El arte de Tintoretto, en su obra 'Retrato de un hombre con barba' / WIKIPEDIA

El arte de Tintoretto, en su obra 'Retrato de un hombre con barba' / WIKIPEDIA

Artes

Física y química, solo eso

Hay pinturas que parecen perfectas, pero hay que observarlas con la máxima de comprender, más que admirar

26 marzo, 2022 21:45

A propósito de la reedición de las Rumbas de Joan de Sagarra, que alguna vez hemos glosado aquí y que se han reeditado; y a propósito también de la despedida del autor, anteayer, de la práctica del periodismo activo, después de décadas de escritura sostenida en las cabeceras de Barcelona, con un acto público en la librería Jaimes: cita Pàmies una frase de Bernard Frank, autor predilecto del homenajeado: “Le plus souvent, l’admiration est une paresse de l’esprit, on admire pour ne pas comprendre ”. (Lo más frecuente es que la admiración sea mera pereza mental, se admira para no comprender). 

Me pregunto si esta frase se la copió Frank de Thomas Bernhard, o si fue Bernhard, que leía mucha prensa internacional, y entre ella la francesa, donde colaboraba Frank, quien la detectó en Le monde y la usó como columna vertebral de Maestros antiguos. En esta novela, ambientada en Viena, Reger, el anciano crítico de música del diario The Times, se pasa las tardes sentado en un banco del Kuntshistoriche Museum, delante de un cuadro, un retrato magistral, obra de Tintoretto.

Parece una pintura “perfecta”, pero él está allí, observándola detenidamente, para descubrir en ella la imperfección que habita en toda obra humana, incluso en las obras maestras de los grandísimos artistas. Y allí Reger le dice al narrador, una y otra vez, que la tarea de un ser humano que se respete consiste precisamente en lo que él hace: tratar de comprender, en vez de admirar. Comprender, no admirar. Y por eso va cada día al museo y observa con la máxima concentración, buscándole el defecto oculto, el Retrato de un hombre con barba de Tintoretto.

Seguir admirando

¡Comprender y no admirar! ¿De verdad cuando comprendes un objeto, o un ser humano, dejas de admirarlo totalmente? ¿Ganamos algo entonces con esa comprensión y descubrimiento del defecto y con el cese de la admiración? Respondo: lo que ganamos es una idea del mundo como un lugar más árido y menos exaltante, y se nos quitan las ganas de celebrar.

Yo, muy al contrario del señor Reger, acaricio desde hace tiempo la idea de ir cada día al Prado y sentarme un buen rato ante alguna obra de los maestros antiguos que me parezca intachable. He pensado en la sala LV, donde hay una serie de retratos rigurosos, envarados, nobles y con sugerencias funerarias, de Felipe II y algunos de sus parientes, obra de Sánchez Coello, de Pantoja de la Cruz y de Sofonisba Anguissola. Esa sala dispone, precisamente, de un banco, y creo que observaré con atención sostenida, día tras día, el doble retrato por Sánchez Coello de las niñas Isabel Clara Eugenia y Catalina Micaela, sin ser molestado por otros visitantes, porque todas las obras que alberga esta sala son perfectas pero un poco tristes y la gente pasa de largo. 

El articulista y crítico teatral Joan de Sagarra / LIBROS DE VANGUARDIA

El articulista y crítico teatral Joan de Sagarra / LIBROS DE VANGUARDIA

 

Admiraré a las dos niñas encantadoras, encorsetadas en sus oscuros pero ricos trajes, las pálidas cabecitas asomando como raras flores de la severa golilla. Admiraré y admiraré. Especialmente a Catalina Micaela, que moriría, la pobre, prematuramente, a los treinta años. Eso sí, el día en que sienta que estoy a punto de encontrar algún defecto en el doble retrato de las encantadoras infantas, en ese preciso momento me levantaré de un salto y me iré para no volver, pues quiero seguir admirándolas, por lo menos, en el recuerdo.

La frase de Severo Ochoa

En esto sigo el ejemplo de Cioran, que siendo un nihilista y un gran despreciador del mundo, esto no le impidió escribir un libro de elogios a otros escritores que le gustaban mucho, titulado precisamente Ejercicios de admiración. Admiraba a Joseph de Maistre, a Beckett (dos ensayos le dedicó, además de algunas entradas admirativas en sus Cahiers, eran amigos). Mircea Eliade estaba en Chicago, precisamente leyendo el encendido elogio que le dedicaba su amigo de juventud rumana en Ejercicios de admiración, cuando cayó fulminado por un ataque al corazón, pues no pudo soportar la evocación de aquellos años y aquellos elogios sinceros y exaltados, que literalmente le llegaron al corazón. ¿Para qué comprender? En realidad, si bien lo pensamos, ¿qué más hay que comprender? ¿Galileo, Darwin, Marx, Freud y Einstein no nos han desengañado ya bastante? No hay mucho que comprender, y me lo confirmó, por si fuera necesario, una entrevista que le hicieron a Severo Ochoa, el Nobel de medicina español, ya en sus últimos años, cuando estaba viejo y muy deprimido por la muerte de su querida esposa. Para consolarle, el periodista, que evidentemente era católico, le habló del otro mundo, donde…  Ochoa no le dejó terminar:

         --Desengáñese, joven, sólo somos física y química. Física y química y nada más.

En fin, con ganas de admirar, de admirar mucho, fui el otro día a la Jaimes, pero no pude entrar en la librería pues me intimidaba una multitud de hombres y mujeres enmascarados que allá dentro se apretaban. Hasta que no inventen la vacuna contra el Covid a mí no me verán en ningún lugar cerrado con una multitud, aunque al fondo, detrás de los admirables oficiantes del acto de celebración de las Rumbas y de la despedida de Sagarra del periodismo, se distinguieran unas grandes botellas de whisky que susurraban “ven… ven… ven… acércate”.

Un París que ya no existe

Tengo de la librería Jaimes, sobre todo de la sede anterior, en el paseo de Gracia, tantos recuerdos, remotos pero tan vivos y emocionados, que si los expusiera incurriría en el ridículo. De las Rumbas de Sagarra, que eran textos febriles, casi suicidas, con una vitalidad y tensión característicamente juveniles e imposible de sobrellevar durante mucho tiempo, recuerdo sobre todo una imagen: cuando al autor le atacaba el angst, se iba a la estación de Francia, de donde entonces partían los trenes hacia París, y se quedaba en el andén viéndolos alejarse.

'La estación Saint-Lazare', llegada de un tren, de Monet / WIKIPEDIA

'La estación Saint-Lazare', llegada de un tren, de Monet / WIKIPEDIA

 

¡Quedarse en el andén! ¡Qué tristeza! A la puerta de Jaimes, epítome de la literatura francesa, y sin atreverme a entrar, me sentí, quizá porque hacía frío y había estado lloviendo y anochecía, exactamente en el andén viendo partir el tren que se va a París, a un París que ya no existe, que es sólo una idea como otra. Desde la mojada calle veía el interior, veía cierta agitación de sombras, oí unos aplausos, y me pareció que ya con eso tenía suficiente.