Volví a Barcelona para vacunarme y me prestaron una bicicleta para ir y venir por los estupendos nuevos carriles. Es grande la diferencia con el circuito peligroso y escaso de diez años atrás, cuando sopesé la oportunidad de circular en bici y la deseché, por arriesgada. En aquella época también era común que muchos ciclistas, para no exponerse al intenso tráfico de coches por la calzada, se subieran a las aceras, sorteando a los peatones, asustándolos y a veces chocando con ellos. Esto ya no sucede, o sucede mucho menos. Los carriles bici se han multiplicado y son seguros, dentro de lo que cabe. A los automovilistas les toca ser más prudentes y cuidadosos, especialmente al tomar una curva, pero eso tampoco me parece mal y está acorde con el aire de los tiempos, tiempos de urgente conciencia ecológica, que tiende a la lentitud y a la recapacitación.
Tomé, pues, el carril bici que sigue la calle de Aragón y cruza la ciudad de punta a punta, llegué a la plaza de España, subí por la avenida de la reina María Cristina hasta Rius i Taulet, la calle por donde había ido tantas veces en moto para ver las exposiciones de Caixa Fórum; aparqué la bici, me puse en una cola a la puerta del pabellón 4, y a los cinco minutos salí del pabellón, ya vacunado. Sentí con claridad la idea esperanzadora de que, si hace un año y medio el virus nos pilló por sorpresa y no supimos reaccionar, las cosas han cambiado mucho, las autoridades le han tomado la medida a la plaga, o a su remedio. Volví por el carril de la Gran Vía, que cruza también la ciudad en dirección contraria. En bicicleta se percibe mejor lo bonita que es la ciudad.
El moderado esfuerzo físico de pedalear provoca un dolor muscular agradable. Va el ciclista cruzando la ciudad de todos los problemas, pasa ante las ventanas preocupadas, con una alegre ligereza, bañado en luz clorofílica. De vez en cuando me encontraba de cara con una visión imponente: por la acera central venía en dirección contraria, hacia mí, veloz pero claramente visible, erguida y realzada por el zócalo que representa el patinete eléctrico, una muchacha. Y luego otra, y otra, y otra más. No circulan chicos con patinete eléctrico, o yo no los detecté. Solo chicas. Todas parecían variaciones de la Victoria de Samotracia sobre la escalera del Louvre.
Sobre el silencioso patinete eléctrico tiene la figura femenina una prestancia que desde luego no la presta el grotesco “segway” de ruedas grandes. Iban las chicas del patinete concentradas, como es natural, en la conducción, ajenas a la impresión que causaban, con una cierta solemne determinación, indiferente al entorno. Esculturas móviles, se acercan rápido y se alejan de inmediato. La velocidad les confiere un aura de poder y una sugerencia de libertad. En buena parte del mundo es inconcebible este nuevo espectáculo urbano de las chicas del patinete eléctrico.