Miquel Barceló y la lucha contra el mal
El pintor mallorquín se adelanta a las sensaciones que caracterizan esta nueva era marcada por la pandemia con sus acuarelas para ‘La Metamorfosis’ de Kafka
9 diciembre, 2020 00:10En las librerías emblemáticas de París, algunos clientes se quejan estos días al ver las páginas emborronadas de los ejemplares de La Métamorphose, la edición de Gallimard de la novela La Metamorfosis de Kafka, acompañada por acuarelas de Miquel Barceló. El pintor desparramó a propósito manchas y tachones de colores por las páginas escritas para dar sensación de que la pintura no está seca. Sin embargo, algunos establecimientos han devuelto los ejemplares a Gallimard argumentado que sus clientes consideran que el libro es defectuoso. El equívoco muestra el pulso urbano de la capital de Francia, alejado de la cultura, en pleno apogeo de la civilización populista, que reza a menudo en Pont aux Change por la suerte de Notre Dame, después de su pavoroso incendio y, al mismo tiempo, se manifiesta con radicalidad inesperada los fines de semana contra la Ley de Seguridad de Macron. El declive de la sensibilidad y la violencia de las calles son manifestaciones de un mismo fenómeno: la desinstitucionalización.
Vivimos un tiempo propenso a los malentendidos. Las devoluciones de esta última edición de la magna obra de Kafka podrían incluso resultar previsibles, pero nunca en altares de las letras como en la librería Shakespeare & Company, en la Rue de l’Odeon o en decenas de librerías por cuya supervivencia la alcaldesa, Anne Hidalgo, ha pedido un boicot contra Amazon. La consigna de Hidalgo, Rallumez les feux (“volved a encender las luces”) tiene poco recorrido, porque, queramos o no, el nihilismo de la red como central de compras acabará imponiéndose, especialmente en este tiempo de soledades. De momento, la edición española de la obra, titulada La Transformación, está ya en librerías (Galaxia Gutenberg) y mantiene las acuarelas del gran pintor de Felanix (Mallorca), refugiado en su taller frente a la bella ensenada de Alcudia.
La letra es un barco sin timón, “impulsado por un viento que nace de las heladas regiones de la muerte”, en palabras de Graco, el protagonista de un cuento breve del escritor checo (Der Jäger Gracchus). Kafka murió prematuramente, recién cumplidos los 41 años y se libró del horror de los campos de exterminio nazi en los que perdieron la vida sus tres hermanas y su amante, Milena Jesenkà. Su prosa sumerge al lector en una situación de peligro inminente; “él es el eterno arquetipo de la soledad judía”, escribe Harold Bloom, sabiendo que enjuicia la fabulación de alguien que levantó metáforas flotando sobre un espacio-tiempo indefinido y sin contacto alguno con la fe.
Mientras Nietzsche se convertía en un profeta, Franz Kafka se mudaba al desván del pensamiento inútil para despojarse de cualquier forma de solemnidad. “Fue un soldado en las desoladas fronteras del espíritu; luchaba contra los embates de la melancolía, las tentaciones de la nada, la angustia de lo posible y lo impensable”, escribe el crítico y autor italiano, Pietro Citati, en Kafka, una biografía sentimental. Cuando Kafka leyó por primera vez en voz alta ante su círculo de amigos el comienzo de La Metamorfosis, nadie pudo contener la risa, incluido él mismo, que a carcajada limpia no pudo ni terminar la lectura.
Acuarela de Miquel Barceló para la edición de La Transformación / GALAXIA GUTENBERG
El escritor y sus jóvenes amigos expresaban la hilaridad del desheredado espiritual; una imagen devuelta por el texto original y transmitida por las acuarelas de Barceló, tratando de reflejar en algunas de ellas “el mar de hielo que llevamos dentro”. El pintor ha sabido reflejar este desamparo que lo inunda todo en el momento en que el empleado, Gregor Samsa, es consciente de que se ha convertido en un insecto repugnante durante el sueño nocturno. Le acucian las obligaciones diarias, como recoger la leche del portal, preparar tostadas para desayunar o recoger el periódico de su padre; pero no se mueve de la cama; permanece tumbado, con la espalda curva pegada al colchón y decenas de pequeñas extremidades saliendo boca arriba de su pecho y vientre.
El desconsuelo contenido, casi irónico, del hombre-insecto es el mismo desamparo que sufre K, el agrimensor en El Castillo, que no puede ni acercarse a la fortaleza que lo domina, o el funcionario Joseph K. de El Proceso, dos de las obras sobresalientes de Kafka; hay juego sin temor, transformación gélida sin sobresaltos. Con un libro de Kafka en las manos, el lector se vuelve ensimismado. Su escritura es hipnótica; cuando ha empezado, uno no puede dejar de leer y, desde la primera frase, se siente deudor de quien ha creado el entorno inmaterial que le empuja hacia una especie de eternidad liviana y trágica, al mismo tiempo. En sus novelas no sucede nada explicable; su escenario siempre desnudo es el centro de la acción, un lugar del desamparo que no está sometido a las inclemencias del tiempo ni a las comodidades de un refugio.
Acuarela de Miquel Barceló para la edición de La Transformación / GALAXIA GUTENBERG
Walter Benjamín, el crítico canónico de Kafka, esencializó al narrador desde la fibra mundana del cronista y se reservó lo mejor para el marco referencial de la Escuela de Frankfurt; allí debía ser examinado a fondo por los auténticos maestros del pensamiento crítico; algo que nunca ocurrió. Benjamin desarrolló el enigma de Kafka con la misma facilidad con la que escribió, en El libro de los pasajes, la eclosión de la multitud y del consumo en la ciudad moderna. Pero no lo contó todo; no tuvo tiempo de abarcarlo; el diálogo entre autor y crítico, a través de la obra del primero, fue interrumpido Port Bou.
Kafka heredó el alemán de Goethe, pero evitó la tentación edípica del discípulo ante el maestro, demostrada por Eckerman (biógrafo del sabio de Weimar) y denostada sin piedad tres siglos después por otro producto de la luz germánica, como el austríaco Thomas Bernhard (Goethe se muere; Alianza Editorial). Barceló lee la historia de Gregor Samsa, el protagonista de Kafka, a partir de la idea de que no es él quien se transforma, sino la sociedad que le rodea. Así lo expresa el pintor: “Siempre hemos pensado que es Samsa el que se transforma en cucaracha, pero no es así, es el resto del mundo el que se transforma en algo monstruoso. Yo veía La Metamorfosis como la perturbación sexual de un adolescente que se encuentra a sí mismo monstruoso, pero con los años empecé a encontrar en el libro la asfixia de la Europa de preguerra, con el antisemitismo subiendo como el mal antiguo parecido a los virus que hoy nos acechan”.
Las acuarelas definidas y las manchas desparramas por encima de las palabras que componen el texto de la obra nos dicen que no hay espacios diferenciados entre escritor y pintor, pero nos informan también de que el artista plástico precisa un marco de referencia muy íntimo para trabajar. La transformación del mundo que opera Kafka acabará fusionándose con la transformación del pintor solo si somos capaces de entender que Barceló remite al acto genérico de pintar. La literatura, como metáfora del mundo, requiere la existencia del espacio externo del que se nutre su creación; en cambio la pintura, como alegoría del mismo mundo, encuentra el rastro que persigue en sus materiales internos.
Las acuarelas de Barceló, que ya acompañaron en su día a La Comedia de Dante y al Fausto de Goethe (ambas editadas también por Galaxia Gutenberg), expresan lo que se ve. Para compaginarlo, el pintor repliega el material en su altar sagrado: el taller. Dante no dudó a la hora de enviar a Ulises al Infierno de La Comedia porque el astuto navegante exalta la aventura heroica y se olvida de la moral; en el Fausto, Goethe preconiza la interminable colección de rupturas que siguieron a la Ilustración y anuncia la llegada de un mundo oscuro, dominado por las guerras religiosas de una nueva Era Teocrática, tal como lo adelantó Giambattista Vico.
Acuarela de Miquel Barceló para la edición de La Transformación / GALAXIA GUTENBERG
En ambos casos, las acuarelas de Barceló retribuyen sobradamente la intención de los autores. En el siglo XXI, la autocrítica y el monólogo interior –del autor, no del personaje– van por delante de la obra y actúan como justificantes ante la suerte del producto final. Sin embargo, el resultado es lo único que cuenta, como nunca antes había ocurrido. Los tiempos cambian; estamos muy lejos de 1931, el año en que Ambroise Vollard le encargó a Picasso las ilustraciones sobre una cuidada edición de La obra maestra desconocida, una de las novelas filosóficas de Balzac, incluida en el gran fresco de La comedia humana.
Resulta fácil de entender el interés de Picasso por el libro si destacamos que Frenhofer, el protagonista de la obra de Balzac, es un pintor obsesionado en la perfección. Picasso no llegó por casualidad a la contribución balzaquiana; antes de ponerse a pintar los grabados, comprendió perfectamente la ambición del escritor y sus precisiones sobre la pintura en un momento en que se establecían puentes entre el arte sagrado del Renacimiento y la perfección de la forma que se abría paso a través de las vanguardias. Otros artistas contemporáneos, como Giacometti o Cézanne, se explayaron sobre la perfección de Frenhofer. Cuando Picasso se puso manos a la obra sobre el encargo de Vollard había mantenido cientos de charlas sobre la obra de Balzac, con amigos, artistas y familiares en su taller parisino de la Rue des Grands Agustins.
El pintor Miquel Barceló / M.G.
En aquellos momentos, ya no había duda de que la muerte de Dios iba a transformar la concepción de lo bello en manos de los seres humanos; los senderos de la plástica habían sido transitados a lo largo de siglos desde la descomposición del color en las escuelas venecianas (de Tiziano a Tintoretto) a la hegemonía del dibujo (de Durero a Rembrant) y así hasta consumarse el fin de la llamada lotta col divino (la lucha con lo divino) inaugurada por Miguel Ángel y el éxito de su reverso: la lucha con la naturaleza. “El tránsito entre el perfeccionismo del arte cristiano y la insaciabilidad romántica”, según la visión de Rafael Argullol (Maldita perfección; Acantilado).
El artista es un cazador de imágenes bellas; “pero la belleza es algo severo que no se deja atrapar fácilmente”, según la revelación de Frenhofer, a la que habría respondido el mismo teatro de Brecht: “contemplamos confusos el telón y dejamos en el aire todas las preguntas” (La buena persona de Zesuan). Y de este encuentro en la obra y de su anhelo de mejora permanente arranca el mérito de Barceló al captar las figuras de La Metamorfosis, seres sin carisma ni dotes relevantes atrapados en una atmósfera inquietante, que acaba por inundarlo todo.
Barceló dice: “Yo no he ilustrado la obra, la he reimplantado” en la pintura”. El pintor mallorquín, que instaló su inmejorable retablo en la Catedral de Palma, recorre el camino de Jan Vermeer en El taller o la alegoría de la pintura; de Cezanne en el Autorretrato con paleta y naturalmente de Las Meninas de Velázquez. Así y sin palabras, Barceló reclama su papel como heredero de la búsqueda de la perfección en el arte, que en el caso de La Metamorfosis viene precedida de la fusión entre el texto y la creación pictórica.
En Kafka nunca hay causalidad ni argumento; su obra destila un estado del alma, ya que, al fin y al cabo, se trata de una narrativa sin protagonistas, hecha de preguntas sin respuesta, de escarceos sin premio. Él representó el auténtico fin de la trascendencia; anunció la era de los espantos, de las guerras, los bloques y sus fracturas terroristas; y también de las pandemias, la nueva versión de la peste que arrasó Europa, especialmente al otro lado del Elba, el río que separa la actual Visegrado de la democracia liberal de la UE. Kafka murió de tisis y alertó de la llegada del “mal antiguo”, más propio del alma que del cuerpo; la carga vírica que solo será detenida por la medicina genetista o por un encuentro espectral con la epifanía de los dioses.