¿Cómo va a cambiar el arte la Inteligencia Artificial?

¿Cómo va a cambiar el arte la Inteligencia Artificial?

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¿Cómo va a cambiar el arte la Inteligencia Artificial?

El nacimiento de la fotografía alteró la relación entre el hombre y las imágenes y transformó la pintura. El cine provocó la introspección del narrador en la novela. La tecnología modificará las ideas sobre el arte e introducirá un concepto distinto de belleza

7 mayo, 2024 20:16

Charles Babbage, caballero de la época victoriana, pretendió culminar su pasión por la aritmética inventando una máquina capaz de realizar cualquier cálculo. Su diseño era ya, en lo básico, el mismo que el de un ordenador moderno. Estuvo a punto de construir el primero. A este genio iracundo, como le llamó su primer biógrafo, le faltó un carácter más diplomático para convencer a los políticos de que financiasen el proyecto. También le faltó, visto desde el presente, darse cuenta del alcance de su idea. La primera persona en intuir la universalidad de la computación fue la matemática Ada Lovelace, que se interesó por la llamada máquina analítica y colaboró durante un tiempo con Babbage. Digna hija del poeta Lord Byron, Lovelace dejó volar la mente y se percató del potencial del invento para computar no solo operaciones aritméticas, sino cualquier cosa. Concibió aplicaciones para la música, el arte y el ajedrez. Fantasías que las pantallas de nuestros móviles hacen realidad a diario.

Vienen a cuento estos orígenes remotos porque la Inteligencia Artificial que conocemos hoy no es aún la inteligencia de tipo general que, en teoría, permite esa universalidad. Para entendernos, no es capaz de pensar como lo hacemos nosotros, y el dato es fundamental a la hora de anticipar su influencia. Alan Turing trabajó con los primeros equipos que llevaron a la práctica el sueño de Babbage. En 1950 dijo que 100 megabytes de memoria, a la velocidad de procesamiento de la época, bastaban para que un ordenador superase su célebre test. Es decir, para que diese respuestas indistinguibles de las humanas. Para el año 2000, según él, “se podría decir que las máquinas pensaban sin temor a que nadie nos contradijese”. Que hayamos avanzado tanto en las aplicaciones prácticas de la computación, y tan poco en la máquina pensante, hace sospechar que, desde luego, no es solo cuestión de bytes, sino que algo falla todavía en el terreno de las ideas. 

Menina digital

Menina digital DANIEL ROSELL

Pero vayamos por partes. Resulta inevitable preguntarse primero por el impacto en el arte de la inteligencia artificial así entendida, como complemento de las capacidades humanas y no como un intelecto semejante al nuestro. De entrada, cabe la tentación de opinar, con el crítico americano Jed Pearl, que los conocimientos tecnológicos y la ingenuidad artística van de la mano demasiado a menudo. Sin embargo, eso no quiere decir que, tarde o temprano, la tecnología no vaya a provocar un cataclismo. Ni siquiera tiene que ser de inmediato en la propia creación digital donde aparezcan las novedades relevantes.

El simple hecho de que exista y se use la Inteligencia Artificial tendrá consecuencias, igual que pasó en su momento con la fotografía. No nos engañemos sobre la magnitud de la revolución a venir. Si reducimos los trescientos mil años de historia del Homo sapiens a un día, los últimos doscientos años, que representan los últimos sesenta segundos, acumulan más progreso, gracias a la Ilustración y la Revolución Industrial, que todo el periodo anterior (en cifras: se ha reducido la pobreza extrema de casi el 80 al 10 % de los pobladores del planeta y la esperanza de vida ha pasado de los 30 años a los 70). La Inteligencia Artificial promete ser uno de los grandes hitos de esta era y seguro que su huella.     

Por lo que se refiere a cómo será esa huella, no es la primera vez que la tecnología cambia nuestra manera de mirar, así que vale la pena reparar por un momento en los precedentes. Desde las primeras innovaciones materiales de la pintura rupestre, las que se han sucedido son incontables. Las teorías renacentistas de la perspectiva, la cámara oscura y el cine son ejemplos próximos en la tradición occidental y tenemos sus consecuencias, por acción o por reacción, muy frescas en la retina.  Entre todos ellos, la fotografía parece el ejemplo más intuitivo para entender los efectos del progreso técnico en la cultura visual. En su momento nos dispensó de la necesidad de representar lo real de manera fidedigna, hasta el punto de que incluso ella misma puede no representar nada.

No solo el arte, sino muchos otros aspectos de nuestra relación con las imágenes en la vida cotidiana nunca volvieron a ser los mismos. Si la tomamos como analogía, la pregunta que conviene plantearnos es la siguiente: ¿De qué nos libera la Inteligencia Artificial? ¿Qué deja de ser imprescindible en el arte porque las máquinas ya lo producen con resultados comparables a los nuestros? Entendámonos: no es que desaparezca el elemento liberado (el arte figurativo goza de buena salud después de la fotografía), sino que hay alternativas con las que antes no contábamos. 

Instalación de Robert Gerhardten el The Museum of Modern Art, 2023.

Instalación de Robert Gerhardten el The Museum of Modern Art, 2023.

Existe una querencia en el arte del último siglo, no total, pero marcada, hacia la automatización. Del maquinismo futurista y la estilización cubista al ready-made, incluyendo sus muchas derivaciones, incluso el arte más transformativo parecía ceder parte de la intuición creativa de la obra al concepto. Hasta escuelas tan emocionales como el surrealismo yla pintura de acción tienen un componente automático. Aun conviviendo con otras tendencias, esta en particular ha extendido su influencia con fuerza hasta hoy, en sus variantes industriales, geométricas y conceptuales, entre otras cosas gracias a la aguda sensibilidad al hecho de que el objeto artístico sea también objeto de consumo. Por supuesto, también, gracias al arte digital y al empleo de la tecnología. Ahora que las máquinas pueden crear los productos de cualquier automatismo con más precisión y rapidez que nosotros, ¿es hora de volver al cuerpo, al control del gesto y de las herramientas propias de cada medio? 

El problema es que el arte hecho con computación e Inteligencia Artificial, al menos el más atractivo, también busca un gesto motivado, consciente. Tomando un par de obras significativas que se han mostrado juntas en Barcelona, Storm, de Quayola, y Space, del turco Refik Anadol salta a la vista. El paisaje en vídeo de las olas de Cornwall, modificadas digitalmente con vectores reales de fuerza del agua, y las formas en constante evolución del sistema inteligente de Anadol, entrenado para manipular imágenes de archivo del cosmos, no reproducen los movimientos de la naturaleza. Tampoco los propios de una máquina.

Son gestos, si no humanos, al menos derivados de la consciencia humana, la habilidad para explicar y modificar la realidad que posee nuestra especie en exclusiva. Sus creadores pretenden dotar de intención al robot más que renunciar a la suya. Abriendo más el enfoque, podríamos decir que al liberarnos las máquinas de la automatización, porque de eso se encargan ellas, lo que vuelve es el albedrío. Generar arte de manera sistemática a partir de un concepto no se diferencia de lo que hace un algoritmo. Es lo que provocó el maximalismo romántico de las vanguardias, al inyectar pensamiento en las venas del arte, y lo que hacen los artistas desde hace un siglo al delegar en fórmulas, ideas, geometrías, arrebatos y hasta en el azar como John Cage cuando se limitaba a tirar los dados. Tras décadas de trabajo artístico con máquinas, si la hipótesis expuesta funciona (y después trataremos de demostrar que es así), debería apreciarse cómo repunta la voluntad del artista. 

'Unsupervised'. Instalación de Refik Anadol

'Unsupervised'. Instalación de Refik Anadol © 2023 The Museum of Modern Art. Foto: Robert Gerhardt

En esto no le puede ayudar el algoritmo. La computación parece una buena manera de desentenderse de las decisiones, dejándoselas a ella, pero sucede lo contrario: decidir es su punto débil. Los ordenadores saben detectar análisis gramaticales alternativos, con su correspondiente sentido, en frases donde no sospechamos que los haya, pero carecen, a no ser que nosotros se los demos, de motivos para elegir alguno. La NASA está enseñando a sus robots a realizar de manera autónoma descubrimientos “científicamente significativos”, como la existencia de planetas que hasta ahora han pasado desapercibidos. Nadie espera, sin embargo, que decidan por sí mismos qué se considera científicamente significativo. En el arte, la Inteligencia Artificial puede imitar los movimientos de danza a tiempo real, producir retratos de personas que no existen y reinterpretar pinturas o esculturas clásicas, pero quienes diseñan los algoritmos son creadores humanos. Los sistemas inteligentes de Refik Anadol “sueñan el universo”, en palabras de su autor, a partir de las panorámicas espaciales, pero todavía es él quien hace que lo sueñen. 

Es posible que, ni siquiera cuando sean capaces de algo semejante a lo que llamamos pensar, las máquinas se muestren igual de decididas que nosotros, para bien y para mal. Ni mucho menos son tan fieras como las pintan. Como argumenta Yann LeCun, profesor en la Universidad de Nueva York y director científico en Meta: “Equiparar inteligencia con dominio es la gran falacia en el debate sobre la amenaza que supone para nuestra existencia la Inteligencia Artificial. Es un error. Ni siquiera (…) entre humanos son los más inteligentes quienes aspiran a dominar a los demás y quienes deciden las prioridades”. Si un superordenador causa problemas, o intenta erigirse en un tirano, no será por designio propio sino, como concurre en nuestro caso, por falta de conocimientos en vez de por exceso. Por eso, además, el arte que se dedica a investigar los peligros y los sesgos de la Inteligencia Artificial se topa con más obstáculos para resultar interesante y sofisticada, que el dirigido a la imaginación. Las decisiones de las máquinas son las de sus creadores. 

'Storm'

'Storm' QUAYOLA

Respondiendo al interrogante que nos planteábamos antes: ¿volverán sus creadores a decidir, como proponía la hipótesis? En música, se ha pasado del dogma serial y las piezas más ortodoxas de Boulez, basadas en una combinatoria que a Milton Babbitt aún no le parecía lo bastante pura desde el punto de vista matemático, a un periodo más libre y complejo. En el arte, los cánones de las vanguardias hicieron sonar sus penúltimos ecos en la apropiación y replicación del pop y en las fórmulas minimalistas. Después hemos observado el tránsito del relato único, propio de cada movimiento dominante, a la diversidad que según el crítico Arthur Danto caracteriza nuestra época. Esta situación se ha prolongado en los años posteriores en paralelo al desarrollo de las nuevas tecnologías. 

Los artistas que usan la Inteligencia Artificial también ejemplifican la dicotomía en el arte actual entre lo determinado y lo intuitivo, y muestran con frecuencia la aspiración a ejercer su voluntad. Anadol, con uno de sus trabajos recientes, Unsupervised, ha seducido al público del MoMA hasta el punto de que lo han incorporado a sus fondos. Unsupervised hace con la colección del museo neoyorquino lo mismo que Space hacía con las instantáneas espaciales, produciendo como resultado una hipnótica imagen tridimensional en movimiento. Una de las claves es evitar que el sistema use categorías humanas. Para lograrlo, el artista suprime los metadatos del archivo del museo que contienen el título, autor, fecha de realización y de adquisición, materiales y dimensiones de cada obra. Refik Anadol no ambiciona tanto usar ciertas cualidades de la máquina, a la manera del siglo XX, como contagiar a la máquina su facultad creativa. Quiere insuflarle el poder de imaginar para reivindicar también el suyo, aunque, de momento, tenga que enfrentarse con las limitaciones de la tecnología en ese sentido.     

'Sample data visualization of Unsupervised — Machine Hallucination's

'Sample data visualization of Unsupervised — Machine Hallucination's © REFIK ANADOL STUDIO

¿Qué podría suceder el día que alguien supere estos obstáculos y la Inteligencia Artificial se gradúe en la Escuela de Bellas Artes? ¿Qué ocurrirá cuando, en un futuro indeterminado, piense de verdad? ¿Qué será, ese día, lo que aporte a la creación visual, igual que hizo en su momento la imagen fotográfica, para convertirla en algo definitivamente diferente? Tal vez una Inteligencia Artificial de tipo general exige, en lugar, o además, de fuerza bruta de computación, ideas mejores. Según el psicólogo cognitivo Gary Marcus, el aprendizaje profundo por sí mismo no es suficiente, como se ha llegado a creer, para seguir progresando de manera indefinida. El aprendizaje profundo es una forma de aprendizaje automático. Trata de imitar las redes neuronales del cerebro con una arquitectura de algoritmos distribuida en capas que filtran rasgos de nivel superior a partir de la información sin procesar. Empieza por identificar bordes y acaba reconociendo elementos relevantes, como una letra o una cara. Este sistema artificial maneja grandes volúmenes de datos y entre sus aplicaciones están GPT-3, el reconocimiento facial, los vehículos autónomos o la generación de imágenes. Desde las que utiliza una pequeña tienda de comercio electrónico hasta las complejas creaciones de Refik Anadol. 

Marcus cree que “cuanto antes averigüemos cómo hacer que un sistema aprenda abstracciones simbólicas, antes dispondremos de una inteligencia artificial segura, fiable e interpretable”. Un sistema con un punto de partida incorporado, reglas y limitaciones, podrá aprender sobre el mundo que le rodea mucho mejor que otro basado en una tabula rasa. Así pasa con los bebés que, gracias a conocimientos innatos, saben generalizar patrones de movimiento más allá de los ejemplos específicos que han practicado, o aspectos complicados del lenguaje antes de recibir educación formal. Sin unos mínimos principios que vengan de serie, no parece posible desarrollar las capacidades de razonamiento y abstracción. 

'Machine Hallucinations'

'Machine Hallucinations' © REFIK ANADOL STUDIO

En Unsupervised, Anadol no necesitaría, de contar con ese avance, limitarse a eliminar categorías humanas (título, autor, fecha de los cuadros del MoMA) para dar autonomía al sistema. Uno que integrase símbolos podría, en teoría, aprender a manejar estas etiquetas, o desarrollar otras, como un niño que generaliza una regla a una situación nueva. De esa manera, iba a estar mucho más cerca de sorprendernos con algo que dependiese menos de la creatividad humana y más de una que pudiera considerarse suya.

El físico David Deutsch va más lejos. El pensamiento, nos recuerda, está relacionado con el complejo de atributos mentales que incluye la consciencia, el libre albedrío y el sentido, y que lleva resistiéndose a ser descifrado desde que el mundo es mundo. Tales atributos parecen haber alcanzado de golpe la universalidad en humanos (su capacidad explicativa de propósito general) y así debemos esperar lograrla en la Inteligencia Artificial, aunque empiece en un estadio más bajo.  A su juicio, hay descubrimientos fundamentales por hacer sobre el funcionamiento de la mente. Aunque algunos niegan que un ordenador que piense sea posible, cuando aparezcan esas nuevas ideas veremos que Turing acertó. La inteligencia artificial estaba casi a nuestro alcance con los recursos tecnológicos de su tiempo y, por descontado, lo está con los del nuestro.

'Cómo funciona la mente'

'Cómo funciona la mente'

Deutsch, además, presenta un interés especial para el arte porque aprecia en la estética un componente objetivo. No es el único. Steven Pinker, en su libro Cómo funciona la mente, o Denis Dutton, en El instinto del arte, tratan el tema desde la psicología evolutiva. Un terreno relacionado también con las propuestas que proliferan desde la neuroestética, o estudio de las bases cerebrales de la contemplación y la creación artística. Lo particular de Deutsch consiste en la capacidad del arte para crear un nuevo conocimiento objetivo, como lo hace la ciencia. Las teorías científicas, según él, no se “derivan” de nada. Aquello de lo que no tenemos experiencia propia no se puede deducir de lo que sí. Los descubrimientos son suposiciones, conjeturas osadas. Llegamos a ellos gracias a un acto de creatividad, y después hay que someterlos a crítica y testarlos. Nunca tienen validez definitiva. Contienen verdades y también errores.

Las conjeturas del arte son estéticas, pero llegan al mismo punto: una pieza de Mozart es una teoría eficaz y muy difícil de variar. Sus obras maestras se pueden ver menguadas con solo modificar una nota, y venirse abajo desplazando una frase. (Hablamos, eso sí, de una belleza que trasciende lo superficialmente bonito, como las cualidades que hacen que una flor que atraiga a las abejas, o las que satisfacen las preferencias de nuestros genes. El gusto humano admite la novedad, no es repetitivo ni azaroso. A veces nos fascina lo que rechazamos o tememos. La gente vuela en ala delta a pesar del miedo a la altura). 

'El instinto del arte'

'El instinto del arte'

Al final, el punto importante es que, como en la ciencia, las teorías utilitarias del arte lo devalúan. “No nos es dado elegir a voluntad lo que constituye una mejora artística”, afirma el físico de Oxford, “como tampoco lo que es verdadero o falso en matemáticas. Si uno trata de adaptar sus teorías científicas o sus posturas filosóficas a una orientación política o a una preferencia personal, se estará equivocando en los resultados”. No sabemos explicar muchas decisiones creativas en lenguaje natural, porque se trata de un conocimiento inexplícito, pero algún día sabremos. Entretanto, la conjetura estética, la belleza, es la única guía.     

Pues bien, cuando aparezca una Inteligencia Artificial general, ¿qué sabrá hacer una máquina que no sabía antes, liberando a los artistas de la necesidad de hacerlo ellos en sus talleres? Da reparo decirlo, pero no hay otra conclusión válida: sabrán pensar, tener ideas. ¿Van a estar de sobra las ideas en el arte de los tiempos venideros? En cierto modo, es posible. Al menos, el pensamiento utilitario perderá interés con respecto al verdaderamente creativo, igual que los artistas dejan las fotos de carné al fotomatón.

El efecto de la nueva tecnología, en conclusión, será romper el mayor tabú de la teoría del arte contemporáneo y recuperar el concepto de belleza. Como cualquier otra objetividad, hoy está proscrita. Ni críticos ni artistas pueden mencionarla. Sin embargo, no hay otra brújula para la creación. Cada vez que los artistas se dejan llevar por prioridades políticas o doctrinarias, se resignan a transmitir un contenido que ya existía. Cuando seguimos la pista de la belleza, por el contrario, nos adentramos en lo radicalmente nuevo y los descubrimientos del arte tienden a unirse con los de otros saberes, como la ciencia o la moral, por sus vínculos objetivos con el mundo. 

'Autorretrato como alegoría de la pintura'

'Autorretrato como alegoría de la pintura' ARTEMISIA GENTILESCHI

Todo lo que avancen juntos arte y ciencia dará frutos, por otro lado, en la dirección de superar el localismo humano de nuestros conocimientos y biología. El propósito original de la belleza es la comunicación, y tender a lo universal multiplica sus posibilidades. Podremos, como imagina Deutsch, diseñar nuevos sentidos. Podremos, quizás, compartir el placer que sentimos ante un cuadro de Artemisia Gentileschi con una inteligencia extraterrestre que solo detecta ondas de radio, y transmitirnos intuiciones artísticas entre nosotros por medios nuevos, con una exactitud desconocida. Podremos, cuando sepamos qué define algo bello, descubrir exoplanetas para la NASA fiándonos solo de la elegancia de nuestras fórmulas (¿qué diferencia esa tarea de la poesía?) y alcanzar la verdad moral con un trávelin como quería Godard. 

Por descontado, al final, ningún futuro es inevitable y no es fácil saber qué idea del arte va a prevalecer en la era de la inteligencia artificial, porque todos defendemos la nuestra. Con las predicciones pasa lo que afirmaba Churchill de las estadísticas, mejor no fiarse de ninguna que no haya falsificado uno mismo. En todo caso, yerran quienes anunciaron, con pena o con entusiasmo, que la ciencia terminaría dejando sin sitio a la poesía. Mientras tengamos que seguir practicándolas por separado será, seguramente, por ignorancia.