Ceesepe: el triunfo es una vulgaridad
El pintor estuvo en el mundo con firme voluntad de disidencia: se enroló en la contracultura catalana, agitó la Movida madrileña y, de salida, consolidó un mundo artístico con sello propio
12 septiembre, 2018 00:00Carlos Sánchez Pérez andaba aún buscando guarida cuando eligió firma artística, Ceesepe, que es la versión en píldora de sus iniciales: Ce-Ese-Pe. Envasó su timidez en la indumentaria de un chico de la calle y comenzó a dibujar señoritas extremas, músicos de riesgo y animales salidos del laboratorio de El Bosco. Sus ojos grandes, con algo de tiburón de acuario, y su voz delgada terminaron por rematar a un artista que siempre parecía a punto de caer en la genialidad o en la tuberculosis. “Para vivir necesito emocionarme”, declaró este dibujante, derribado días atrás por la leucemia.
Hasta que le sobrevino el apagón fue el más duende de los duendes del cómic underground. El autor de historietas imposibles (la serie Slober). Estuvo entre aquella generación de creadores de fina neurosis a los que el triunfo les pareció siempre una vulgaridad. Aquellos que hicieron de la derrota una gran reserva de honra intelectual. Ceesepe gastaba en las entrevistas una sonrisa de loquito que ha encontrado en el arte su juguete preferido. Y así pintaba, con obstinación. Desde siempre, solía decir, cerraba los ojos e imaginaba algo. Después lo llevaba al lienzo o al papel lo mejor que podía.
El acrílico ‘Ángeles negros’, incluido en el libro de artista de Ceesepe ‘Manual práctico de pintura #3’
Toda su vida creativa tuvo algo de puente aéreo. Este madrileño, cosecha del 58, apareció en Barcelona entre la tropa de El Rrollo, con los hermanos Farriol, Mariscal y Nazario. El artista sevillano sitúa el trabajo de Ceesepe en Nasti de plasti (1976) entre lo mejor de la factoría contracultural ibérica: “Sus fantásticas doce páginas convierten este álbum, junto a Purita, en dos de las obras cumbres del cómic underground español”. A la vuelta, se plantó en su ciudad natal a la manera de Gómez de la Serna, quien dijo que “Madrid es meterse las manos en los bolsillos mejor que nadie en el mundo”.
Allí, a inicios de los setenta, una nueva tribu con ansias refrigeradas empezó a agolparse en garitos de noche que tenían por única ventilación el ventanuco del baño. Algo empezaba a estallar en todas direcciones. Por ejemplo, la Cascorro Factory, el colectivo de Ouka Leele, Alberto García-Alix y Ceesepe que vendía tebeos y revistas (El Carajillo Vacilón, Star, Ajoblanco…) en un tenderete del Rastro. Enrolado en esa aventura, el artista diseñó el brutal logotipo de la editorial La Banda de Moebius: un niño vestido de primera comunión mutilado, con abundante sangre entre las piernas.
Esa chispa contracultural activó la maquinaria de la Movida, “ese folclore de la revolución”, en palabras de Francisco Umbral. Ceesepe se convirtió en uno de los artistas más emblemáticos del movimiento, del que formó parte mientras ensanchaba libertades hasta el desgarrón. Luego, cuando se redujo a marca y nostalgia, abominó de él. “¡La Movida! No quiero tener nada que ver ni con Alaska, ni con Mario Vaquerizo, ni con Fabio McNamara. Yo no quiero ser un bote de Colón ni salir anunciado en la televisión”, se despachó el ilustrador en una reciente entrevista con Vanity Fair.
Mientras duró el vuelo, Ceesepe se convirtió en el más brillante forjador visual de la Movida. Hizo carteles para algunas de las películas de Almodóvar y portadas de discos para Golpes Bajos, Kiko Veneno y Ketama. Colaboró con Umbral. Y con Manuel Vicent. Hasta llegó a ilustrar una novela corta de Cansinos-Assens: Muerte y transfiguración de Última. También se echó a las cámaras y a los rollos de 16 milímetros. Su primer artefacto audiovisual fue El beso (1980). Le siguieron otros: El día que muera Bombita (1983), Amor apache (1984), Bienaventura ‘El Bruto’ (1986), El eterno adolescente (1989)…
Detalle del cartel de Ceesepe para la película ‘Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón’
En ésas estaba cuando una historieta publicada en el número cuatro de la revista Madriz (Supermarx: salvado por un chino) provocó un enorme revuelo en el Ayuntamiento de Madrid. Alberto Ruiz-Gallardón, entonces concejal en la oposición, pidió al alcalde Enrique Tierno Galván su retirada de los quioscos al tratarse de “una porquería repugnante, pornográfica, blasfema en el sentido jurisdiccional de la palabra, contraria a la moral y a la familia”. Ceesepe se convirtió en el artista más vendido en aquella edición de ARCO, la Feria Internacional de Arte Contemporáneo.
Lo suyo, en fin, era búsqueda. Por eso acabó instalándose en la pintura, donde nunca contó con el apoyo del sector oficial, de los galeristas. En ese acuario, el mundo de Ceesepe se fue confeccionando con remiendos de muchos mundos. Todos aquellos en los que la curiosidad del artista hizo pie. De los collages al trabajo en madera, de la serigrafía al ordenador. De los viajes a los pintores que andan por la cuneta del canon. Todo alimentó el itinerario plástico de su vida, que basculó, en los últimos años, entre París y Madrid. Puso imagen, también, a la portada de The New Yorker.
Así fue armándose como pintor, aunque fue algo más que un artista. Un disidente, no exactamente un extravagante. Un hombre hecho de imágenes que vivió en una constante mudanza ante la amenaza de alguna certeza que se le pudiese instalar en la vida. Ceesepe, desde la firma, tuvo una distinción distinta. Buscar, por supuesto. Jamás repetirse. Siempre se presentó ante el mundo mitad enigma, mitad lagartija. Un punto vulnerable con fiebre de genial. Despendolado en ocasiones y raro siempre. Posiblemente, fue el chico más triste de la fiesta. Seguro que también el más lúcido.