“El planeta de los simios sigue perturbándonos porque refleja aquello temible que somos”. Con esta frase se cierra el ensayo con el que Fernando Castro Flórez concluye su recorrido a través del arte contemporáneo que comenzó en Mierda y catástrofe y siguió en Estética de la crueldad. Estos tres títulos, publicamos todos ellos por Fórcola, ofrecen una privilegiada mirada sobre los vectores de la cultura contemporánea. Sin escapatoria en el planeta de los simios es un intento de superar el nihilismo que, en parte, impregnaba los dos títulos anteriores de esta trilogía.
Desde la realidad postpandémica y la conciencia de ser testigos de un mundo agotado, Castro Flórez reflexiona sobre la necesidad de imaginar futuros posibles y mundos alternativos. El profesor de Estética y Arte en la Universidad Autónoma de Madrid se interroga, a partir de Ortega y Gasset, sobre qué puede hacer el arte y de qué manera puede configurar nuevos espacios habitables. Unos meses ante publicó A pie de página (La Caja Books), un inteligente e irónico texto sobre su biblioteca, la lectura y la escritura, donde evoca las lecturas que han marcado su trayectoria vital e intelectual.
-“En los dos libros que publiqué con esta editorial, Mierda y Catástrofe y Estética de la crueldad, trazaba una serie de vectores del arte y la cultura contemporánea que me llevaban, en bastantes momentos, a asumir un tono nihilista e incluso apocalíptico”, escribe . ¿Sin escapatoria en el planeta de los simios es un intento de escapar de este tono?
-El nihilismo puede cronificarse y terminar siendo la más amarga de las letanías. Es tremendamente difícil conseguir la jovialidad a la que aspira Nietzsche dejando atrás tanto la nostalgia cuanto un optimismo incapaz de comprender la crudeza del tiempo en el que tenemos que sobrevivir. Es evidente que, cuando atendemos a lo que sucede, tenemos que tomar conciencia crítica del desastre, pero no basta con sentir compasión ni tampoco creo que podamos repetir (hasta la naúsea) que el desastre es inevitable. Eso puede ser casi peor que la enfermedad histórica”que lleva a la auto-ironización y, a la postre, al cinismo, entendido en sentido negativo como un encogerse de hombros ante los problemas que percibimos como ajenos. Obviamente, simpatizo completamente con el quinismo (siguiendo la distinción trazada por Peter Sloterdijk) que puede ser gráficamente entendido como mear contra el viento del idealismo.
-¿La figura del trapero, a la que recurre en su obra, es una especie de antídoto ante esa mirada que lo da todo por perdido?
-Escribí, hace bastantes años, un libro que titulé Nostalgias del trapero y otros textos contra la cultura del espectáculo en el que evocaba mi infancia y adolescencia en Plasencia cuando, con cuatro amigos, recogíamos cartones y los vendíamos a un trapero que para nosotros era una especie de héroe. En esa época no adivinaba que pasaría años hurgando en los restos (eso que no sabemos si es lo que sobra o lo que falta), tratando de reciclar lo abandonado, componiendo mi escritura como un bricolaje, construyendo libros que son casas de citas” Soy, en todos los sentidos, un ansioso y un omnívoro, por no autocalificarme como un cerdo. Por tanto, casi nada puede estar perdido, ni siquiera mi delirante forma de escribir que me lleva al extravío.
-En una entrevista de hace algo menos de dos años citaba a Gramsci: “Cuando lo viejo no ha desaparecido del todo y lo nuevo no se presenta claramente, en el espacio intermedio aparecen síntomas mórbidos”. Usted retoma la pregunta sobre la idea de construir una sociedad alternativa que se plantean Negri y Hardt para preguntarse qué puede hacer el arte y cómo puede recargarse críticamente. ¿Son preguntas abiertas?
-No se trata tanto de dar una respuesta teórica cuanto de generar acontecimientos y, en buena medida, evitar la interpretosis. Como dices, las preguntas son abiertas y eso nos debe obligar a ser radicalmente concretos. Estamos afectados por una amnesia colectiva en la que ni siquiera sentimos los momentos de picnolepsia, el día la marmota que no cesa. Pasmados ante las pantallas, tristes por diseño, esperando un like que nos alegre el día. En esa atmósfera patética es difícil pensar que pueda surgir un impulso que cambie las cosas. Hemos vivido en 2011 un momento global de indignación que refutó la inercia del (presunto) fin de la historia; ahí tenemos un ejemplo, en los movimientos indignados, de una destitución que, cuando trato de instituir, se fosilizó o incluso se transformó en algo más sórdido y mórbido que aquello que pretendía cuestionar. No quiero asumir el papel del derrotado histórico pero tampoco podemos escaparnos de nuestra sombra.
-Usted reivindica la importancia de la utopía y del pensamiento idealista. Es decir: frente a la idea de Fisher de que es imposible pensar más allá del realismo capitalista en el que estamos, ¿es necesario apostar por la utopía?
-No se trata de una apuesta, que parece llevarnos al dominio del capitalismo de casino, sino de una voluntad de transformación, recuperando la terminología marxista, de un proceso en el que se pueda superar la alienación. No podemos convertir el diagnóstico de Fisher, en el que retoma la famosa formulación de Jameson de que es más fácil imaginar el fin del mundo que el final del capitalismo, como una paralización de nuestro impulso de cuestionamiento. Eso sería convertir la teoría en un burdo modo de consumar la despolitización. Tenemos que comprender que nuestra situación es deprimente pero no para convertirnos, literalmente, en nada; al contrario, desde ahí debe surgir un poder de la multitud, como decía Negri, que cambie el estado de las cosas. La utopía es un ideal que nos permite pensar que las cosas no tienen que ser como son, el diseño de un mundo en el que la expresión vida feliz no suene completamente absurda.
-En este último ensayo reivindica a Ortega y Gasset y, en concreto, su ensayo La deshumanización del arte. Retoma su idea de que el arte debe ser intempestivo e huir de lo real. ¿De qué manera este retorno a lo real se ha dado la mano con la estetización tanto de lo anodino como de lo abyecto?
-Lo real, valga la paráfrasis lacaniana, no es la realidad sino la Cosa, aquello traumático que determina nuestro comportamiento. Retomo a Ortega y Gasset como uno de los más lúcidos intérpretes del arte de vanguardia, que fue capaz de meditar sobre los dilemas del elitismo, insistiendo en que lo propio del arte no es la representación naturalista del mundo. Todavía proliferan discursos regresivos, especialmente difundidos por youtubers con miles de seguidores, que anhelan un retorno de la belleza clásica y denostan todo el sistema del arte que les excluye. Tendríamos que hacer, como hace un siglo la Revista de Occidente, un esfuerzo pedagógico que desmonte la neofobia sin caer en el actualismo superficial. También es importante escapar de la caricaturización del arte actual como estrictamente repulsivo, entregado a lo abyecto o, incluso peor, buscando escándalos de pacotilla. El artista precarizado del neoliberalismo no tiene que experimentar ningún tipo de placer en provocar a públicos que reciben cotidianamente dosis enorme de frikismo.
-A raíz de esto, pensando en esa falta de límites que, tal y como afirmaba en Estética de la crueldad, tiene la estetización de lo peor, ¿en qué posición sitúa el arte en términos políticos?
–El arte contemporáneo, según lo entiendo, no es el principal generador de la cultura de la victimización, al contrario, lo que hace, en algunos casos, es rendir testimonio crítico de los sistemas de violencia y exclusión que merecen ser desmontados. No estoy dispuesto a asumir el marco mental de la batalla cultural promovida por las nuevas formas de la extrema derecha que, para mí, encarnan lo peor.
-“De la irrealidad metafórica a la viralidad metaléptica, en el trayecto desde la deshumanización del arte al complot del sistema artístico hemos perdido el vigor irreverente del arte nuevo”. ¿Esta pérdida de vigor tiene que ver con el marketing, con un arte que busca el impacto, el click, lo viral?
–Me esfuerzo, como en el famoso monólogo de Pulp Fiction, para no ser el buen pastor con un revólver en la mano, pero eso no impide que tenga, de cuando en cuando, arrebatos de santa cólera. Perdón por el tono para-teológico. El frenético deseo de captar la atención, la necesidad de monetizar lo que hacemos, la esperanza en tornarnos influencers (término detestable) impulsan comportamientos penosos, opiniones precipitadas y tonterías sin fondo. Pero eso no supone que no existan artistas magníficos, obras apasionantes y transformaciones estéticas dignas de elogio. La tarea crítica es la de atender a lo sórdido sin pavor, y también acompañar a lo extraordinario que, afortunadamente, es contemporáneo.
-“La red funciona, en cierto sentido, como aquel imperativo victoriano de hacer visible todo lo perverso para controlar mejor cualquier mutación (rebelde o revolucionaria) del mundo”, ha dicho. ¿Viralizar lo rebelde es neutralizarlo?
El filósofo italiano Paolo Virno encontraba en la cháchara una posibilidad para el virtuosismo e incluso sugería que a través de sentimientos que percibimos como negativos puede abrirse una línea de fuga, una posibilidad para el éxodo. Me gustaría pensar que tal cosa es posible. Si estamos en un estado de excepción tendremos que pelear, también desde el arte, por la justicia y eso puede implicar acciones virales, movilizaciones y militancia. Por supuesto, no comparto el rudimentario juicio según el cual rebelarse vende pensado, más que nada, para frenar el descontento y cantar la canción de cuna del consumo voraz.
-Mientras le pregunto esto pienso en el Museo del Arte Prohibido que acaba de abrir en Barcelona y me pregunto si no será fruto de esta neutralización.
-No he visitado (todavía) ese museo y, por tanto, evito lanzarme a dar una opinión sin ton ni son. Lo único que conozco son algunas obras que se han adquirido, realizadas por artistas a los que admiro, como Santiago Sierra, Eugenio Merino o Abel Azcona.
-En Sin escapatoria en el planeta de los simios se pregunta si el arte contemporáneo no se habrá mimetizado con lo asqueroso para intentar huir del pánico abismal. En A pie de página también alude a la lectura como una forma de huir del abismo. ¿El arte y los libros son asideros?
-Leer y escribir son mis grandes pasiones, aunque tal vez disfrute todavía más dando clases, explotando mi condición de charlatán irrefrenable. Creo que no he sido lo que se llama un ratón de biblioteca y el mundo del arte, la práctica de comisariar exposiciones, me ha llevado a activar lo que calificaré foucaultianmente como un pensamiento del afuera. La experiencia estética no es meramente algo que permite no precipitarse en el abismo como dices, al contrario, puede llevarnos al más oscuro sin-fondo. Las obras que nos marcan son, en mi opinión, aquellas que nos hacen perder pie, las que cuestionan nuesras certezas, ese hachazo, en palabras de Kafka, que rompe un mar de hielo; en definitiva, las que nos llevan a caer sin pena ni miedo.
-Por tanto, el arte debe enfrentarnos al abismo
-Aunque suene pretencioso, tenemos que conservar, como una joya, el destino de Empédocles: tensar nuestra imaginación hasta su huella, esa sandalia que resta en la corona del volcán.
-Hacia el final de su ensayo alude al lema bartlebyano del preferiría no hacerlo como forma de resignación cínica. ¿Es esto lo que, en el fondo, convierte el arte en algo estético-decorativo, en algo aparentemente sin importancia?
-Acabo de terminar un nuevo libro que, de momento, titulo Arte crítico y estética indisciplinada, en el que dedico un capítulo a pensar más allá Bartleby, en una negatividad que tenga, por lo menos, impulso dialéctico en vez de llevarnos a la apatía. En un momento en el que los millonarios se declaran estoicos no podemos quedarnos satisfechos con un preferir negativo y mucho menos postular que ahí se pueda edificar una política que cuestione el desastre en el que estamos. Insisto en que el arte y la cultura pueden ser tanto ámbitos sintomáticos de lo que nos sucede como vectores de transformación utópica. Si pensara que lo estético es únicamente esteticismo no llevaría más de cuatro décadas dando la tabarra con mis libros, conferencias y clases.
-En las últimas páginas habla de la necesidad de imaginar y pensar para diseñar algo diferente. Esta idea es la que me devuelve a su ensayo A pie de página, pero también a su rol activo en redes: ¿Son intentos de crear espacios comunes, espacios habitables –concepto que se repite en el ensayo- donde la conversación, el debate y los libros sean protagonistas?
-Efectivamente, me mantengo activo en las redes porque no considero que sean el mal en sí, al contrario. Tienen un potencial de transformación. A punto de convertirme en un sesentón puedo recordar que comencé a escribir a mano (con letra horrenda) y luego he pasado por la máquina de escribir y el ordenador, de los periódicos a los blogs y de ahí al marasmo conectivo contemporáneo. En cada momento he tratado de ajustar mi pasión crítica a esas transformaciones técnicas sin nostalgia y asumiendo el darwinismo de los dispositivos. Escribo para establecer un diálogo con lo contemporáneo y para buscar compañía, trazando mapas provisionales que no llevan hacia ningún tesoro. Es la vieja cuestión kantiana de cómo orientarse en el pensamiento y, para ello, leer sigue siendo imprescindible; escribir, en mi caso, la forma de combatir los despropósitos de este mundo que habitamos mientras no dejamos de destruirlo.