Descubrí a Carlos Giménez (Madrid, 1941) en 1967, a la tierna edad de once años, en un tebeo titulado Delta 99, como la historieta de nuestro hombre que ocupaba la mitad de cada ejemplar. De la otra se encargaba Esteban Maroto (Madrid, 1942) con su serie de ciencia ficción 5 por Infinito, que a mí me gustaba mucho y me parecía de lo más vanguardista, lo que me convirtió en fan de Maroto hasta que lo pillé, años después, calcando dibujos del norteamericano Frank Frazetta, algo que lo descabalgó de mi podio personal del comic español. Me gustó desde un principio el trazo suelto, fresco y absolutamente moderno (significara eso lo que fuese en 1967) del señor Giménez, que había reciclado las influencias de clásicos como Milton Caniff o Frank Robbins de manera harto eficaz e innovadora, potenciando el componente caricaturesco, compatible con la seriedad de la propuesta, que caracterizaba a esos dos grandes dibujantes norteamericanos de la Edad de Oro.
Carlos Giménez era un chaval de origen humilde que se quedó huérfano a una edad muy temprana, lo que le llevó a pasar ocho años en los siniestros aparcamientos franquistas para hijos sin padres del célebre Auxilio Social, donde se complementaban la comida y el alojamiento con la manipulación mental de los pequeños huéspedes (en sus escasas salidas, el futuro artista era acogido por una familia de Paracuellos del Jarama para la que solo ha tenido buenas palabras). Evidentemente, esos años de infortunio infantil no cayeron en saco roto y le sirvieron posteriormente a nuestro hombre para fabricar la que tal vez sea su serie más exitosa dentro y fuera de España (en Francia la adoran), Paracuellos (nueve álbumes publicados entre 1976 y 2022). Sus comienzos tuvieron lugar en 1958 como ayudante de Manuel López Blanco, dibujante de la serie Las aventuras del FBI. En 1963, creó a Gringo para las Selecciones Ilustradas de Josep Toutain, y no tardó mucho en trasladarse a Barcelona, donde se integró en el llamado Grupo de la Floresta (pueblo cercano a la ciudad donde habitaba el ínclito Filstrup) junto a dibujantes como el citado Esteban Maroto, Luís García o Adolfo Usero (luego hubo un nuevo traslado, esta vez al Maresme, y la cuadrilla cambió su nombre por el de Grupo de Premià).
Delta 99 fue su primera obra más o menos personal, pero no sería la última en su vehemente carrera hacia la condición de autor con todas las letras. En 1969, con guiones de Víctor Mora, padre del Capitán Trueno, dibujó las aventuras de Dani Futuro para la revista Gaceta Junior (interrumpidas en 1970: entre el 72 y el 75 aparecieron en la revista belga Tintin). En la extrañamente lujosa revista Trinca, de breve duración, Giménez publicó dos de sus mejores historietas cortas, inspiradas respectivamente en Becquer y Poe, El miserere y El extraño caso del señor Valdemar, de las que guardo muy buen recuerdo. Y en 1976 empezó la que podemos considerar su larga etapa de gloria y reconocimiento con Paracuellos (nueves tomo entre 1976 y 2022) que todavía no sabemos si ha dicho su última palabra, ya que nuestro hombre, cuando encuentra un tema que le interesa, muerde y no suelta hasta que le saca hasta la última gota de sangre, como demuestran los cinco tomos de Los profesionales (1981 – 2003, mi favorita, un hilarante recuerdo de los buenos viejos tiempos en Casa Filstrup, vividos por el autor o rememorados para su disfrute y el nuestro por el gran Josep Maria Beà, del que nos ocuparemos a continuación), Barrio (cuatro álbumes publicados entre 1977 y 2001) o Pepe (cinco volúmenes editados entre el 2012 y el 2014 sobre la vida, milagros y excentricidades de su atrabiliario camarada en Selecciones Ilustradas Pepe González, que triunfó dibujando las aventuras de Vampirella para Estados Unidos y que siempre se distinguió por su actitud flamboyant y abiertamente gay en una época en la que eso podía traer ciertos problemas).
Carlos Giménez recibió en el año 2005 el Gran Premio del Salón del Comic de Barcelona. Se lo merecía por su obra y, sobre todo, por su entrega y seriedad en el trabajo de dibujante de comics, que cuando empezó a practicar carecía del más mínimo prestigio artístico y de la menor consideración social. Giménez empezó haciendo lo que podía y acabó haciendo lo que quiso. Puestos a encontrarle alguna pega, yo citaría su tendencia a alargar las historias más de la cuenta (con todo el respeto, creo que la vida de Pepe González iba que chutaba con un álbum o dos), pero el cariño que le ha puesto a toda su creación artística está muy por encima de una impresión mía. Su generación fue la primera en tomarse en serio su oficio y, en cierta medida, ayudó a las siguientes a hacer lo propio. Desde su triste infancia de huérfano de postguerra, nadie le ha regalado nada a Carlos Giménez y todo lo ha tenido que conseguir a base de esfuerzo y tenacidad: la historieta española tiene en él a uno de sus primeros autores con mayúsculas.