Goya, la modernidad inesperada
Ningún otro pintor como el aragonés, cuya antológica acaba de clausurarse en la Fundación Beyeler de Basilea, nos obliga a repensar los espejismos de la tradición
1 febrero, 2022 00:00“Goya es el paradigma del desorden, un fanático del caos”. Así de tajante se mostraba el crítico alemán Julius Meier-Graefe en una fecha tan tardía como 1910. Si el Greco se presentaba ya como un precursor de Cézanne, Goya era aún un pintor raro, una incomprensible excepción en el tránsito a la modernidad. La observación de Meier-Graefe ilustra hasta qué punto Goya ha tardado en ser asimilado por la crítica europea. Este enero finalizó en Basilea, en la Fundación Beyeler, una muestra antológica de toda la obra del artista aragonés que ha dejado atónitos a muchos comentaristas y estudiosos de diversos países. Mientras que otros pintores están perfectamente ubicados en su tradición, Goya, en pleno siglo XXI, sigue apareciendo por delante de nuestro tiempo y superando a todos sus exégetas.
Casi setenta años después de la última antológica sobre el pintor que se hizo en Suiza en 1953, en la Kunsthalle de la misma Basilea, Martin Schwander ha cuidado la que ha sido sin duda una de las mejores exposiciones que se han podido ver en Europa en las últimas décadas, organizada gracias al ímpetu de Isabela Mora. La elección de la Fundación Beyeler es ya muy significativa. Diseñado por Renzo Piano, el museo, situado a las afueras de la ciudad, en un bellísimo enclave rodeado de colinas y prados, alberga desde 1997 la colección de los marchantes Hilda Kunz y Ernst Beyeler, formada en su totalidad por obras de finales del XIX y de todo el XX.
En principio, por tanto, uno no espera ver a un pintor como Goya en ese espacio, que parece concebido para exhibir arte contemporáneo. El contraste, sin embargo, resultó no sólo eficaz sino también muy elocuente. Arrancada de las habituales salas clásicas, la pintura de Goya adquiere en esas galerías una cercanía vibrante, más agresiva en ocasiones, más inquietante todavía. Hay incluso algunos cuadros que, gracias a ese desplazamiento, parecían haber sido expuestos por primera vez.
El universo de Goya es abrumador. Por mucho que creamos haberlo visto todo, a cada acercamiento descubrimos una dimensión nueva, como si su obra estuviera aún en marcha. Ordenada cronológicamente, la exposición, con muchas piezas procedentes de colecciones privadas que no se veían desde hacía décadas, ha servido para hacerse una idea muy completa de la evolución del pintor, pero también de la inaudita precocidad con que su mirada irreductible se fraguó.
En un cuadro tan temprano como La familia del infante don Luis (1783-1784), tanto la composición como la disposición de los personajes preludia la irrupción de la locura en algunas de las pinturas tardías. Se trata de una Conversation piece, pero hay algo siniestro en la armonía del conjunto que nunca se hubiera permitido un inglés de esa época. El personaje que a la derecha mira y sonríe al espectador está doblado por otro con aspecto cadavérico. La mujer de don Luis está siendo peinada pero parece una aparición, igual que los dos personajes femeninos del fondo izquierdo.
Un efecto similar produce un cuadro algo más tardío, El pelele (1791-1792), un cartón para tapiz en el que se ven cuatro muchachas vestidas de majas manteando un muñeco; un rito de despedida de soltería. La escena es en principio popular e inocente, pero la expresión del muñeco con los brazos caídos, como de cuerpo sin vida, contrasta de un modo brutal y escalofriante con la alegría de las jóvenes que están a punto de perder la virginidad.
El pelele / FRANCISCO DE GOYA
Otra de las revelaciones de la muestra han sido los retratos civiles, sobre todo el de Juan Antonio Meléndez Valdés (1797), procedente del Bowes Museum, con la boca entreabierta y la mirada lánguida, y el soberbio de la actriz Antonia Zárate y Aguirre (1810), de la National Gallery de Irlanda, ataviada con traje Imperio, mantilla negra y abanico, reminiscente de La dama del abanico (1635) de Velázquez. La mujer está sentada en un sofá tapizado de damasco dorado y desprende un aplomo y una serenidad inmediatos, como si por fin se hubiera podido quitar la máscara y descansar de su oficio. Ortega observó con gran perspicacia que los retratos de Goya, a diferencia de lo que ocurre en el arte italiano, nos ofrecen la figura real en el momento de su aparición, captando el tránsito de la ausencia a la presencia, de tal manera que sus personajes son “puros fantasmas lumínicos” que producen en el espectador sorpresa y sobresalto, como si acabaran de surgir.
En el arte italiano, los retratados son vaciados de su contenido para dejarnos un esquema ideal de su forma, que por ello dan la impresión de haber estado ahí siempre, quietos e inmóviles, mientras que en Goya la figura es pura revelación, algo que le permitió ahondar en la problemática humana con una libertad que hasta entonces el arte no se había permitido. Como ocurrió ya en la gran exposición de sus dibujos que en 2019 se hizo en el Prado, hay una particularidad del ojo de Goya que se hizo muy evidente en esta muestra. Se trata de su escopofilia, de su obsesión por mirar a la mujer y registrar todas sus actividades.
Dos cuadros en particular, pertenecientes a colecciones privadas, son en ese aspecto magistrales. Maja y celestina al balcón (1808-1812) y Majas al balcón (1808-1812) despliegan un juego de planos y miradas de interpretación infinita. En el segundo, las dos jóvenes, ataviadas con vestidos elegantes, aparecen en actitud de extrema atención, pendientes de una escena que no vemos, a medias confidentes e intrigantes. La expresión de la maja de la derecha, sobre todo, es de una sutilidad inagotable, como si en su rostro se reflejara lo que piensa pero que no puede decirse. Las figuras masculinas y en sombra del fondo, unidas a los barrotes del balcón, crean una atmósfera de intimidad y opresión, de emancipación y secuestro, sin que podamos en ningún caso juzgar la intención del pintor en una sola dirección.
Pasa lo mismo en el primero, en el que la maja aparece ofreciéndose, con la codiciosa celestina detrás, inocente y un punto desafiante. La pureza y la corrupción comparecen con la misma intensidad, sin que en ningún momento podamos inclinarnos por una u otra. Ahí más que nunca Goya parece un novelista, a punto de escribir. Es inevitable pensar en lo que hubiera podido hacer Henry James con la ambigüedad de esas escenas.
Los cuadros de pequeño formato, como los óleos sobre hojalata, revelan cómo la imaginación de Goya agotó sus virtualidades. Piezas como El incendio, Un naufragio o Interior de prisión o el taurino Suerte de matar, todos aún de finales del XVIII, demuestran que el capricho y la invención convivían en su hacer con la dedicación oficial y pública todavía en fecha muy temprana. Son obras en muchas ocasiones hermanas de los dibujos y los grabados, pero en ningún caso menores.
Con cada técnica, Goya explota todos sus recursos de trazo, composición y efusión lumínica. Ocurre lo mismo con la tremenda serie de los cuadros de gabinete de la colección del marqués de la Romana, que parecen transformaciones al óleo de su ojo gráfico, a la vez que en ocasiones preludian sus grandes óleos. Ataque a un campamento militar (1808-1810), por ejemplo, recuerda a Los fusilamientos del 3 de mayo (1814). El díptico formado por Bandido desnudando a una mujer (1806-1808) y Bandido asesinando a una mujer (1806-1808) cuenta una misma secuencia de violación y muerte, de sacrificio sin trascendencia. La locura, la guerra, la enfermedad, la violencia, todos son ámbitos despojados de cualquier significación religiosa o preestablecida que se exploran como nuevos fenómenos de una humanidad abandonada a su suerte, dejada de la mano de Dios.
Incluso en sus bodegones se aprecia esa desacralización. El cordero de Zurbarán palpita con una intensidad mística que ha desparecido por completo en Cabeza de cordero y costillares (1808-1812), pedazos de carnicería a punto de putrefacción. Gozar, en este sentido, de la alternancia entre óleos, dibujos, grabados y litografías ha sido una experiencia estética sin parangón. Ningún otro pintor nos obliga a pensar tanto en la modernidad como Goya. Como dijo Malraux a propósito de este, “Cuando Cristo ha dejado de ser un símbolo universal, un cadáver tirado en una cuneta tiene más significado”. Es ahí donde hay que entender la fascinación de Goya por la tauromaquia, a despecho de los embarazosos esfuerzos de algunos historiadores actuales por disimular o excusar su afición. La fiesta de los toros es un residuo trágico y pagano que se acuerda perfectamente con todo lo que Goya empezó a registrar y que contrasta con la intrascendencia de su pintura religiosa oficial.
Goya también se atrevió a explorar el mismo problema en sus autorretratos. En una de las obras más impresionantes y cenitales de la exposición, Autorretrato con el doctor Arrieta (1820), el pintor se retrató a los setenta y tres años en brazos de su médico, que está a punto de darle un brebaje. Al fondo se distinguen tres figuras en sombra, un sacerdote y dos oficiantes –es inevitable pensar también en las tres parcas–, pero a esa presencia ominosa se ha impuesto la pietà laica que conforman el médico y el enfermo, una nueva forma de salvación. A pesar de la vejez y la debilidad, con el rostro pálido y la cabeza ladeada, sin fuerza, el convaleciente se agarra a la sábana como a la vida.
Félix de Azúa suele comparar el cuadro con el Molto adagio del cuarteto 132 de Beethoven, que el compositor escribió después de haber sobrevivido a una enfermedad y que está dedicado a la divinidad como señal de agradecimiento. Ese Heiliger Dankgesang, sin embargo, Beethoven también lo compuso en un principio para su médico. Uno y otro, después de un trance de muerte, nos dejaron su testimonio plástico y musical de amor a la existencia cuando estaban a punto de irse.
No hay, hasta donde yo sé, una explicación satisfactoria al hecho de que en España, un país tan católico y aislado por la Contrarreforma, se produjera esa revolución visual tan extrema, primero en Velázquez y luego en Goya. ¿Cómo pudo ser que en el país donde más se había intentado preservar la concepción cristiana del hombre, a través de un severo control de la imagen y la palabra, surgiera esa representación tan libre, demótica y profana de nuestra condición?
La obra de Shakespeare se explica gracias a unos determinados condicionantes históricos que la hicieron posible. Pero Velázquez y Goya, en principio, lo tenían todo en contra para llegar a donde llegaron. Los dos surgieron en una tradición, tanto vernácula como italiana, que terminaron por refundar casi ex-nihilo, utilizando el molde clásico para representar algo totalmente distinto, nunca visto. ¿Se trata de la misma anomalía que permitió a Cervantes inventar la novela y burlar el control trágico del hombre para al final ofrecernos la primera visión cruda e inapelable del desencantamiento del mundo? Demasiadas preguntas.
Como colofón, la Fundación Beyeler encargó al artista francés de ascendencia española Philippe Parreno una interesante película sobre las pinturas negras, que no se pueden prestar. Parreno se encerró en el Prado, en la sala donde se exhiben las obras de la Quinta del Sordo, reconstruyó en tres dimensiones la casa y se interrogó en torno a ese último enigma que Goya nos dejó y que nadie ha sabido explicar de forma definitiva y convincente. Todos los temas recurrentes del pintor se abordan aquí, pero ya sin necesidad de ninguna significación externa. Más que nunca, la humanidad parece residual y superflua, sumergida en el espanto que ha creado, entregada a ritos y celebraciones que ya no sirven, rodeada de mitos inoperantes y en descomposición, ridícula y a la vez terrible. Y, en medio de todo esto, El perro semihundido, quizá la única pintura verdaderamente religiosa de Goya, una última visión más allá de lo humano.