Vuelven a circular los coches y la gente. Con mascarilla, así es la nueva normalidad, y sentimos pena por la desaparición de una figura característica de la época más dura del Covid: el fotógrafo de las calles vacías, o sea ese profesional de la fotografía que, cuando el confinamiento, consiguió un salvoconducto para salir de casa y circular libremente por la ciudad muerta, so pretexto de que las imágenes que tomaría documentarían un momento excepcional de nuestra vida y cumplirían un servicio público de información, por no mencionar la posibilidad de conseguir estampas de un valor estético singular, como cuando Josef Sudek (1896-1976) recorría los barrios despoblados de Praga con su enorme cámara y su saco embreado que le servía de laboratorio portátil (para cambiar la placa) y conseguía las formidables imágenes de su bella serie Praga panorámica.
Sudek era un artista del tiempo de la fotografía en blanco y negro, pero ¿por qué no iba a conseguir ahora nuestro fotógrafo de las calles vacías una Barcelona panorámica, un Madrid panorámico, casi tan sugestivo, misterioso, poético, bello como la Praga de los años cincuenta que Sudek creó con una sola mano?
Andaba el fotógrafo de las calles vacías por el medio de la vacía calzada, vestido con su chaleco de mil bolsillos y cargando su parafernalia de lentes y trípodes, acompañado de un ayudante que cargaba con una escalera. La abrían en cualquier rincón prometedor, el fotógrafo se encaramaba…
Le animaba una alegría excitada, no solo por el placer de salir de casa (placer redoblado por la conciencia de que era un privilegio del que muy pocos disfrutaban), sino porque los fotógrafos profesionales por definición siempre están buscando un tema nuevo, un paisaje espectacular no hollado por la competencia, y son capaces de recorrer el planeta en su busca. Ahora se les ofrecía en su misma ciudad, a la puerta de casa: y el tema era la misma ciudad convertida en una especie de Chernobyl.
Y no solo eso, sino que ahora volvían a gozar de la exclusividad del derecho a tomar imágenes que a los de su gremio les ha robado la tecnología: ahora que los instagrammers estaban forzados a quedarse en casa, y los turistas con sus teléfonos y cámaras se habían ido corriendo a sus países de origen, el fotógrafo profesional era de nuevo la única voz autorizada del mundo de la imagen. En circunstancias excepcionales, aficionados abstenerse. ¡Paso al que sabe! Él volvía a ser el único autorizado a sacar fotos.
Durante aquellos días, con la única compañía de los policías y los conductores de ambulancia, el fotógrafo de las calles vacías fue dueño y señor del desertado espacio público. Yo lo ví (desde mi nube), lo observé con ternura. Había en sus prudentes andares por el medio de la calzada una mezcla de excitación fáustica de la transgresión, sobrecogimiento e incredulidad.
De vez en cuando se detenía en medio del vacío, del silencio, y, puesto en jarras, alzaba la cabeza y miraba alrededor buscando inspiración, un ángulo especial, lo nunca visto. Pero pronto se daba cuenta de que el paisaje de la arquitectura urbana, las paredes y portales, ya han sido fotografiados un millón de veces. Sin gente todo eso parece simplemente un poco más insignificante.
Se rascaba la cabeza:
--¿Y ahora qué hago?
No había alrededor de él y su ayudante más que aire, un aire de una calidad especial pero imposible de fotografiar.
Estupor y una especie de fastidio cuando aparece por la esquina un colega: otro fotógrafo de las calles vacías, también con su chaleco, su impedimenta y su becario. Ni siquiera en tiempos de pandemia se puede ser original.
Fotografiabas nada. Nada. Nada.
Aunque más ternura me suscita el Periodista de las Calles Vacías: también él, como el fotógrafo, bajaba a las Ramblas, se internaba por las callejuelas del Raval o las calles del Ensanche y luego tenía que escribir: “No se ve un alma… el silencio encoge el ánimo…” O sea, que las calles estaban vacías. Se dice en una línea y hay que llenar dos folios.
Pero tú, tú, ¿qué esperabas descubrir, fotógrafo de las calles vacías? ¿Acaso una enigmática dignidad en el silencio de la ciudad casualmente liberada por el virus de la costra del comercio y el tumulto rutinario de la vida? ¿Paisajes metafísicos que no hubieran sabido pintar ni Magritte ni Carrá? ¿Una manifestación más diáfana que nunca de la gracia estética, del talento constructivo de nuestros arquitectos y artesanos, como muda requisitoria contra el destino que nos impuso el silencio de Dios y el frío del cosmos?
¿Buscabas que del cemento brotase una palabra?
¿Esperabas ver a los gorilas furiosos que se peleaban por un cubo de basura en una plaza de Singapur?
¿O, por lo menos, ver pasar a lo lejos, en la ciudad solitaria, la silueta elegante del “uomo in frac” de Domenico Modugno, con su sombrero de copa?