El día de 1973 en que falleció Pablo Picasso, su viuda, Jacqueline, entró en barrena: arrojó por la ventana una corona de flores mandada por Salvador Dalí, impidió la entrada a uno de los hijos de Picasso y tampoco dejó pasar al amigo del pintor, Josep Palau i Fabre. Este último acabó haciéndose una foto junto al muro en la finca del pintor, el Mas de Notre Dame de Vie, en la localidad de Mougins, enclave de la Costa Azul francesa. Ahora, esta foto del poeta y ensayista está colgada en una de las paredes de su Fundación homónima, situada en Caldes d'Estrach (Caldetes). Fue su última instantánea cerca del pintor con el que mantuvo una amistad íntima durante un cuarto de siglo.
Aquel magro recuerdo final contrasta con el hecho de que el mejor memorándum del padre del cubismo lo ha escrito Palau i Fabre, (publicó 20 libros sobre Picasso) con una intensidad analítica y emotiva superior incluso al trabajo de sir Roland Penrose, autor de Picasso, su vida y su obra (Argos Vergara), un texto considerado canónico. Sin desmerecer a nadie, la contribución de Palau, plagada de micro momentos, también va más lejos que la obra monumental del centenario del pintor, Picasso 1901-1981 (Taurus), firmada por Antonio Bonet, Rosa María Subirana, Pierre Daix y Francisco Calvo Serraller.
La Fundación Palau, situada en la Riera de Caldetes, se inauguró en 2003, con el fin de exhibir y difundir el fondo artístico y documental de Josep Palau i Fabre. En su exposición permanente se encuentran las obras de su padre, Palau Oller, artista polifacético formado en la Academia de Torres Canosa y Joan Baixes; y también de autores de su entorno, como Rebull, Nonell, Nogués o Torres García. En la sede de la fundación, duerme la documentación inédita de Picasso con anotaciones manuscritas, como la que certificó el primer cuadro que pintó cuando era un niño, una marina del puerto de Málaga en la que escribió: “Eso lo pinté yo”.
Segundo centro picassiano
O justo lo contrario: una nota junto a una obra que publicó Gazeta Ilustrada en 1970 con las donaciones del pintor al museo Picasso de Barcelona, en la que se reproducía una obra que el pintor aseguró que no era suya. Con esta breve reseña: “Este retrato no está hecho por mí, sino por mi condiscípulo Rius, en la escuela de la Lonja”.
La Fundación Palau i Fabre integra, además, un importante fondo documental y bibliográfico sobre Picasso y el arte y la literatura catalanas del siglo XX, en cualquiera de las diferentes variantes de la creación artística, en el terreno plástico, teatral o poético. Este número de obras convierten a la Fundación Palau en el segundo centro picassiano de Cataluña, después del Museo Picasso de Barcelona.
En la sala de la fundación, Estimat Picasso, se presentan las diversas técnicas creativas del pintor y se puede calibrar el incansable trabajo de Palau i Fabre sobre la vida del genio, imprescindibles para calibrar la trayectoria de Picasso, que acreditan la larga y profunda amistad entre ambos.
El Maresme modernista
En Caldetes, a pocos metros del Paseo de los Ingleses, que juega a parangonar sin éxito el de Niza, flota en el aire la sombra de las vanguardias; y de sus admirados compradores, los empresarios de éxito en el medio siglo pasado, especialmente químicos y siderúrgicos, como los Uriach, Ferrer Salat, Gallardo, o Rubiralta, entre otros, pertenecientes a la new age de la burguesía industrial catalana sustituta de los algodoneros menguantes, como los Güell, Sedó o Muntadas, que fueron extinguiendo sus colonias textiles.
Cuando la industria vaporista de tierra adentro era historia, los nuevos mecenas señorearon discretamente El Maresme, muy vinculado culturalmente al despliegue modernista en la misma zona, con piezas arquitectónicas de Puig i Cadafalch (la casa Coll i Regàs), la Nau Gaudí, primera obra del genial arquitecto, o la Casa Museu de Domènech i Montaner, integrada en la masía Can Rocosa, convertida en taller-estudio.
El levante norte de Barcelona es abundoso en dones artísticos, pero su memoria ofrece también la vertiente espinosa de la carta de las indias catalanas, que integra los puertos de Caldetes, Arenys o Sant Pol. Estas últimas localidades fueron puntos de atraque de vapores con la sentinas llenas de esclavos africanos provenientes del archipiélago de Cabo Verde, con destino a la Isla de Cuba, por encargo de indianos, como Arrufat, Julià, Partagas o Xifré, tal como documenta el arsenal de datos ofrecido por dos historiadores económicos contrastados, como Jordi Maluquer de Motes o Josep Maria Fradera.
Una calle de Barcelona
Palau reivindicó la intensa relación entre Picasso y Cataluña, todavía bastante ignorada. Localizó los lugares vinculados con la biografía picassiana, desde su Málaga natal hasta París, pasando por Barcelona, Madrid, Horta de Sant Joan o Gósol. El escritor y dramaturgo barcelonés viajó a estos lugares y localizó las viviendas y los estudios donde Picasso trabajó. En la exposición permanente de Caldetes se muestra el primer estudio que Picasso tuvo en Barcelona, en el número 4 de la calle de la Plata, donde pintó los famosos terrados de Barcelona, el estudio de Bateau-Lavoir de París, donde nació el cubismo y donde Picasso pintó, entre otras, Las señoritas de Avignon.
Con Las señoritas, Picasso, después de meses de investigación y bocetos preparatorios, supo que aquel trabajo era su respuesta a la felicidad vital que Henri Matisse planteó en Le Bonheur de vivre. Los bocetos del malagueño muestran que inicialmente representaba a un marinero en un burdel, junto a un estudiante de medicina en la misma habitación donde estaban un joven Mallarmé y cinco mujeres.
¿Por qué Avignon? Porque en la realización de su trabajo, el pintor pensó en la calle Avignon de Barcelona, donde compraba papel y pinturas. Casi todo es anecdótico menos el concepto y su soporte, el dato factual; esta es la materia que llegó a dominar Palu i Fabre y que es visible en su colección.
La ruptura "pasa por mí"
Las señoritas y le Le Bonheur expresaron, en el París de principios del siglo pasado, el choque entre el figurativo (Matisse) y el abstracto (Picasso). La gran batalla estética de las vanguardias había sido perpetrada por Gertud Stein, la escritora norteamericana amiga del pintor malagueño. Los presentó a ambos en su domicilio para provocar la ironía del francés y el malhumor rocoso del español.
Picasso verbalizó entonces que Matisse era una cumbre del arte, pero del arte clásico. Una lengua más moderna, sí, pero para expresar la tradición. En su análisis se encontró con la afirmación de Kandinsky, que no vio en Matisse uno de los grandes maestros de la pintura contemporánea, un genio del color, “sino un impresionista visceral que no ha roto con la belleza convencional”. Picasso se afirmó en la idea de que Matisse se había detenido demasiado pronto.
Y concluyó: “La ruptura, la ruptura real, pasa por mí”. Aquel momento trascendental que decidía la hegemonía estética de la modernidad ocurría entre el atelier y el bar de la esquina; estaba lleno de sensaciones e intuiciones que muchos años después Palau i Fabre fue incluyendo en su colección, llena de bocetos y colores del minuto antes de la creación.
Palau basó su aportación a la obra del pintor en una mezcla de amor al arte y la comprensión del canto por la vida dentro de la obra del propio pintor, cazado por la melancolía del que crea un mundo que todavía no existe. Seguir a Picasso es como transitar por la poética isabelina de Shakespeare, pero al revés.
El dramaturgo trasladó arquetipos humanos a los escenarios; Picasso inventó un nuevo lenguaje estético para estos mismos arquetipos. Nos lo dice sin palabras en su Arlequín y en la deconstrucción de su imagen, origen del cubismo.