'Mil formas de pintar el horror' / DANIEL ROSELL

'Mil formas de pintar el horror' / DANIEL ROSELL

Artes

Mil formas de pintar el horror

A lo largo de los siglos, el arte ha sido un vehículo para expresar los daños de las epidemias, dar testimonio de los sucesos y, en último término, conjurar el dolor

18 abril, 2020 00:10

Tiene El triunfo de la muerte (1562) de Pieter Bruegel mucho de bullicioso, una música grotesca y gran agitación por dentro. Un eco de fin del mundo que se impulsa con el horror y con la cercanía de la muerte, como avisa ese ejército de esqueletos y, mucho más, esa calavera incrustada en un reloj de pared para mover sus agujas. Hay mucho de surrealismo antes de que el sismógrafo de las vanguardias históricas dejara algún registro; algo expresionista previo al expresionismo. “En el primer término está simbolizada la miseria de las grandezas humanas y lo perecedero de los mundanos placeres, un rey cae en tierra envuelto en su púrpura al mostrarle la muerte su última hora y se ve despojado de sus riquezas”, se lee sobre él en los inventarios del siglo XIX del Museo del Prado. Es el mismo lienzo que Rafael Sánchez Ferlosio solía acudía a ver de la mano de su hija Marta cuando se le pasaba el acelerón de las anfetaminas. Al autor de El Jarama esa danza de cadáveres siempre le recordó los cuerpos devastados del campo de concentración de Mauthausen, acaso la fórmula más sofisticada de apocalipsis que ha generado el mundo contemporáneo.

En cualquier caso, antes que el arte estuvo el terror. Y, antes que el terror, la muerte. Y, entre unos y otros, el ser humano. Por lo que fue necesario generar símbolos e imágenes, tener miedo y desconcierto, poner en pie las religiones, las creencias, la superchería o la ciencia misma. Toda esta secuencia creativa es el largo camino de algo extraordinario. La búsqueda de un lugar a salvo en el mundo. La exploración de lo oculto. La vocación y el ánimo de supervivencia de los hombres, su pasión, su miedo, su imposibilidad de respuesta. Desde las siluetas de manos mutiladas halladas entre las pinturas rupestres de las grutas de Gargas –en Francia, realizadas hace unos 25.000 años– hasta la instalación Suisses morts (1990) de Christian Boltanski, donde las cajas metálicas se agolpan a modo de ataúdes para hombres y mujeres fallecidos en el anonimato. “Enfermedad, locura y muerte fueron los ángeles que rondaron mi cuna”, anotó Edvard Munch, quien se pintó sentado en un sillón de mimbre, con batín y manta, en el Autorretrato después de la gripe española (1919), conservado en la Galería Nacional de Oslo.  

‘El triunfo de la muerte’ (1562) de Pieter Bruegel. MUSEO NACIONAL DEL PRADO

El triunfo de la muerte (1562) de Pieter Bruegel / MUSEO NACIONAL DEL PRADO

El arte siempre fue convocado para un aluvión de muertes. Así, una ilustración de los Anales de Guilles Muisit (1272-1353) de Abbot de Saint-Martin plasma los enterramientos masivos en la ciudad belga de Tournai a causa de la peste en 1349. En ella, varias personas llevan a la espalda ataúdes para depositarlos en fosas recién abiertas, mientras otras trabajan afanosamente en la preparación de sepulturas. A más de mil doscientos kilómetros de allí, Buonamico Buffalmacco había pintado unos años antes un fresco de tintes proféticos para el cementerio de la catedral de Pisa. En El triunfo de la muerte, el artista toscano representó a la izquierda a una comitiva de damas y caballeros que descubre, inesperadamente, tres cadáveres dentro de sus féretros. El olor debe ser insoportable; uno de los señores, incluso, se tapa la nariz. A la derecha, ángeles y demonios se disputan las almas de los fallecidos, representadas aquí en forma de niños que se escapan por la boca. No se alude a ninguna plaga, aunque tampoco hace falta. La muerte, que el pintor imagina como un ser volador, planea en el cielo segando la vida de los mortales con su guadaña.

Esas imágenes apuntalan la visión religiosa en la Edad Media, aquella que concebía la enfermedad como un castigo divino a los hombres por sus pecados o como una prueba de los cielos a la que el pueblo debía sobreponerse con fidelidad y con resignación. Pero, en ambos casos, ya sea una maldición o un desafío, se creía firmemente en la cólera de Dios, quien habría dado la espalda a su pueblo. De algún modo, es la versión terrenal de los infiernos de El Bosco, donde deformes, tullidos y seres monstruosos se abrazan y se esconden dentro de un químico fogón de tentaciones. Algo así como la fórmula a ras de suelo de la tabla derecha del Tríptico del carro de heno (1512-1515). Allí, en una representación absolutamente novedosa, el averno está en plena construcción. Los demonios se afanan en construir una torre circular transportando materiales por una elevada escalera o preparando la argamasa para seguir levantado sus muros. Atentos a su labor, están de espaldas otros diablos, que siguen trayendo a nuevos pecadores para sufrir su castigo.    

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La plaza del mercado de Nápoles durante la peste (1656) de Domenico Gargiulo / CARTUJA DE SAN MARTINO

Junto a esa visión alegórica, ejecutada con claro afán aleccionador, el arte también registró la burocracia de la muerte en masa. A los pies de la Madonna de la Misericoria (1450), Bendetto Bonfigli pintó el traslado extramuros de la ciudad de Perugia de los cadáveres de los enfermos de peste, una de las medidas sanitarias adoptadas ante la rápida transmisión de la epidemia. Avanzados los años, Domenico Gargiulo representó en el lienzo La plaza del mercado de Nápoles durante la peste de 1656 (Cartuja de San Martino) un torbellino humano, donde las escasas personas libres de la enfermedad dan sepultura a los muertos y socorren con agua a los moribundos. Las autoridades, a caballo, intentan dirigir las imposibles tareas de auxilio, mientras que se adivina a una mujer, ya fallecida, con un hijo pequeño que busca, inútilmente, algún alimento en su pecho. Por último, el cuadro anónimo La epidemia de 1679, conservado en Antequera (Málaga), da cuenta de las prácticas médicas contra la plaga, como las sangrías y la cauterización de bubones. Hay también carros repletos que llevan los cuerpos sin vida a los quemaderos situados a las afueras de la urbe.

Existen otros lienzos sobre plagas que cobijan ese eco de caos social. En su contribución a la decoración de la escalera de la Scuola Grande di San Rocco de Venecia, los pintores Antonio Zanchi y Pietro Negri rememoraron años después los estragos que la peste provocó en la ciudad italiana en 1630. Ya en la década de los sesenta de aquella centuria, los dos artistas apostaron, apoyados en crónicas y testimonios de los supervivientes, por atiborrar sus lienzos de personas y jugar con el contraste entre la belleza de los edificios –algunos reconocibles, como la basílica de Santa María della Salute– y el horror de los cadáveres apilados de forma atropellada en el exterior. Además, en el trabajo de Zanchi, las embarcaciones cargadas de cuerpos sin vida conducidas por un gondolero recuerdan el mito de Caronte y su barca en su tarea de conducir a los difuntos recientes hacia el infierno atravesando no las aguas del Adriático sino la laguna Estigia.

Peste3La peste en Roma (1869) de Jules-Élie Delaunay / MUSÉE D’ORSAY

Y, frente a esa reconstrucción de los hechos a partir de los relatos construidos, está el artista que vivió la tragedia y dejó testimonio. El más destacado, probablemente, Michel Serre, autor de tres lienzos sobre la peste que azotó Marsella durante 1720. El artista, de origen catalán, describe la confusión originada en la ciudad a raíz del contagio, tanto que es casi imposible distinguir los cadáveres de  los pocos hombres vivos afanados en agrupar a los fallecidos para su enterramiento. “Sin embargo, lo más destacable es el trasfondo de lo visual, la lectura de la vivencias directas del artista, cuya participación activa ese preciso año en la ciudad francesa –ayudando a sepultar cadáveres e invirtiendo el capital acumulado por su producción pictórica en auxiliar enfermos, mientras muchos personajes ilustres y autóctonos de la zona huían del contagio–, impregna toda la obra. Sus creaciones sobre la infección de Marsella deben tomarse como un testimonio directo del desastre”, señala la profesora Milagros León Vegas en el estudio Arte y peste: del medievo al Ochocientos, de la mitología a la realidad local (2009).

En las inmediaciones del horror también dejaron huella los pintores neoclásicos, especialmente los franceses que exploran la vía de la crónica (Napoleón visitando a los apestados de Jaffa el 11 de marzo de  1799, ejecutado por Antonie-Jean Gros en 1804) y el ruego religioso (La dedicación de monseñor Belzunce, obispo de Marsella, durante la peste de 1720 de Nicolas-André Monsiau) pero destacó, sobre todo, la vuelta a los temas clásicos en torno al azote vírico. Así, Charles François Jalabeat recreó en 1849 La peste de Tebas a partir de la tragedia de Sófocles Edipo Rey y Jules-Élie Delaunay plasmó, a raíz de contemplar en la iglesia romana de San Pietro in Vicoli un fresco de 1476 sobre una epidemia, La peste en Roma (1869). Para representar los estragos de la plaga, el artista tomó como fuente de inspiración un fragmento de la Leyenda dorada del beato dominico Jacopo da Varazze sobre San Sebastián, donde un ángel de aspecto tenebroso sabía cuántos fallecidos había en una casa por los golpes que daba a la puerta.

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Grabado inspirado el lienzo La plaga de Elliant (1849) de Louis Duveau.

De tono mítico es La plaga de Elliant (1849), de Louis Duveau, quien recogió la escena para su obra de una balada medieval sobre los destrozos que causó la peste negra en la citada localidad francesa, próxima a su lugar de nacimiento. En este óleo, que se conserva en el Museo de Bellas Artes de Quimper (Francia) junto a una serie de litografías con el mismo motivo, una mujer con la ropa hecha jirones arrastra un carro con los cuerpos de sus nueve hijos fallecidos, seguramente para llevarlos al cementerio o a la hoguera. Junto a ella, un hombre, muy probablemente su marido, camina roto por el dolor, atrapado por la locura, silbando. Ejemplifica, a su modo, lo que puede hacer el arte en los tiempos de una pandemia. Acompañar. Dar consuelo. Conjurar el dolor. O contarlo de mil formas.