La pintora Veronika Moskaleva se escapaba de pequeña, después del colegio, al Hermitage de su San Petersburgo natal. Aunque los clásicos no la convencían al principio («a los niños», dice, «no siempre les gustan esas cosas», sí disfrutaba, por supuesto, La danza de Matisse, y sobre todo las deslumbrantes obras del antiguo Egipto y de Mesopotamia. Después, sin embargo, eligió estudiar en la Barcelona Academy of Art porque le pareció que la técnica de los maestros, aquellos a los que antaño no hacía mucho caso, era la mejor manera de reproducir, incluso de crear ella misma, el sentimiento inaprensible que le producían sus visitas al museo.
No es la única en razonar así. He tenido la suerte de visitar con ella la academia, donde hoy es profesora, y salta a la vista que comparten su elección estudiantes de arte de todo el mundo, de muy diversas procedencias geográficas y estilísticas. Vienen en busca de cosas diferentes, pero, para saber qué les ha traído a todos al mismo sitio, lo mejor es colarse, como hicimos nosotros, en el estudio del pintor Jordi Alamá, que dirige el centro.
Opinaba Egon Schiele que el arte no puede ser moderno, porque pertenece al reino de la eternidad, y sin embargo a veces da la impresión de que no puede ser otra cosa. Viendo la serie homenaje que ha dedicado Alamá al Infierno de Dante resulta imposible dejar de pensar en la abstracción, en Barceló, y hasta en las últimas fantasías animadas de la creación digital.
Cuando entrábamos al estudio, salían dos personas que resultaron ser coleccionistas americanos a la caza de una escena del submundo para su mansión. ¿Soportarán las paredes del comedor los sufrimientos del averno? Una cosa que tienen todas las épocas en común es la mayor atención que le dedican tanto artistas como público a los chicos malos del piso de abajo que a las cohortes celestiales.
Para los incrédulos, diremos que un estudio realizado hace muy poco en el Prado, con dispositivos capaces de detectar dónde se orienta la mirada, demostró que, en El jardín de las Delicias del Bosco, la tabla que representa el infierno atrae durante más tiempo y con más intensidad al observador. ¿Por qué? Probablemente, le encontramos más conexiones visuales con el mundo real, con sus padecimientos y, por alusiones, con sus momentos divertidos. También el poeta Dante, apunta Alamá, fue más gráfico describiendo la acción en las regiones inferiores. Sus ilustradores se encuentran con el trabajo hecho.
El placer de la invención
Podríamos sentirnos inclinados a pensar que cualquier artista que no haya seguido la senda de las vanguardias tiene por objetivo único la conservación del pasado. Sin embargo, como nos recuerda Taruskin en su enciclopédica Historia de la música occidental, los compositores escépticos con las vanguardias ya al comienzo mismo del cisma, como Rajmáninov o Nikolái Médtner, no eran simples nostálgicos. Aportaron sus propias innovaciones a la música. Sencillamente, no querían participar en la carrera a la oficina de patentes en que estaban entretenidos sus contemporáneos. Lo mismo vale para la pintura.
Veronika Moskaleva dice estudiar los medios tradicionales para adquirir una base sobre la que se desarrolle su lenguaje. Es la idea detrás de las escuelas de figuración clásica contemporánea: se enseñan las habilidades técnicas y después cada cual sigue su camino, que a veces se limita a lo clásico y otras puede conducir a destinos tan alejados como los orígenes de cada cual, de la abstracción al conceptualismo. Lo que les une, en definitiva, es el placer de la invención, incluso cuando algunos lo llamen disciplina (porque, efectivamente, resulta difícil entender que alguien se pase por vicio todas las horas del día con los pinceles en la mano, en perjuicio de esas otras diversiones que los demás les recuerdan a cada instante estarse perdiendo).
A pesar de todo lo que nos metemos con las redes sociales, seguir las cuentas adecuadas permite oír, casi en tiempo real, lo que piensan las grandes cabezas de nuestra era. Nos llega la correspondencia del Spinoza o la Hipatia contemporáneos, que ni siquiera nos conocen, en lo que se tarda en hacer un clic. Uno de los científicos y filósofos más estimulantes del presente, David Deutsch, proponía hace unos días en Twitter el siguiente dilema: «¿Qué es mejor afirmar al final: “las he pasado magras, pero he descubierto uno de los secretos del universo”, o “no he descubierto nada, pero me lo he pasado muy bien intentándolo”?».
La cuestión no es baladí, porque, según su escuela de pensamiento, para mejorar nuestras posibilidades de encontrar algo valioso de verdad, hay que disfrutar la búsqueda, ni que sea algún ratito siquiera. «Todo pensamiento creativo», argumenta en El comienzo del infinito, «implica hacer juicios sobre lo que funciona y lo que no». El agrado que nos hace ganar interés en un enfoque o el desagrado que nos hace perderlo «es parte del proceso y contribuye a la solución».
No creo que para el artista sea muy diferente. Por eso, es positivo que Jordi Alamá se anime a prolongar su homenaje a La divina comedia. Los bocetos para el purgatorio, del tamaño de una postal pero elocuentes en el silencio de sus paisajes casi sin figuras, ya cubren una columna entera del estudio por los cuatro costados. La pincelada es más suelta que la que le conocemos. A la pregunta de si planea mantenerla en los cuadros, me respondió que es muy posible. Quiere que toda obra nueva refleje una evolución. El cielo dantesco, si me permiten el oxímoron, también será distinto. Ni él sabe cómo todavía. Tal vez su fórmula acertará a crear por fin un paraíso que vuelva las miradas. No solo porque hoy, admitámoslo, buscarle modelos del natural es más fácil que en cualquier tiempo pasado, que nunca fue mejor. También porque parece que han hecho suya, por estos lares, la consigna de seguir la pista del placer, o al menos, de morir intentándolo.