“Traviesas de ferrocarril, cartones, maderas o acero corten”. Son los elementos labrados por la mano del artista, el hombre que ama y vive: Agustín Ibarrola, pintor y escultor. En su atelier, hay planchas recortadas y retorcidas para crear el vacío y la transparencia, a la manera del maestro Gargallo. Emerge de una curva de Murano; elegante, sobrio y cerebral, entregado a la causa social -pinta y esculpe a pleno pulmón, a la vista de todos- emana de árboles y máscaras como Georges Braque; pincela su bosque con la delicadeza abrupta de Piet Mondrian. Nace con vocación vanguardista y se cuece en la vanguardia parisina; antes pasa por la Escuela de Artes y Oficios de Bilbao y por el taller de Daniel Vázquez Díaz de Madrid; germina en el Equipo 57, pero tiene que esperar cinco décadas para que le otorguen la medalla de oro al mérito en Bellas Artes. En el pasado, su golpe de artista contemporáneo se hace más intenso a partir del momento en que Eugeni d’Ors acusa al cubismo de ser un arte previamente estructurado, una geometría ex ante sobre la que el artista se limita a colorear. Ha fallecido, pero sigue con nosotros.

Agustín Ibarrola es producto del nido ibérico, al estilo libre pero menos ceremonioso que los Baroja en Vera de Bidasoa (Navarra), tal como describe sus veranos el gran novelista Pío Baroja en Juventud, idolatría (1911). El pintor y escultor vasco es próximo, pero desconocido para los que consumen su imagen en los telediarios. Antes de la eclosión del Bosque de Oma, trabaja a partir de piedras en Allariz (Ourense), sitúa los Cubos de la Memoria en el puerto de Llanes (Asturias), las traviesas del Ruhr en Alemania o las piedras pintadas en Garoza.

Entra en el siglo XXI donando sus esculturas en homenaje a las víctimas de ETA. Su compromiso frente al terrorismo criminal le granjea envidias y rencores; sufre dos atentados por ser un euscaldún blando, cuando es el más férreo en términos de color y la textura. “Al declararlo enemigo de su propia raíz, quisieron inutilizarlo”, escribe Juan Cruz en un bello homenaje. Es el pacifista nato que nunca teme y perdona al enemigo, tal vez porque conoce la hiel carcelaria del reo. Pasó unos cuantos años a la sombra, en las cárceles de Franco, por ser miembro del Partido Comunista en los sesenta. Mucho después, cuando la intolerancia cruza la orilla, la democracia española le pone escolta y él la lleva durante más de una década, hasta el fin de la banda.

El artista Agustín Ibarrola EFE

Agustín Ibarrola, autor escultórico de La Mirada, Hombro con hombro y Homenaje a las víctimas, es el viejo camarada, el militante de mente clara, caído la madrugada del jueves en el hospital de Galdakao, a los 93 años. Un hombre culto hasta el refinamiento, que elige sin embargo la metáfora vital del emboscado. Su actitud refleja el arquetipo del anti famoso, a pesar de haberse paseado por toda España derramando color y destellos casi desconocidos. 

LOS ECOS DE NUESTRO DEBATE

Desde sus comienzos, el pintor de siempre y escultor tardío abraza el principio de construcción de la obra como concepto y abandona la sucesión de las partes; su contacto con la naturaleza no le convierte en un paseante ocioso ni en un observador oculto. Su pintura está lejos de la frialdad del barroco español, de la distancia de Leonardo, de la inasumible espiritualidad de Fra Angélico y de la pureza pícara del último romanticismo, por así decir, desde los extremos. Cuando todo se hace hiperbólico, él observa con atención la obra de Joan Miró, porque su empeño confiere misterio y apacigua el alma. Aplica la receta goethiana que promete liberar las cadenas interiores en la plasmación externa de la obra. Tiene en cuenta El realismo mágico de Franz Roh, publicado en 1925 y traducido más tarde por Revista de Occidente. 

Se sorprende ante la capacidad de crear mitos por parte de artistas como Dalí, pero retrocede hasta la magia primitiva de la madre tierra para evitar la sobresaturación estética de la modernidad.  Ibarrola es un creador inclinado hacia a un contenido cívico y moral: se enfrente a la dura tarea de superar la vulnerabilidad humana. Su idea del arte es el efecto de muchas causas perdidas, con el fin último de servir a la trasformación y el progreso social. Sin embargo, esta obsesión, que proviene de su origen y de su batalla ideológica, no merma su capacidad de innovación. La exploración de Ibarrola está muy lejos del realismo social. Es demasiado libre para someterse a la disciplina estética, que relegó a Mayakovski y persiguió al pintor Wladyslaw Strzeminski por negarse a poner su arte el servicio de la propaganda, en unos años en los que el abstracto y el cubismo estuvieron bajo sospecha y vigilancia de la policía política de la antigua URS.

Su activo es la naturaleza y su lenguaje es la tierra; su centro es el ser humano, no el pueblo como núcleo aglutinador de los que hacen de su vida la nación. Instala su definitivo taller -que hoy es ya un punto de peregrinación- en Oma, su bosque, cerca de la cueva de Santimamiñe, donde se hallan restos de pintura rupestre datados en el Paleolítico Superior, icono de la cultura vizcaína.  Su particularísima interpretación del Gernika de Picasso lo dice todo y lo expresa en un lenguaje claro. Ibarrola te lleva de la mano a un viaje simbólico, más allá del siempre discutible estilo sobrio; va por delante  con la paleta, el cincel y el martillo, si es necesario. Destaca el rojo en sus tela o impregnado en un tronco,y abrazado en él, como solía hacer el artista desaparecido, tocado con su chapela. Nos ha dejado, pero esté donde esté, a él le gustaría escuchar los ecos de nuestro debate sobre su aportación al arte, facilitado por el Museo de Bellas Artes de Bilbao, que tiene a Ibarrola entre sus colecciones. Le gustaría saber que, estemos o no de acuerdo, nos entusiasma el eterno doble lenguaje de su arte: posición estética y predominio del humanismo en el fondo político.