El viaje español de Henri Matisse
Al cumplirse los 150 años del nacimiento del pintor francés cobra fuerza el impacto de su travesía por España entre noviembre de 1910 y enero de 1911
29 marzo, 2019 00:05Hacia 1889, con sólo 20 años de edad y siempre a la caída de la tarde, Henri Émile Benoît Matisse salía del despacho de Théophile Duconseil, en la localidad de Saint-Quentin, donde trabajaba de pasante de abogado tras los años de estudio en París, y atravesaba la rue Lyon fumando un cigarro inglés, vestido con ropa cara, pantalones de tubo bien cepillados, botines charolados y levita de terciopelo con corbata de plastrón. Era un joven burgués respetable, envidiado, bien alimentado y con las mejillas sonrosadas. Todos le auguraban, entonces, una prometedora carrera en el mundo de las leyes.
Podría decirse que así transcurrió su vida hasta que llegó a sus manos una caja de colores. Su madre se la entregó en 1890 tras una operación de apendicitis. Necesitaba pasar las largas horas de convalecencia con algo. Nadie lo adivinó en esa hora pero, a la vuelta de pocos años, aquel muchacho convirtió la pintura en su covacha, en su tablero de convulsiones, en el motor de su extravagancia. Hasta acabar pintando como muchos pintores juntos. Matisse, que fue un tipo común por fuera y de enigma por dentro, se puso al frente del fauvismo, movimiento que se presentó al mundo como un territorio que pedía ser descubierto.
Ahora que toca escudriñar su biografía al cumplirse los 150 años del nacimiento, hay un pliegue vital en Matisse de tremendo impacto aunque, paradójicamente, poco recordado: su viaje a España entre noviembre de 1910 y enero de 1911. Durante aquel invierno, el artista visitó Madrid, Sevilla, Córdoba, Granada, Toledo y Barcelona y tuvo tiempo de pintar, al menos, tres lienzos: el retrato de la gitana Joaquina, hoy en la Národní Galerie de Praga, y los bodegones que cuelgan de las paredes del Hermitage de San Petersburgo, titulados Sevilla I y Sevilla II. Con todo, la huella de aquellos días sería más profunda.
Se sabe que aquella travesía la desató una profunda crisis personal y artística. La visita a una exposición de arte islámico en el gran salón de la Residenz, en Múnich, le resultó fascinante en la búsqueda de un arte nuevo. Sin embargo, el revés en una venta importante de obras –su mecenas Serguéi Shchukin rechazó los paneles decorativos sobre La Danza y La Música– y, sobre todo, la repentina muerte de su padre acabaron por hundirle. Avanzaba el invierno de 1910 y el pintor buscaba cambiar de aires, por lo que emprendió ese viaje que alguna vez que le había rondado la cabeza. “Estaba tan confuso que no sabía si iba o venía. Me pareció que el sol me haría bien…”, escribió.
Henri Matisse, en el interior de su taller en la localidad francesa de Vence, 1945.
Matisse puso rumbo a España, desde París, en la mañana del 16 de noviembre. Le esperaban más de 26 horas de viaje. De Irún pasó a Madrid, donde se instaló en una habitación del Hotel Inglés, próximo al Museo del Prado. “El tiempo es magnífico, las vistas pintorescas, el Prado exquisito, espero que todo siga así”, transmitió a su amigo Manguin. También recorrió los anticuarios de la ciudad y compró un magnífico tapiz alpujarreño del siglo XIX de fondo azul intenso y grandes motivos de granadas en color crudo por 300 pesetas. Al artista le sorprendió la extraordinaria calidad de la pieza, de la que dio detalles sobre su trama y urdimbre en algunas cartas.
El 24 de noviembre, Matisse puso sus pies en Sevilla. “Es maravillosa y maravillosa es su temperatura”, le escribió a su esposa Amélie, a quien dio cuenta de sus andanzas a través de una caudalosa correspondencia. Desde una habitación de la segunda planta del Hotel Cecil –situado en los números 14 y 15 de la céntrica Plaza Nueva de la capital andaluza–, el pintor se detendría a menudo a observar la corona de las palmeras que existían en dicho emplazamiento, imagen que recordaría en múltiples ocasiones y que quedaría convertida en motivo iconográfico fácilmente identificable en un buen número de obras posteriores.
En sus primeros días en la capital andaluza, Matisse cayó enfermo, con fiebre muy alta, temblores y delirios, al parecer provocados por el insomnio. En las cartas a su mujer cuenta con detalle las penurias de su enfermedad, que le obligó a trasladarse al hogar de su amigo Auguste Bréal, casado en segundas nupcias con la española Carmen Balbuena. Allí, en una casa con patio típicamente andaluza, quedó al cuidado del médico de la familia. El galeno le recetó descanso, tranquilizantes y tres baños calientes al día. Le confirmó, además, que no sufría ninguna enfermedad, sino ciclos de tensión emocional intensa y otros de desesperación.
Una vez reestablecido, el pintor ocupó los días en visitar la Giralda y la Catedral y frecuentó repetidamente los salones un club social de la capital hispalense, “donde estoy como entre algodones, lo cual no es común en España,” confiesa en una carta a su mujer fechada el 14 de diciembre. Al rastrear el abundante epistolario de Matisse, sorprende el inusitado interés del creador francés por el aseo o las tareas escolares de sus tres hijos, su preocupación por el estado de ánimo de su madre tras el fallecimiento del padre del artista o el enfado que comenzaba a mostrar su esposa ante la idea de no saber la fecha de regreso.
En estos días españoles, Matisse visitó academias de baile flamenco, como la de Manuel Otero, o tablaos donde bailaban jóvenes andaluzas, como Dora, que “prolongaba el sonido con sus movimientos” y que le inspiraría los rasgos de uno de los cuadros que pintó en la capital hispalense, la gitana Joaquina. Otras veces, Matisse se detiene en la correspondencia con Amélie en los pequeños detalles, tan curiosos como reveladores, como su intensa alegría por la venta de algunos de sus cuadros o su desconcierto por el estruendo de graves sonidos de las campanas que anuncian la festividad de la Inmaculada.
El bodegón Sevilla I, uno de los lienzos que pintó Matisse durante su paso por España.
El 9 de diciembre, a pesar del tiempo lluvioso, partió en ferrocarril hacia Granada. Lo hizo en un vagón bellina emplazado al final del convoy, rodeado de ventanas acristaladas que le permitieron disfrutar del paisaje andaluz, al que no duda en calificar de hermoso: “Primero, las llanuras fértiles con palmeras, eucaliptos, granados y naranjos. Las paredes de las haciendas y casas ornamentadas con viváceas púrpuras y follaje verde oscuro con el más bello efecto”. Este inspirador panorama debió compensarle, en parte, el largo trayecto de más de ocho horas que unía a las dos ciudades andaluzas.
Durante los tres días que pasó en Granada, Henri Matisse se alojó en el interior del recinto de la Alhambra, concretamente en una pensión conocida como Villa Carmona. Desde allí, escribió de nuevo a su mujer animándole a consultar, en el plano del monumento nazarí que aparecía reproducido en la enciclopedia Larousse, el lugar en el que se encontraba dicha residencia, rodeada de un bosque cercano, donde a su llegada, el viento era, en su opinión, “tan fuerte como para arrancar los cuernos de todos los toros de Andalucía, y son bastantes sólidos esos cuernos”. Posiblemente, el mal tiempo le obligó a aplazar su visita a la Alhambra hasta la noche del 11 de diciembre.
La Alhambra que Matisse se disponía a recorrer había dejado de ser una propiedad periférica de la Corona española y se había incorporado a la valoración patrimonial a raíz de su declaración como Monumento Nacional. A disposición de los visitantes existían ya en 1910 itinerarios que incluían, además de un recorrido por los espacios principales de la ciudad palatina, la posibilidad de realizar visitas a la luz de la luna. “La Alhambra es una maravilla. Sentí allí una intensa emoción”, expone por carta a su esposa Amélie. “Mis ideas vinieron de aquí”, añade el pintor alrededor de la sensación de armonía y suntuosidad que le dispensan las decoraciones nazaríes.
La estancia granadina de Matisse se prolongó un día más, algo que aprovechó para visitar el barrio del Sacromonte y el centro de Granada. Allí volvió a adquirir más antigüedades, como algunas piezas de azulejos hispanomusulmanes de los denominados “olambrillas” y objetos de vidrio procedentes de Castril, que enviaría a su mujer advirtiéndole por carta de su gran fragilidad. Igualmente, se hizo con un vistoso mantón de Manila de extraordinario colorido que regalaría a su mujer, quien lo luce, con peineta y abanico en una posición desafiante llena de brío, en el lienzo La española, ejecutado en 1911.
Regresó a la capital andaluza el 13 de diciembre. Y lo hizo con renovadas ganas de pintar (“Pienso trabajar en Sevilla”, anotó) después de mucho tiempo sin posibilidad emocional para hacerlo. Tal es la premura por volver a los pinceles que ni siquiera esperó a que llegasen los tubos de pintura que había solicitado a su mujer y le pidió prestado el material a su amigo el pintor Francisco Iturrino. Con él, además, asistía por las tardes a clases de dibujo y, posiblemente, en el estudio compartido por ambos, Matisse llegó a rematar los bodegones Sevilla I y Sevilla II, donde incluye una jarra de la factoría de cerámica Pickman y una aceitera de color verde cobre brillante de Triana.
Fragmento de una carta enviada por Matisse desde Granada, fechada el 11 de diciembre de 1910.
A través de la correspondencia puede deducirse que la contrariedad e incomprensión de la esposa del pintor al decidir demorar su vuelta por razones de trabajo es una situación que le entristece. Matisse se sentía solo, pero también necesitaba estarlo para volver a crear tras la grave crisis sufrida en los meses anteriores a su viaje a España. “Créeme que hago bien en quedarme, nos volveremos a ver contentos cuando haya trabajado (...). Ya verás cómo me dirás que he hecho bien en quedarme cuando veas lo que traiga“, le insistía el artista a Amélie el 14 de diciembre.
Ante la proximidad de las fiestas de Navidad, el artista le pidió a su esposa que se reuniera con él en Sevilla. Para tal fin, le facilitó un detalladísimo plan de viaje con una descripción minuciosa de horarios de trenes y escalas aprovechando que ella había tenido que desplazarse a Perpiñán a ayudar a su hermana en una mudanza. Como argumentos, el pintor sostiene que la ciudad le inspira para pintar, que para él es importante seguir en la ciudad, que por qué no pasan juntos una temporada en Andalucía…
Ante la negativa de Amélie, Matisse emprendió precipitadamente el viaje de vuelta a mediados de enero de 1911. El 17 hizo escala en Toledo, donde se instaló en el Hotel Castilla. Desde allí, envío una postal al coleccionista y crítico Leo Stein con sus impresiones sobre la pintura de El Greco, al tiempo que comentaba cómo la barba se le congelaba a diez grados bajo cero. El 20 llegó a Barcelona por tren y envío a su familia una postal que reproduce la plaza de Cataluña. El 25 recaló a Toulouse, donde aprovechó para visitar a unos familiares y finalmente llegó a París vía Cahors. “Me agarro aquí porque siento el trabajo”, dijo el pintor sobre España.