En tiempos de lo que vino en llamarse la Movida, cuando los pintores jóvenes exponían sus delirios en tascas de patatas bravas, Quico Rivas (Cuenca, 1953-Ronda, Málaga, 2008) iba desplegando su curiosidad de muchas dioptrías. Huroneaba por los sótanos y los locales donde emergía una tribu que traía en las manos una lumbre mezclada con costo, tipos que empezaban a investigar por la figuración como delirantes voluntarios. Otros que estaban en las detonaciones de la abstracción. Y alguno que ya empezaba a tomarse la fotografía en serio.
A todos observó, entendió y descifró en catálogos, hojas sueltas y publicaciones de diverso pelaje. De todos escribió y les fue otorgando luz y sitio en el mapa por hacer del arte español de los años ochenta, cuyo relato queda muy mermado si no se escarba en su bibliografía, en su estela mutante, en su fino olfato para escribir lo que sucedía. Rivas fue el más audaz de los que andaban por la senda de la crítica entre los de su generación. El más atrevido. El más activo. El más salvaje. El más suicida. Y, sin duda, el más escritor.
Pero es posible hallar muchas otras mercancías en su aventura. También le dio a las letras, a la edición, a la música, a la lucha política. Con el fervor del que busca incansable, ajustándose ese papel de personaje de sí mismo: un esnob de metralla áspera. Algo así como un continuador de la tradición de los desencantados, de los faquires que apoyan su cabeza de caos en almohadas de púas porque la inteligencia los lleva al daño. “Yo mismo cultivé la leyenda de mi mala fama, que es la única fama respetable”, afirmaría en su última entrevista.
Hablamos, pues, de un hombre al margen que acumuló un saber explosivo. Quienes lo trataron dicen que poseía un verbo talentoso y gran capacidad de agitación. Por razones familiares le cayó un título nobiliario –conde de la Salceda–, si bien él apostó por asentarse en suelo libertario, situándose en la órbita de la CNT. Vivió la vida al galope en un momento de revelaciones, de contracultura y de vitamina punk. Todo eso se filtró, para colmo, en una obra amplísima y disparatada que hizo a la sombra de lo demás.
Mirado de cerca, parece uno de sus tipos capaz de montarlo todo y, cuando ya la singladura alcanza velocidad de crucero, cambiar de barco, de océano y de tempestades. Bien pudo firmar aquello de Larrea: “Dentro de mi mundo lo que más me gusta es mi propio mundo”. Y es seguro que el suyo lo construyó con vocación de último de la fila. Con el convencimiento de que saber quiénes somos no es solo cosa nuestra. Porque la sospecha última que aloja la existencia de Rivas es que cuando alguien no vive como quiere, la vida perjudica a la vida.
Es lo que se deduce de la lectura del libro A Quico Rivas. Por una revolución de la vida cotidiana de Fran G. Matute, quien, a modo de extensa carta, ensancha la biografía del crítico, artista y agitador cultural acumulando con precisión en torno a él nuevas aventuras reveladas, secretos inéditos y confidencias confesadas en mala hora. Todos los datos se manejan en estas páginas con puntualidad y cierta fascinación, pues Rivas pertenece por derecho propio a esa peculiar infantería de los que no son enteramente dueños de su leyenda.
“Nada me hubiera gustado más que sentarme a tu lado y charlar contigo, escuchar en directo esa risita entre nerviosa y maquiavélica que gastabas, y quizás por eso te escribo ahora, invocándote de algún modo, con la mera intención de que me ilumines”, anota Matute. “La cosa es que, de haberte conocido, querido Quico, te habría machacado a preguntas. ¡Hay tantas leyendas a tu alrededor!”, añade el autor del ensayo Esta vez venimos a golpear. Vanguardismos, psicodelias y subversiones varias en la Sevilla contracultural (1965-1968).
Uno de los grandes hallazgos de este trabajo es concluir que en este mundo hay enmascarados necesarios y que Rivas fue, indudablemente, uno de ellos. “No sé si llegaste a ver la película Forrest Gump, pero a veces, cuando me topo con tu nombre en tantos sitios, asociado a tantas historias, me doy cuenta de que hay gente así, gente que ha sido testigo en primera fila de una serie de momentos más o menos cruciales que, sin demasiada autoconsciencia, todos juntos, ayudan a definir el devenir de un país”, se lee en el libro publicado por el sello Athenaica.
A la vista de lo expuesto, Rivas espigó en una casa de familia acomodada, con un padre aristócrata y una madre emparentada con la saga de los Primo de Rivera. Consta que la infancia le fue noble, pese al esparadrapo en el ojo derecho y las gafas de culo de vaso, y que la juventud le concedió aristas de distinto. Aprovechó así el oro turbio de los quince años para dar acelerones existenciales, cuajándose de lecturas y experiencias políticas, como aquella vez que su progenitor hizo valer, rodeado de jornaleros, su título de conde ante agentes de la Guardia Civil.
Se aclara, además, que fue en el instituto sevillano Fernando de Herrera cuando empezó a puntear su identidad y, tras emparentar allí con Juan Manuel Bonet, firmó sus primeras críticas de arte en las páginas de El Correo de Andalucía, donde se las tuvieron con el dios Antoni Tàpies. Luego, llegaron las aventuras de Rivas y Bonet en Equipo Múltiple, que le condujeron al calabozo, y en el centro de arte M-11, que enganchó a la capital hispalense al circuito internacional del arte por un breve periodo de tres años.
Pero en Por una revolución de la vida cotidiana también es posible ver a Rivas incrustado en los años loquísimos de un Madrid pajaritero y desaprensivo. Entonces, era él y los artistas más jóvenes del lugar haciendo ruido y pidiendo paso. Estaba todo por rehacer. Y había mucho que provocar. Puso en órbita a Alberto García-Alix –organizó la primera muestra individual del fotógrafo, en 1981, en la galería Baudes–, pero también a los esquizos, los pintores de la Nueva Figuración: Chema Cobo, Luis Gordillo, Guillermo Pérez Villalta y Manolo Quejido, entre otros.
Quico Rivas se hizo sitio entre aquella escudería de pintores, músicos, diletantes y loquitos que iban derribando convenciones a su paso con pasión de ajuste de cuentas y, a la vez, buscando y acuñando una identidad, unas raíces propias. Con García-Alix abrió el local La Mala Fama; con los de Gabinete Caligari, el Cuatro Rosas. “Un bar es el sitio donde mejor se puede hablar durante horas sin que se te seque la garganta”, defendía con toda la razón quien situó al dibujante Ceesepe en los circuitos artísticos y tuvo un papel fundamental en el nacimiento de Radio Futura.
“Quizás el único papel que puedo reivindicar [en la Movida] es el de haber presentado a gente que hasta entonces no se conocía. Todavía me perdía la curiosidad por descubrir nuevos ambientes, nuevos sitios, nuevos talentos. Tenía un poco mentalidad de araña que va tejiendo su red en todas direcciones, una red de contactos, de vínculos y, en ocasiones, afortunadamente, de amistades”, explicaría Rivas sobre su papel en el movimiento que canalizó las ansias de libertad y cambio social en el Madrid de los ochenta.
Con igual pasión se dedicó a la aventura literaria. Rescató en una biografía –no llegó a verla publicada– al escritor malagueño Pedro Luis de Gálvez, a quien Valle-Inclán retrató en Luces de Bohemia con el cadáver de su bebé en brazos pidiendo limosna, y dejó sin publicar alguna que otra novela (Lo que dura una canción). Como no podía ser de otra forma, también se desató por el lado de las artes plásticas, con series o ciclos en los que explora sus intereses sociales, políticos y vitales, sus preferencias sexuales, sus vicios y sus aficiones, y, por supuesto, su fino sentido del humor.
“Ama de casa o bombero, moderna o estudioso, deportista o jubilado, es lo mismo sobrepóngase al tedio reinante, prepárese para pintar”, escribió Quico Rivas, a quien le ha quedado algo de malogrado a tiempo completo, pero no de esos que piden compasión, sino de los que son propensos a ser envidiados por la lucidez de su naufragio, por su talento para mirar alrededor y saber diagnosticar lo que sucede. Con la autoridad que a ciertos seres les otorga el fracaso, él supo al final de sus días hacer del alejamiento un silencioso triunfo.