con la nostalgia o con la esperanza, “el color del cristal con que se mira”? Antonio López cree en ser persona y en ser pintor sin retórica, venga del pasado o del futuro, igual que el árbol es árbol y el pájaro es pájaro. Como dijo en una entrevista, la palabra felicidad no está en su vocabulario, porque sabe que es necesario adaptarse a los altibajos de la vida. “Y sin embargo —remató— canturreo a menudo”.