La capilla de Sant Llàtzer, en la plaza de Pedró, en el corazón del Raval, es una construcción del siglo XII, es decir, uno de pocos los vestigios de la arquitectura románica en Barcelona, de la que lo mejor, sin duda, es Sant Pau del Camp. Pero Sant Llàtzer también tiene su atmosfera especial. Formaba parte de una leprosería –y en la nave todavía se puede apreciar la ventana cegada, antaño un hueco con barrotes, por la que los enfermos de la terrible plaga podían asistir, o por lo menos escuchar, desde el hospital, el sacramento de la misa sin que los asistentes corriesen peligro de contagio. Esto fue así hasta principios del siglo XX, cuando la leprosería fue trasladada al barrio de Horta. El otro día esta noble y única cápsula del tiempo, impregnada de vida secular, amaneció mancillada por las pintadas, o grafiti, de unos desconocidos: signos toscos, casi indescifrables, salvo las rúbricas en el estilo convencional de los grafiteros, sujetos anónimos que pueden llamarse “Jef”, “Cavas”, “Bembo” o “Tijuana”, “Slaz”, “Flash”, “Skorpio” o “Hero”, todos alias raros, pero en el fondo diseños miméticos entre sí.
A los grafiteros, o “autores de Street Art”, como ellos prefieren ser llamados, el muro de ese templo que ha visto pasar las invasiones y las revoluciones y la espuma de los años sin Historia, muro en el que cuaja en piedra tanta vida de generaciones y generaciones pasadas, no les decía nada, les debió de parecer sólo una pared virgen, estupenda para dejar su propia huella, un panel a disposición de su creatividad y narcisismo, que les estaba diciendo: “Píntame, píntame”. Y lo pintaron.
No vamos a pedir que caiga sobre los sacrílegos del bote de pintura, sobre los veloces, furtivos y huidizos grafiteros, que al fin y al cabo lo único que pretenden con sus vulgares diseños es dejar huella, por efímera que sea, por más que rápidamente alguien venga con agua, lejía y un estropajo y borre sus aportaciones. Veo en estos artistas de chichinabo el espíritu de la angustia del anonimato, un malestar muy urbano que procura realizarse como sea.
¿Y cómo reprocharles nada, si en el fondo lo que hacen de forma ilegal es muy parecido a lo que hacen de forma legal las compañías publicitarias que ocupan la plaza pública no con una firma sino con la foto de una jamona internacional o un futbolista, y unas frases ingeniosillas? ¿Cómo reprocharles nada, si el ayuntamiento de Barcelona ha llegado a impartir cursillos de grafiti? ¿Si a “figuras” del grafiti como Keith Haring (que hasta hace poco tenía un friso con sus hombrecitos bailongos al lado del MACBA: no sé si seguirá allí) o Bansky, alias “El cursi”, se las celebra y se expone como si fueran artistas valiosos en los mismos museos cuyas paredes antes han maltratado con sus ocurrencias?
Cómo cargarse un barrio
Hace unos años pasé una larga temporada en Lisboa; uno de los barrios ideales para pasear de noche es el de Sao Bento, con mil rincones románticos, mil pasajes evocadores, escaleras, jardines secretos, patios recónditos, y un genius loci arrebatador. Ao luar, ese barrio de empinadas cuestas y recodos misteriosos tiene un encanto único. Hay algún grafitero anglosajón, algún turista de los que como plaga de langosta desfiguran las ciudades más bellas del mundo, Barcelona incluida, pensó lo mismo, y con grandes letras una noche escribió en los muros del barrio, que tenían un color matizado, pátina inimitable a la que habían llegado mediante siglos de exposición al sol, la lluvia, el aire: PURE POETRY. Dabas la vuelta a la esquina, y en la pared de enfrente volvías a encontrar el mensaje del mongolo: PURE POETRY. Y así en todas partes. De manera que un solo turista, probablemente anglosajón y joven, un solo grafitero, un solo pobre imbécil con ínfulas de sensible, se cargó una sola noche la atmósfera maravillosa de todo un barrio y lo incorporó a la vulgaridad que domina el mundo.
PURE POETRY. Suerte tuvo aquel gañán de que no le sorprendiera yo, a la vuelta de una esquina, con el spray de pintura en la mano y escribiendo su mensaje, porque hubiera recibido la severa corrección que merece su vil asesinato del mentado Genius Loci, el alma del lugar.
Los cursis son asesinos. Ya no he querido volver a Sao Bento, aterrorizado ante la posibilidad de encontrarme otra vez con ese alarde subnormal. De la misma manera que no apetece ver San Llàtzer hasta que el ayuntamiento lo haya limpiado de las deyecciones grafiteras y el obispado lo haya desagraviado con una ceremonia litúrgica a base de mucho miserere, mucho incienso y mucho canto gregoriano.