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John Michael Callahan (Portland, Oregón, 1951 – 2010) consagró todo su salvaje humor gráfico a temas que le tocaban de cerca, en su condición de tetrapléjico encadenado de por vida a una silla de ruedas desde que sufrió un accidente automovilístico en 1972, cuando contaba veintiún años de edad (no conducía él). Su infancia no había sido ninguna maravilla: abusado por una monja del colegio al que le llevaban sus padres adoptivos, el pequeño John empezó a beber a los doce años y no dejó de hacerlo hasta los veintisiete, cuando ya se había quedado hecho un tullido que, algo es algo, encontró en sus desgracias una extraña forma de humor con la que se ganaría la vida hasta que complicaciones derivadas de su situación se lo llevaran al otro barrio poco antes de cumplir los sesenta.

Creo que no hace falta que diga que el humor del señor Callahan no es para todo el mundo. A mí sus chistes gráficos me hacen mucha gracia, pero, al mismo tiempo, me sumergen en un océano de sordidez para el que no siempre estoy preparado. Digamos que hay días en la vida de uno en los que más le vale no leer a Callahan, a no ser que pretenda empeorar su situación moral o proporcionarle trabajo extra a su atormentada psique.

Una de las más populares viñetas de Callahan

El hombre empezó a publicar sus cosas en 1983, en el diario de Portland Willamette Week, que lo mantuvo contra viento y marea hasta su fallecimiento en 2010 (las quejas de los lectores eran constantes, pero eso no impidió que los cartoons del señor Callahan llegaran a publicarse en 1992 en cuarenta periódicos de los Estados Unidos). La reacción indignada de parte de sus lectores ante esos chistes protagonizados casi siempre por tullidos, paralíticos y todo tipo de desgraciados físicos no le quitaba el sueño a nuestro hombre. Como él mismo dijo al respecto: “La única reacción que me interesa es la de quienes van en silla de ruedas o tienen ganchos en las manos. Estoy harto de esa gente que pretende hablar en nombre de los tullidos. Toda esa compasión y ese paternalismo…Eso sí que es realmente detestable”.

Así pues, el señor Callahan no se cortaba un pelo a la hora de hacer humor con lo que más conocía: la existencia, dimes y diretes de quienes vivían con el cuerpo destrozado. Y lo hacía muy bien: no te publican en cuarenta diarios para ayudarte a comprar aceite con el que engrasar tu silla de ruedas. E intuyo que, en cierta medida, los chistes despiadados de este hombre aportaban cierto consuelo a quienes se encontraban en su misma situación. Y los que no, teníamos dos opciones: disfrutar del retorcido humor del amigo John (emparentable con el de autores como Chas Addams o el prácticamente desconocido en España Gahan Wilson) o pasar de él como de la peste, aduciendo que bastantes motivos de tristeza acaparamos todos en la vida (ambas opciones me parecen muy respetables, aunque yo escogiese la primera, salvo esos días en los que no me sentía con ánimos para hacerlo por el motivo que fuera).

Bill Callahan fue objeto de un documental en 2005, Tócame donde pueda sentirlo, a cargo de la holandesa Simone de Vries. En 2018, cuando ya llevaba ocho años muerto, Gus Van Sant le dedicó el largometraje Don´t worry, he won't get far on foot (Tranquilo, no llegará muy lejos a pie), basado en sus memorias del mismo título y protagonizado por Joaquín Phoenix (la película se estrenó en España, donde pasó desapercibida, normal si tenemos en cuenta que la obra del señor Callahan nunca se ha editado en nuestro país). Aficionado a la música (pop folk melancólico, según quienes la han escuchado), John Callahan publicó un disco en 2006, Purple winos in the rain (Beodos púrpura bajo la lluvia), una serie de temas propios en los que cantaba y tocaba la armónica y el ukelele (y con Tom Waits de artista invitado).

La obra de John Callahan tiene, en mi opinión, un doble valor. Su humor siniestro es de una eficacia indudable, y el hecho de que provenga de alguien que no tiene ningún motivo en el mundo para tomarse las cosas a chufla, otorga a su obra (y a su personalidad, a su calidad humana) una nobleza realmente admirable. Aquí lo fácil era dedicarse a la autocompasión y a beber hasta reventar. Callahan dejó de soplar seis años después de su fatal accidente y utilizó sus catastróficas consecuencias para fabricar una obra humorística de enorme magnitud, aunque molestara a los profesionales de la compasión humana y el paternalismo no solicitado.

Durante sus últimos tiempos, Callahan llegó al extremo de apuntarse en la universidad a unos cursos de terapeuta para poder ayudar a la gente en su condición. Su enfermedad se le complicó, le impidió concluir sus estudios y se lo llevó por delante en 2010, poniendo punto final a una de las carreras más brillantes del humor gráfico contemporáneo y a la vida de un ser humano que, a su manera, supo sacarle todo el jugo posible.