El dibujante André Franquin (Etterbeek, Bélgica, 1924 – Saint Laurent du Var, Francia, 1997) me ha parecido siempre un autor polivalente que albergaba a diferentes autores en su interior. Basta echar un vistazo a sus principales obras para (casi) darme la razón: en mi opinión, el Franquin de Spirou no tiene mucho que ver con el de Modeste et Pompon, Gaston Lagaffe o Histoires noires, aunque, eso sí, todos resultan extremadamente interesantes. Pese a que Hergé y E.P. Jacobs sean los principales representantes de la línea clara y de la escuela franco-belga, André Franquin es también uno de sus elementos más (¿involuntariamente?) destacados, tanto por sus propias creaciones como por la influencia que ejerció sobre autores más jóvenes, dentro y fuera de la francofonía (¿acaso no es El botones Sacarino, de Francisco Ibáñez, una mezcla de Spirou y Gaston Lagaffe?).
La evolución de Franquin es de las más curiosas de la historieta franco-belga. El joven dibujante se integra rápidamente en la llamada Escuela de Marcinelle (la población en que estaba la redacción del semanario Spirou, del que fue miembro fundador, dibujando las aventuras de ese personaje entre 1946 y 1968), comandada informalmente por Jijé y de la que también formaron parte luminarias como Morris, creador de Lucky Luke, Peyo, padre de Johan et Pirlouit y de los celebérrimos Schtroumphs (Pitufos), o Marcel Tillieux, cuyo personaje estrella, Gil Jourdan, nunca triunfó mucho en España, donde se le conoce (quien lo conoce) como Gil Pupila o Gil Pupil.la, dependiendo de si la edición está en castellano o en catalán (lo introdujo entre nosotros la revista Cavall Fort). Las aventuras del botones Spirou y su amigo Fantasio combinaban eficazmente el humor y la aventura, de la misma manera que el dibujo hermanaba el realismo con la caricatura. La cosa fue derivando paulatinamente hacia la comedia a partir del personaje del Marsupilami en el álbum Spirou y los herederos (1952), un felino imaginario de interminable cola que acabó cosechando una gran popularidad por su propia cuenta.
Dándose a sí mismo una nueva vuelta de tuerca, Franquin creó en 1957 a Gaston Lagaffe (conocido aquí como Tomás el Gafe), un jovenzuelo de una torpeza inverosímil que parece haber venido al mundo para convertirlo en un caos y un sindiós: guion y dibujo son en este caso deliberadamente humorísticos. Con las andanzas de Modeste et Pompon (1959), nuestro hombre vuelve a la mezcla de géneros con lo que, en mi opinión, es una peculiar relectura de las historietas del Pato Donald (nada que ver con las películas de dibujos animados): en el caso que nos ocupa, Modeste interpretaría el papel de Donald y Pompon el de Daisy (se supone que son novios, pero la cosa nunca acaba de quedar clara); el amigo de Modeste, Félix, es un liante que se le incrusta en casa y se pone con ahínco a la tarea de amargarle la existencia haciendo como que se la va a mejorar (a mí me recuerda al odioso primo suertudo de Donald, Narciso Bello); tampoco faltan los sobrinos, que son cuatro, uno más que los inefables Juanito, Jorgito y Jaimito. Para esta historia, Franquin contó con la ayuda como guionistas de Greg o Goscinny.
La última gran obra de Franquin es Ideas negras (1977), que no tiene nada que ver con todo lo dibujado hasta entonces. Se trata de una serie de historietas breves (una o dos páginas) en las que todo, como indica el título, es muy negro, tanto el guion, teñido de un humor siniestro y desesperanzado, como el dibujo, que difícilmente puede clasificarse como una muestra de la línea clara, pues consiste en una serie de oscuros manchurrones nunca vistos hasta entonces en la obra del señor Franquin. Idées noires empezó a publicarse en un suplemento de la revista Spirou, Le trombone Illustré, que chapó tras treinta números, obligando a su autor a trasladar la serie al mensual de Gotlib, Bretecher y Mandryka Fluide Glacial (en España apareció en las páginas de Cairo).
André Franquin se pasó la vida evolucionando y fluctuando entre géneros. Su Spirou ha encontrado una vida nueva gracias al dibujante Emile Bravo, un hijo de exiliados españoles al que conocí en Angulema y que, por cierto, era un tipo encantador. El Salón de Angulema le otorgó a Franquin su Grand Prix en 1974. Un infarto de miocardio acabó con él en 1997. Fue, probablemente, uno de los autores más libres, valerosos y versátiles de toda la escuela franco-belga. Tanto, que tengo mis dudas de que podamos considerarlo un elemento canónico de la llamada línea clara, posibilidad que intuyo que nunca le quitó el sueño.