La noche de Barcelona ofrece una imagen insólita: los cuatro evangelistas iluminados del Templo Expiatorio disfrutan de una visibilidad encumbrada y despiertan, al mismo tiempo, la vitalidad del arte contemporáneo; su solemnidad es como el silencio que precede a la escena final del Fausto de Mahler, la expresión crepuscular que un día Eugenio Trías calificó de quintaesencia tardía. Las cimas recién terminadas de la Sagrada Família desafían el buen gusto; son lo contrario del ascetismo racionalista concentrado en el pabellón Mies van der Rohe de Montjuïc o en la robustez exquisita del Palau Nacional, en la misma montaña olímpica. Gaudí significa un canto al modelo Sezession o Judendstil ; cubre la era del modernismo al culminar su magnífica extravagancia: la catedral indescifrable por la densidad de su simbología.
El templo representa oficialmente la armonía prestablecida, el fin de la negatividad; sin embargo, su presencia exige el fuego permanente de lo nuevo, como se mostró en el encendido reciente de las torres. Los evangelistas de Gaudí no tranquilizan, más bien anuncian el paroxismo de pintores como De Chirico o Edward Munch -la angustia trasladada en el expresionismo alemán-, quienes manifestaron la “concepción interior” del arte (Schopenhauer), determinante en el talento de Gaudí. De Chirico culmina su cuarteto metafísico -Enigma de otoño, Enigma del oráculo, Enigma de la hora y Meditación matutina- plasmando la luz como un síntoma de rehabilitación moral. Desafía al mundo apresurado del fin de siglo XIX con la poética de la inmovilidad, antecedente del surrealismo y descendiente vocacional de Novalis, clave del romanticismo temprano en Alemania.
Para exponer a los ojos de todos un mensaje de calado trascendente, Gaudí prescinde de la perspectiva rescatando la superficie tal como hicieron los pintores vanguardistas, desde Cézanne a Gauguin. Y después de relanzar la proporción y el color de las basílicas, inventa para sus relieves la abstracción geométrica. En su templo, el horizonte está plenamente integrado en la obra, como si fuera un cuadro. Pero cuando uno atraviesa los soportales de la catedral modernista, la perspectiva se convierte en el todo.
La obra de Gaudí nos acerca a un ciclo órfico, con la muerte y la resurrección de las mitologías clásica y cristiana, orientada hacia la trascendencia; Josep Pla describe al hombre, cuyos ojos azules, tienen “una presencia constante”. El arquitecto se niega a inscribir la Sagrada Família en el Registro de la Propiedad porque “lo que es de Dios pertenece a la Iglesia y a la gente”, un antecedente utilizado, años más tarde, por juristas y notarios para defender la titularidad benedictina de Montserrat.
Mensaje espiritual
Es el iconoclasta, el arquitecto vegetariano, que anticipa la obras de artistas posteriores, como el pintor Mark Rothko, cuando presenta en sus murales el descenso al Hades para encontrar a Eurídice. La intención de Rothko, uno de los referentes del expresionismo abstracto americano, es presentar la inalcanzable semilla del infinito. El pintor, nacido en una familia de religión judía, no pretende ser el taquígrafo de Yahvé, como Gaudí no es el narrador de Jesucristo. Pero ambos, en sus momentos, conducen su imaginación creativa en dirección el Cielo y ambos persiguen la elevación de lo intemporal. Sin pretender comparaciones, el pintor Joan Ponç, en su célebre cuadro, El juglar, muestra el lugar mágico y nocturno de los signos de la Creación, donde aparece un caballero medieval sobre un escenario cerrado, con la montaña de Montserrat y la Sagrada Familia de fondo. Partiendo de la obra de Ponç, un obsesivo preso en la cordura de la genialidad, se alcanza la huella de Juan Eduardo Cirlot, el enorme crítico barcelonés del medio siglo (autor de El arte de Gaudí), que saltó del dadaísmo a la tradición espiritualista. Cirlot, que además de crítico fue un poeta mesmerizante, lleva a cabo un buceo en el arquitecto de la Sagrada Familia en relación con las obras pictóricas de Picasso, Klimt o Kandinsky, y funde sus conclusiones en el pensamiento crítico de Nietzsche.
En lo más alto de las torres iluminadas de la Sagrada Familia aparecen el león (Marcos), el buey (Lucas), el ángel (Mateo) y el águila (Juan); los animales tienen su origen en las visiones bíblicas de Ezequiel, en el cristianismo primitivo. Vierten su luz de acero sobre Barcelona y, además, transmiten la sensación de los primeros alumbrados urbanos esparciendo el diamante sobre un fondo de humedad y niebla de otoño. El momento de infinitud del arte gaudiniano del que ahora disfrutamos coincide en parte con la excarcelación simbólica de Marc Chagall. El pintor de origen bielorruso es especialmente recordado gracias al diálogo interreligioso de su exposición Los estados del alma -celebrada en la Sala Capitular de la Catedral, en 2021- representativa de tramos de la Biblia. Gaudí es el aliento de la Cataluña cristiana, mientras que, en la obra de Chagall subyace siempre el mensaje espiritual. Son concomitantes. La atmósfera onírica de la arquitectura curvada de Gaudí se relaciona con Chagall en el campo de los sueños y la imaginación. Ambos coinciden en lo simbólico para alcanzar un fin relacionado con una espiritualidad que desafía la lógica y la razón. En medio de la Sagrada Família o en el centro de la Cripta de la Colonia Güell -considerada un prototipo de la primera- uno se detiene en un bosque de piedra mucho más cercano al espanto que los árboles con rostro y voz humana de Octavio Paz (El ogro filantrópico). Para llegar a Dios hay que sentir el vacío.
Conservador recalcitrante
Gaudí desafía las tradiciones; se encuentra inciertamente sobrepasado por un arte sospechoso de ser un correlato de la fiebre barroca. Finalmente, las dudas se funden ante el scherzo -el movimiento musical menos grave y hasta risible, pero de enorme creatividad- arquitectónico más genial de la historia; podría decirse que, antes de morir, en 1926, el gran arquitecto extinguió el tedium vitae de lo exageradamente ornamental. El conjunto del templo que empezó a levantarse de la mano de Francisco de Paula del Villar en 1882, es tan inesperado que hoy resulta miniaturizable a los ojos del visitante. Se diría hecho de cartón a mano y rematado en la punta de las torres con figuras aladas de plástico refulgente. Lo puedes tocar con la mirada lejana o contemplarlo bajo uno de los tambores horizontales, que sostienen las imponentes columnas del templo. Gaudí no es un naturalista; ha visto el descalabro humano de la Gran Guerra y rompe con el paradójico encierro de la pintura, para unirse al bienseance burgués que, como la luz de las ventanas de Johanes Vermeer, viene de afuera, pero ilumina el interior. Cuando en 1924, Henri Lefebvre define el Dadá como una psuedo hechicería, proclama sin pensarlo el genosticismo de artistas como Gaudí.
La huella del creador persiste. Gaudí fue un conservador recalcitrante. El artista que nunca se acercó a Els Quatre Gats o el Cau Ferrat de Sitges; y fundó el Cercle Artístic de Sant Lluch, promovido por el obispo Torres i Bages, con el escultor Josep Llimona o el anglófilo Alexandre Riquer, imitador de los prerrafaelistas. Su cristianismo duro es el eje de un arte marmóreo, inopinadamente dotado del doble giro; y su guía, lejos del modelo antropomórfico de Miguel Ángel, tiene el mismo recorrido hacia el altísimo que presenta explícitamente la Capilla Sixtina. Cuando lo religioso pierde fuelle a lo larga del siglo pasado, entra en escena la “soberanía de un instante” de Tristan Tsara; Rafael Barradas conecta en Barcelona con el “vibracionismo”, Torres-Garcá abandona su vinculación al Noucentisme e implanta el “plasticismo”, mientras que el poeta Salvat-Papasseit, punto de unión entre ambos pintores, recupera la palabra. Todo confluye hacia el nuevo espacio de significados dentro de lo contemporáneo y todo es lo que cabe en el templo de Gaudí.
Aunque durante el día, millones de turistas lo desmientan, por la noche, el conjunto deshabitado es la expresión del tiempo suspendido, un espacio en el que los relojes se detienen. Desde los altos, se percibe la luz cenital de los amaneceres pigmentados por el destello de los evangelistas. La ciudad espectral recobra su parpadeo.