Miserias del urbanismo táctico
El urbanismo es tan antiguo como lo es la existencia de las ciudades. Ordenar y planificar los entornos urbanos, así como el territorio es un termómetro de civilidad y de progreso. En Europa, frente las caóticas aglomeraciones urbanas que se constituyeron en la época medieval --agregados insalubres sin planificación y noción de espacio público--, la expansión urbana y las nuevas necesidades del mundo industrial llevaron a un creciente ordenamiento de las ciudades. Había más gente, más necesidades, mayor diversidad de usos, así como imponderables de salud y de seguridad a tener en cuenta. Con el triunfo del capitalismo y del orden burgués era necesario, además, que las ciudades, como las edificaciones, establecieran y expresaran de manera nítida la jerarquía de clases sociales. Las ciudades se estructuraban en barriadas cada una de ellas representativa de una pertenencia. Progresar era moverse en el espacio urbano. El ascensor social te podía facilitar cambiar de entorno: más limpieza, mejores servicios, espacios públicos más amplios, mayor seguridad y diferente red de relaciones. La especulación urbanística acompañaba todo ello, siendo la gran vía de enriquecimiento contemporáneo, mientras el planeamiento urbanístico, mitad arte y mitad técnica, intentaba establecer unas reglas del juego con normativas y disciplina, proyectando escenarios de futuro. Si algo en los dos últimos siglos contiene abundantes dosis de ideología implícita, esta es la teoría y práctica del urbanismo. Detrás de una ciudad y su planeamiento hay un modelo de sociedad. Se pueden legitimar predominios y grandes negocios o bien reequilibrios y priorizar lo público y colectivo.
En las últimas décadas del siglo pasado como en el comienzo de este, se ha hecho en general un buen urbanismo en España. En todo caso, muy superior al desorden y la falta de planeamiento anterior. Fue la época del predominio progresista en los ayuntamientos catalanes como hegemónico en el gremio de los arquitectos y urbanistas. Había muchos carencias y chapuzas a resolver que nos había dejado la herencia del franquismo. Así, gran parte de las ciudades españolas han sido ordenadas, han incorporado servicios, han ganado calidad urbana y han tenido un desarrollo coherente. Uno de los mejores referentes de todo ello ha sido la ciudad de Barcelona, convertida en los ojos del mundo en ejemplo de la ciudad mediterránea monumental, compacta, con coexistencia de usos y capital del buen diseño. Pero justamente aquí se pone en evidencia el estancamiento, cuando no clara declinación, de los planteamientos urbanísticos que habían estado vigentes. Es ahora una ciudad en quiebra por la saturación turística, la especulación pura y dura con la vivienda, la degradación del espacio público, el declive económico y el predominio de ejercer de parque temático. Pero, sobre todo, víctima de una insoportable falta de ideas tanto políticas como técnicas. Es en este contexto de falta de proyecto es donde se ha impuesto tanto en Barcelona como en buena parte de las ciudades del país eso que se llama el urbanismo táctico.
Este urbanismo de mirada corta hace honor a los tiempos líquidos en los que vivimos, con impulsos que tienen que ver con la inmediatez, pero sin ningún planteamiento sólido y con una cierta profundidad. Actuaciones frívolas, sobreactuadas, que intentan empatizar con públicos y demandas específicas, pero parciales y carentes de una visión de conjunto de ciudad. El espacio vial y el entorno público se está convirtiendo en un paisaje insufrible, pintando de mil y unos colores el asfalto y las aceras, la significación de lo cual resulta desconocida en la mayoría de la gente, como también con profusión de separadores, bloques de hormigón creando laberintos intransitables, carriles bici que no llevan a ninguna parte, mucha señalética a menudo confusa cuando no contradictoria… Que el tráfico rodado debe reducirse a las ciudades es un tema en el que todos estamos de acuerdo por razones medioambientales y de bienestar, pero sencillamente tomar medidas que lo complican no hacen sino colapsar y añadir estrés tanto los ciudadanos de a pie como a los conductores. En las ciudades medianas, dificultar el tráfico rodado a menudo lo que conlleva es criminalizar a aquellos de fuera que querrían y deberían entrar a la población. Todo lleva a que la gente se quede en los polígonos perimetrales --cada vez más importantes-- y que la vida interna, especialmente la comercial, vaya deprimiéndose. Hay una auténtica plaga de populismo urbanístico, tal vez cargado de buenas intenciones, pero que crea muchos más problemas de los que resuelve. En urbanismo, menos, es más. El espacio nítido y la simplicidad son valores muy superiores al barroquismo y un exceso de intervencionismo que no añade ningún valor. Cuando no se tienen ideas claras y sólidas, lo que se suele hacer es actuar de manera exagerada. Así, se convierte un espacio público que debería ser atractivo y amable en un auténtico galimatías. Tiempos de confusión.
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