Escultura barroca: arrebatos de forma y color
El Museo del Prado expone una colección de tallas policromadas del Siglo de Oro, en su mayoría procedentes del culto religioso, que destacan por la originalidad de su ejecución y la pervivencia de su poder de persuasión frente a la Contrarreforma
De los movimientos que condensan la Historia del Arte, el Barroco fue el que desplegó mejor el exceso. Y ese arrebato quedó fijado, sobre todo, en la escultura. Por la desgarrada anatomía. Por la emotividad y por la fuerza plástica. Por esa condición inquietante de la carne a la que se le dio sitio de un modo nuevo, casi visceral, casi tétrico, para acabar instalándose en un realismo de llaga altamente perturbador que da como resultado un misterio que no está ni dentro ni fuera de la fe.
Porque si el arte religioso fue, sin duda, el mayor caudal creativo hasta bien avanzado el siglo XVIII, ninguna corriente como el Barroco afinó tanto su poder y su estética al servicio de una fórmula política y devocional: la Contrarreforma. Apagada esa tormenta con las luces de la Ilustración, lo que ha quedado en el terreno artístico es el camino de algo extraordinario. La búsqueda de un lugar en el mundo. La exploración de lo desconocido. La vocación y el ánimo de trascendencia de los hombres, su pasión, su miedo, su imposibilidad de respuesta.
Hacia esa dirección apunta la exposición del Museo del Prado Darse la mano. Escultura y color en el Siglo de Oro, que plantea una reflexión sobre la singularidad que alcanzó en el ámbito hispánico durante la Edad Moderna la síntesis de volumen y color en las imágenes de bulto redondo. Dicho logro se ejemplifica en casi un centenar de piezas de grandes maestros. De Gaspar Becerra a Gregorio Fernández. De Francisco Salzillo a Juan Martínez Montañés, pasando por Alonso Berruguete, Juan de Juni y Luisa Roldán, entre otros.
Pese a estar construida con esos mimbres, Darse la mano (abierta hasta el 2 de marzo de 2025) no es una muestra sobre la iconografía católica. O, al menos, no en exclusiva. De algún modo, se trata de echar la vista atrás y rastrear en la escultura policromada su historia y su extraordinario poder de persuasión, pues la combinación de tridimensionalidad y cromatismo ha dado como resultado obras cargadas de un poder comunicador sorprendente, capaces de emocionar y de hacerse comprensibles sin apenas retórica.
Es cierto que, desde la Antigüedad, la representación escultórica se entendió como una vía de acceso a la divinidad. Los dioses se hacían presentes a través de su imagen corpórea, que aumentaba su veracidad cuando se cubría de color, atributo que se lograba tanto con el uso de materiales de diverso cromatismo como con la aplicación directa de pigmentos sobre la superficie, tal como se descubre en la excepcional Venus Lovatelli, del siglo I, prestada por el Museo Arqueológico de Nápoles.
Claro que esa combinación de formas y tonalidades triunfó de manera especial en el mundo hispánico del Siglo de Oro, constituyendo uno de los capítulos más fascinantes de la creación artística nacional. Escultores y pintores trabajaron al unísono para crear unas obras en las que ambas labores se fundían con exactitud, pues el cromatismo se concibió entonces no como un mero adorno, sino como parte imprescindible de la pieza, otorgándole una apariencia más cercana y verosímil.
Ya en su Arte de la pintura (1649), el pintor y tratadista Francisco Pacheco, suegro de Diego Velázquez, anotó que “la pintura es la vida de la escultura”. En términos similares, el benedictino Gregorio de Argaiz escribió en 1677 que “cada figura, por perfecta que sea en la escultura, es un cadáver; quien le da vida, y alma, y espíritu, es el pincel, que representa los afectos del alma. La escultura forma al hombre tangible y palpable (…), mas la pintura le da la vida”.
Llama la atención, en este punto, cómo la madera se alzó, gracias a su bajo coste en comparación con el mármol o con el bronce, como el material por excelencia de estas creaciones. Era susceptible, además, de colorearse para simular la piel, pero también de cubrirse con vestidos que podían adaptarse a la moda del momento. El resultado podía realzarse con telas reales o encoladas, pero también con joyas, marfil, vidrio o pelo auténtico. Todo ello para crear representaciones cercanas y familiares, con las que los fieles se identificaban con naturalidad.
No es extraño, por tanto, que en la literatura devota abunden los ejemplos de las imágenes que hablan, se mueven, cambian su tonalidad, se entristecen o lloran; en definitiva, que establecen una comunicación directa con el creyente, como si estuvieran realmente vivas. Teólogos y predicadores alimentaron estas historias prodigiosas y muchos defendieron la veracidad palpable de lo escultórico frente al ilusionismo de lo pictórico, cuya belleza era visible pero inasible.
Incluso, estas esculturas en madera, animadas por la fuerza vivificadora del color, dieron alas al fenómeno procesional, que a su vez les otorgaría un nuevo poder: la conquista del espacio urbano. Los pasos, ya fueran de figuras individuales o de grupo, como escenas congeladas, potenciaron los valores dramáticos por medio de las actitudes contrastadas, el vivo cromatismo y el dinamismo de las composiciones. A su expresividad contribuiría asimismo el atractivo de su contemplación en movimiento. Algunas figuras, incluso, se articulaban para aumentar su efecto y su influencia.
A la luz de esta propuesta del Museo del Prado, que amplifica los trabajos previos en torno a la escultura barroca española exhibidos en Londres, Washington, Valladolid y Sevilla, se descubre cómo en una sociedad en la que el sentimiento religioso lo impregnaba todo, las técnicas y los materiales, la persuasión y la devoción acabaron por fundirse por completo en el objeto escultórico. En consecuencia, la escultura policromada se convirtió en un arma doctrinal cuya intensidad se incrementaba al sacar todo el partido a sus valores escénicos, ya fuera al formar parte de una procesión o al situarse en la hornacina de un retablo.
De este modo, frente al rechazo de los protestantes, el mundo católico concedió a la imagen religiosa un valor extraordinario a la hora de comunicar y convencer a los feligreses. Por encima del hecho artístico, se subrayó siempre su condición de elemento de culto, una circunstancia que ha provocado la ausencia de un coleccionismo de este tipo de obras hasta fechas relativamente recientes, al contrario de lo sucedido con la pintura religiosa.
Se produjo así, en cierto modo, una superación de la antigua y debatida cuestión del paragone o rivalidad entre las artes. A través del sorprendente desarrollo en la España del Siglo de Oro de la escultura en madera, no rematada en su tono natural sino policromada, los límites entre pintura y escultura se confundieron para erigirse en una suerte de obra de arte total, donde varias disciplinas se combinaban para dar origen a un producto de gran eficacia comunicativa y con un extraordinario poder de convicción. Fabulosos amplificadores de la religión.