El arte contemporáneo está marcado por lo infinitesimal y lo sideral. La tradición septentrional de Edvard Munch o de Antoni Tàpies define las pasiones del pintor madrileño Benjamín Palencia y del galerista barcelonés Ignacio Lassaleta, y también del continuador tras la huella del primero, el actualísimo pintor Antonio Ballester Moreno. En la lenta intersección de este trío ha ido germinando una plétora remarcable de artistas contemporáneos, con obras de grandes escultores, como Xavier Corberó y Jaume Plensa, pintores geniales, como Dalí o Tàpies, artistas interdisciplinarios de gran talento, como el arquitecto Oscar Tusquets o el diseñador Javier Mariscal, y especialmente los seguidores de la Escuela de Vallecas, que resumen las aportaciones de Alberto Sánchez y del propio Palencia, entre otros.
En verano de 1939, el presidente Manuel Azaña, refugiado en Calonges (Sur de Francia), le escribió al restaurador de El Prado que, de camino de la Sociedad de Naciones de Ginebra, un cuadro de Goya se había estropeado un poco al darse un golpe con un balcón caído, a causa de un bombardeo. Azaña, el intelectual atrapado por la política, escribió a Juan Negrín para recordarle que tuviera cuidado porque “El Prado y su contenido son más importantes para España que la República”. En este ideario, basado en la preponderancia de la cultura la política del país bicéfalo, se instalaron dos artistas outsiders, como Alberto Sánchez y Palencia; entonces no lo sabían, pero con el tiempo ambos acabarían festoneando con sus telas las paredes del gran museo nacional.
Con la luna es cuando hay colores
Ambos habían hallado su inspiración en el escenario de piedras, palos, ramas caídas y remontes desconchados, que rodeaban el Madrid austero de su juventud. Su versión de la naturaleza quieta construyó un movimiento telúrico; se centraron en los horizontes castellanos enjutos y ajados, que la generación del 98 había entendido como místicos y terribles, y que ellos despojarían de drama. En sus mejores logros, las técnicas de la vanguardia más exigente buscaban reflejar los campos sin confines del paisaje mesetario, lo que hoy llamamos la España vaciada.
Muchas décadas después, en su libro titulado Sobre la Escuela de Vallecas, Alberto Sánchez mencionó por primera vez su pertenencia a una tribu contraria a la reverencia y al fasto; reveló una conversación sobre los matices del símbolo con Miguel de Unamuno para poner de manifiesto el punto de partida de su ruptura generacional: “Sí, don Miguel, se puede pintar la noche y llenar una tela con sus colores”. A lo que el filósofo contestó: “Bueno, hombre, pues en la noche con la luna no hay colores”. Y Sánchez remarcó: “Se equivoca usted, don Miguel. Precisamente con la luna es cuando hay colores, solo que el hombre no ha dado con ellos todavía”. Fue como una declaración de principios de los nuevos. Una especie de escalofrío dadaísta en pequeño, pero tan persistente como el efecto dejado por la presentación escandalosa de los fauvistas en París, en 1905.
Tardes de chocolate
Pronto los círculos artísticos de la capital se llenaron de conversaciones sobre los colores de la noche. A cada golpe de tintero de Julio Camba, instalado vitaliciamente en El Palace a cargo del financiero Juan March, o de José Bergamín, entre exilio y exilio, los pinceles de los nuevos pintores coloreaban la noche. Así trataron de hacerlo creadores como Victorio Macho, Quintín de Torre, Capud, Adsuara, o Barral; y también Juan de Echevarría, Zubiaurre, Cristóbal Ruiz, Arteta o Berdejo. La batalla entre la petulante crítica de su tiempo y los pintores aventuristas se fue convirtiendo en una fiesta de tardes de chocolate con porras, antecedente del cocktail, obligado en los vernissages más recientes de Paco Umbral.
Todo terminó, cuando las piruetas literarias de publicaciones con crítica de arte, como La Gaceta Literaria o Cruz y ralla, se convirtieron en pólvora y metralla. Y todo regresó lentamente, cuando las crónicas aparecidas en publicaciones del exilio, como España peregrina, fueron saltando a los primeros encartes culturales de diarios, como ABC o Arriba. Hablar de pintura vanguardista en la España del antiguo régimen era tan neutro y permisivo como analizar el futurismo de Maikovski en el Moscú de Stalin.
Exposición en La casa Encendida
Fue en los 50 cuando se impuso finalmente la vanguardia de Vallecas y fue en esta plataforma del surrealismo nacional donde mejor se recibió la entrada en escena del grupo El Paso. Alberto Sánchez, el artista que creó esculturas con huecos para que los pájaros pudieran posar sus nidos, se había exiliado en Moscú en 1932 y ya nunca más regresaría. Palencia, a quien (entre otras razones) su amigo y poeta Juan Ramón Jiménez (ganador de un Nobel) le convenció de que no era necesario dejar su país para engendrar algo nuevo. Pero ya nada volvería a ser lo mismo. La Escuela de Vallecas se había disuelto y de su experiencia nació el germen de la Escuela de Madrid, con integrantes como José Planes o Pablo Palazuelo. Esta última plataforma fue concomitante con la iniciativa del Dau al Set de Barcelona, con Joan Brossa, Antoni Tàpies, Modest Cuixart o el polígrafo Juan Eduardo Cirlot
Cuando hace apenas tres años, en 2017, Ballester Moreno presentó su exposición en La Casa Encendida, su galerista, Pedro Maisterra se unió a la galería Leandro Navarro, que comercializa la obra de Benjamín Palencia. Ambos decidieron que el primero divulgaba arte contemporáneo (Ballester Moreno) y que el segundo difundía arte moderno (Palencia). Pocos meses después, la Bienal de São Paulo presentó la exposición El tomillo y la hierba en el techo de mi habitación, con obras de Ballester Moreno y de Palencia. No con cada pintor por separado, sino con ambos en un espacio compartido, como lo dispuso el curator español de la muestra, Gabriel Pérez-Barreiro, dispuesto a liquidar aquella diferencia impostada entre lo moderno y lo contemporáneo.
Imagen microscópica
Los cuadros de Moreno se colgaron boca abajo, todo un guiño al imaginario surrealista de Alberto Sánchez y de Palencia, a quienes durante los paseos de su juventud les gustaba mirar el paisaje con la cabeza entre las piernas para poder contemplar algo nunca visto antes. En resumen, éxito descollante en el curvilíneo pabellón de 7.000 metros cuadrados diseñado por Oscar Niemeyer, en la ciudad brasileña. Lejos de España pero en un espacio Niemeyer, como le hubiese gustado sin duda a Oscar Tusquets, arquitecto, pintor y escritor, vinculado desde siempre al ausente Lassaleta, y años atrás puente entre Salvador Dalí y el galerista, cuya colección privada contiene piezas del genio de Port Lligat. En la misma ciudad de Sao Paulo han expuesto escultores como Xavier Corberó --con la obra de una vida, que va de la piedra volcánica al mármol-- o el mismo Jaume Plensa, el descomunal artista que ha diseminado su obra en plazas, calles, aeropuertos y otros escenarios urbanos de las principales ciudades del planeta.
En un intento por huir de los pasteles que dominan el abstracto, Waltraud Maczassek, una pintora con presencia en la colección del núcleo Palencia-Lassaleta, lleva al lienzo las sensaciones de lo infinito y lo microscópico, en línea con maestros, como Malevich, Miró o Kandinsky. Su obra trata de encajar lo planetario con la imagen microscópica. Waltraud pertenece a la visión expresionista que devuelve a la naturaleza lo captado, “pero lo devuelve irreconocible”, en palabras de Paul Klee, en Teoría del arte moderno, (Ed Cactus).