La llegada del underground en los años sesenta del pasado siglo marcó un punto de inflexión en el cómic estadounidense. Se instaló un clima de desinhibición en los márgenes de una industria que hasta entonces funcionaba según unos parámetros muy pautados. De pronto se colaron en las viñetas temáticas descaradamente adultas; se exploraron nuevas complejidades narrativas y se incorporaron con desparpajo los guiños autoreferenciales, parodiando y subvirtiendo la tradición heredada. Charles Burns (Washington, 1955), Daniel Clowes (Chicago, 1961) y Emil Ferris (Chicago, 1962) son vástagos del underground, con cuya libertad y ampliación de horizontes se formaron.
Pertenecen a la generación que ya no dibujaba historietas sino novelas gráficas. Han publicado sus obras en un contexto en el que el cómic ya era un arte respetado. Los dos primeros debutaron en la década de los ochenta; la tercera llegó mucho más tarde, en 2017, tras años ganándose la vida como ilustradora. Este 2024 han coincidido en las librerías obras muy relevantes de cada uno de ellos: la última entrega de la trilogía Laberintos (Reservoir Books) de Burns, Mónica (Fulgencio Pimentel) de Clowes y la segunda parte, que cierra Lo que más me gustan son los monstruos (Reservoir Books) de Emil Ferris.
Las tres abordan -cada uno a su manera- el desasosiego, con personajes que no encajan en su entorno y se dejan arrastrar por obsesiones y fantasías. Además, en los tres casos este desasosiego se expresa a través de un juego metalinguístico en el que se incorporan referencias a la cultura pop: los comics clásicos de hazañas bélicas y de horror de la editorial EC, el cine de terror y de serie B… Aunque han tenido evoluciones diferentes, Burns y Clowes comparten una estética similar -los personajes de aspecto hierático, el dibujo de corte realista, una cuidada estructura formal en la página- y una evidente influencia del cine de David Lynch, un uso de lo surreal para crear climas desconcertantes y perturbadores. Ferris es más abiertamente expresionista.
Burns ha sido el más radical en el uso del registro lyncheano, en obras como la ya clásica Agujero negro, publicada entre 1993 y 2004. Ambientada en Seattle en la década de los setenta, ponía en escena una misteriosa epidemia que se contagiaba por vía sexual y solo afectaba a adolescentes, en los que generaba extrañas mutaciones físicas. Este detalle lo conectaba también con el body horror del cine de Cronenberg. Su otro hito es la trilogía Vista final -compuesta por los álbumes Tóxico, La colmena y Cráneo de azúcar-, concebida como una historia de tránsito atormentado hacia la madurez en la que mezclan homenajes a Hergé y a los universos de William Burroughs y -una vez más- David Lynch.
Si en estas obras lo surreal mandaba en la narración por encima de la lógica del relato, Laberintos -cuyo título original, más atinado, es Screen (Pantalla)- supone un cambio de planteamiento, porque aquí lo surreal está siempre al servicio de una trama muy estructurada y anclada en la realidad. Aunque no faltan las chocantes presencias visuales características de Burns, en este caso un inquietante ente tumoral y tentacular flotante de aspecto alienígena y unas gigantescas vainas.
De nuevo explora la adolescencia como enfermedad del alma, pero lo hace con un planteamiento más maduro, ambicioso y ordenado que en obras anteriores. El protagonista es un chaval rarito y ensimismado hasta casi el autismo, amante del cine de terror y ciencia ficción. Está embelesado con una enigmática pelirroja a la que quiere convertir en musa de la película amateur de horror cósmico que va a rodar con un grupo de amigos en una cabaña aislada. Partiendo de la cinefilia del protagonista, Burns homenajea a cintas clásicas como La invasión de los ladrones de cuerpos de Donald Siegel y La última película de Bogdanovich, estableciendo un juego de espejos entre la realidad y la ficción, entre la vida y la pantalla, con las angustias del deseo no correspondido como motor narrativo.
Su Burns maneja el cine como referente, Daniel Clowes en Mónica utiliza los cómics de EC, en especial sus escabrosas series de horror, que marcaron una época y crearon sonadas polémicas morales. Este nuevo álbum es la obra más compleja y ambiciosa de un autor ya hace tiempo consagrado. Alcanzó celebridad con los enfermizos climas lyncheanos de Como un guante de seda forjado en hierro. Después exploró los desconciertos adolescentes -fue un gran retratista de la llamada Generación X- en Ghost World, acaso su obra maestra, llevada al cine por Terry Zwigoff (autor de un excelso documental sobre el dibujante underground Robert Crumb). Reincidió en el tema con David Boring y con Ice Heaven planteó un deslumbrante ejercicio de virtuosismo en el que manejaba diversos estilos de los viejos cómics americanos. Después saltó al retrato de la crisis de la mediana edad en Wilson y orquestó un thriller con elementos fantásticos en Patience.
Mónica está planteada como una sucesión de nueve partes que pueden leerse de forma independiente, pero forman un todo interconectado. Se alternan los capítulos en los que la protagonista cuenta su periplo vital, con otros que replican el estilo de los cómics de los años setenta y funcionan como relatos independientes pero complementarios, conectados de un modo subterráneo con la historia de Mónica. Entre ellos hay una historieta bélica, otra de brujas y alienígenas, otra policiaca con derivas fantásticas, otra de horror… Lo insólito también emerge en la historia -a priori más realista- de Mónica, con episodios extraordinarios como el del aparato de radio que parece transmitir mensajes del más allá o el de la secta apocalíptica.
Enigmática -y para algunos acaso desconcertante-, la obra presenta una notable complejidad estructural En el centro de la historia están los estragos que causó la contracultura hippy en los hijos de sus protagonistas. Mónica es uno de ellos y queda marcada por una madre ausente que un buen día la abandonó a cargo de los abuelos y por un padre desconocido al que trata de identificar y localizar, en una desesperada búsqueda para lograr el sosiego. Sin embargo, termina con la asunción de una desoladora realidad: “Es un golpe bastante duro descubrir, tras toda una vida de fantasías de cuento de hadas, que en realidad no eres especial, sino un feto no deseado de dos desgraciados cualesquiera, inmersos en un momento histórico de confusión”. Aunque tal vez Mónica sí sea especial, como apunta el alucinado y apocalíptico final.
En cuanto a Emil Ferris, llegó mucho más tarde al cómic, tras décadas como ilustradora. En 2001, a los cuarenta años, contrajo la fiebre del Nilo por la picadura de un mosquito. Tuvieron que hospitalizarla y sufrió graves secuelas: perdió la movilidad de la mano derecha y quedó paralizada de cintura para abajo; todavía hoy se mueve con la ayuda de un bastón. Aprovechando el largo proceso de recuperación decidió empezar a trabajar en su primera novela gráfica, en la que volcó abundantes pinceladas autobiográficas relacionadas con su dura infancia en un barrio pobre y conflictivo de Chicago.
El resultado es Lo que más me gustan son los monstruos (cuyo primer volumen se publicó en 2017, con gran expectación, y el segundo ha llegado este año). Lo primero que destaca es al potente trabajo gráfico: se trata de los supuestos cuadernos de Karen Reyes, una niña de diez años que cuenta su vida con dibujos y textos. Las páginas del cómic son hojas pautadas de libreta, con esbozos de tintes expresionistas y grotescos. La pequeña Karen es latina, en el colegio es una marginada y se ve a sí misma como un bicho raro, por su mezcla de ascendentes raciales y por la identidad sexual que está descubriendo. Es por eso que se identifica con los monstruos de las viejas películas de terror de la Universal: Drácula, la criatura de Frankenstein, el hombre invisible, el hombre lobo, que eran otros bichos raros como ella y simbolizan en la cultura popular al diferente, al outsider. De modo que se dibuja a sí misma como una chica-lobo, enfrentada a un mundo hostil.
Sin embargo, la excelencia de esta novela gráfica se debe no solo a su virtuosismo visual, sino también a la compleja trama que desarrolla. La madre de la niña está enferma de cáncer, el padre es un desconocido que desapareció de su vida (al final del segundo volumen se desvela su identidad) y el hermano mayor es un seductor de pacotilla y aprendiz de delincuente, con el cuerpo repleto de tatuajes, al que en cualquier momento pueden llamar a filas para combatir en Vietnam. La historia está situada a finales de los años sesenta y asoman como trasfondo otros hechos históricos como el asesinato de Martin Luther King.
El inquietante hermano de la protagonista tiene sin embargo otra faceta: aspira a convertirse en dibujante y lleva a Karen con frecuencia al Art Institute of Chicago, donde la niña descubre los cuadros de los grandes maestros y sueña con vivir en ellos. Junto con las viejas películas de terror, los tebeos y las novelas pulp -que la autora incorpora en forma de pastiches de algunas portadas-, el otro referente iconográfico del que se sirve Emil Ferris es la pintura (de Gustave Courbet y los impresionistas a Edward Hopper).
Cuando una vecina aparece muerta, la chica-lobo descubrirá que hay otros monstruos mucho más aterradores y reales que los de las películas en blanco y negro. La mujer muerta se llamaba Anka Silverberg y era una superviviente del Holocausto. La policía concluye que ha sido un suicidio, pero Karen sospecha que se trata de un asesinato y se pondrá a investigar como detective amateur (entonces se dibuja a sí misma con la gabardina y el sombrero de Humphrey Bogart).
Sus pesquisas son el motor de la trama, en la que aparecen siniestros sospechosos -uno de ellos su propio hermano- y unas cintas con una entrevista que le hizo un periodista a la fallecida. En ella evocaba su vida en la República de Weimar y la Alemania nazi, donde se enfrentó a los verdaderos monstruos que habitan en la realidad y las decisiones más terribles. Desde Maus de Art Spiegelman -el único cómic que ha ganado un Premio Pulitzer-, nadie había abordado el Holocausto en una novela gráfica de forma tan brillante y alejada de los clichés.