Después de ver esta exposición me han entrado ganas de escribir sobre la alegría que me produce siempre encontrar algún viejo conocido de nuestra pintura en tierra extranjera. Un momento, ¿no estamos hablando precisamente de cuadros que vuelven a casa? Pues claro, pero la sensación es la misma: se trata de referencias universales que pueden y deben exponerse a muchas miradas para seguir siéndolo. Da igual que sean ellos o el público quienes hagan kilómetros. Decía san Agustín que el mundo es un libro y los que no viajan leen solo una página. En la pequeña muestra de la colección Frick se pueden leer unas cuantas, y además de las buenas, de las que dejan la incredulidad suspendida hasta el próximo vuelo de bajo coste.
Henry Clay Frick fue un industrial que a finales del siglo XIX había acumulado una enorme fortuna en los negocios del ferrocarril y el acero. Al mudarse desde Pittsburgh a Nueva York, donde estaban sus intereses corporativos, Frick mandó edificar una mansión en la quinta avenida, como dictaba la moda entre el patriciado local. Cuando Manhattan empezó a crecer hacia las nubes, donde estaba ya el precio del metro cuadrado, los constructores ofrecían a los dueños por sus palacios unas cantidades que ni ellos podían rechazar. Algunos pusieron condiciones de lo más extravagantes. Marjorie Post Hutton, heredera de una compañía de cereales para el desayuno, se hizo reconstruir su residencia en lo alto de la nueva torre de pisos. Es el origen de los famosos penthouses o áticos de lujo neoyorkinos. Frick, sin embargo, resistió. Desde que adquirió los terrenos, sabía que buscaba un hogar no solo para su familia, sino también para sus obras de arte, a ras de suelo. Su legado sería, cuando él ya no estuviese, una galería pública donde todo el mundo pudiera disfrutar de una de las mejores colecciones de pintura de los maestros antiguos y del siglo XIX, escultura y artes decorativas que existen.
Ahora, gracias a las reformas emprendidas en el museo, algunos de sus más ilustres huéspedes se han sacudido la pereza del viaje y han hecho las maletas. Los tres cuadros de Vermeer han volado a Ámsterdam. Los de Velázquez, Goya, Murillo y el Greco, a Madrid. Emparejados con otras cuantas obras del Museo del Prado que guardan relación con ellos, forman en la sala 16 A un conjunto único, con el encanto añadido de lo efímero.
El núcleo de la pintura occidental
En una era de repunte de las identidades y las comunidades de sangre, esta reunión de obras maestras tiene un interés especial porque cuenta la historia de una periferia artística que dejó de serlo gracias a los viajes. A finales del XVIII la pintura de la Escuela española dormía en un rincón de la historia, olvidada y cubierta de polvo. Empezado el nuevo siglo, el pintor británico Wilkie escribía desde Madrid, refiriéndose a Velázquez, que había descubierto un nuevo referente para el arte de su tiempo. Conocía ya un retrato ecuestre en la colección de Lord Elgin y tenía pensado comprar más obra suya para Sir Robert Peel, pero aquí el deslumbramiento fue total. Su propio estilo dio un vuelco y contagió el entusiasmo a Delacroix, uno de los líderes de los románticos en Francia. Courbet, fundador del realismo, tampoco escapó al embrujo. Sin los clásicos españoles, ambos movimientos son impensables. El interés se prolongó en el trabajo de Manet, los impresionistas, el americano Sargent e incluso las vanguardias.
A la vez que los cuadros eran más estimados, circulaban más en el exterior, y también se extendía su influencia. Para las fechas en que Frick adquirió las piezas que vemos en la exposición, sus autores se encontraban ya en el núcleo mismo de la pintura occidental.
Hoy la historia hubiera sido diferente. En nuestros días se tiende a tratar el arte que no está en el centro del canon, o que pertenece a cánones distintos del occidental, con una condescendencia que lo aísla y lo vuelve irrelevante.
Para empezar, se enseña no además del acervo propio, sino en su lugar, como si fuesen incompatibles. Nada más en Yale, por poner un ejemplo, se han suprimido por eurocéntricos cursos básicos como la Introducción a la Historia del Arte y el monográfico titulado Grandes Poetas Ingleses. Que me expliquen por qué es progresista negar a una estudiante negra, en nombre del antirracismo, una herencia de todos que a su abuelo se le negó por causa del racismo. Por un lado se dice con razón que no hubiera podido ser poeta, o artista, en el pasado, y por otra se le impide acceder a los modelos que necesita para serlo en el presente. No todos los modelos vienen de la cultura occidental. Algunos, sí, y le pertenecen a ella tanto como a cualquiera.
Las grandes obras a disposición del público
No es el único error. Parece que importa más devolver objetos que difundir su conocimiento. Se interpretan las otras culturas, pensando en hacerles un favor, sin el ojo crítico del que tanto se han beneficiado las nuestras, pongamos, en asuntos como la igualdad de la mujer, la participación política o los derechos humanos. Además, se atribuyen derechos exclusivos sobre las culturas en virtud de la nacionalidad, y hasta la etnia, como hemos visto hacer aquí en los peores momentos de la historia. Los artistas de otras «tribus», sean nacionales o identitarias, no se les acercan ni a un kilómetro, por miedo a ser acusados de apropiación cultural. Así, lejos de equilibrar el tablero del gusto y la influencia, a la larga se las convierte en pasto de especialistas.
El pretexto para el ostracismo del arte occidental consiste normalmente en decir que no es el único que merece atención. Por descontado, pero esa realidad llama a acciones muy diferentes. Lo suyo sería considerar como un triunfo cada pieza de una cultura menos visible que se exhiba en el exterior y cada obra nueva que se inspire en ellas. Lo suyo sería poner las grandes obras del pasado, vengan de donde vengan, a disposición del público y de los futuros creadores, en todas partes. Puestos a hacer un escrache a las antiguas potencias coloniales, me sumaría con gusto a pedirles, no ya que paguen su antigua preminencia con el silencio, sino que compartan también sus tesoros. Que el Louvre, por ejemplo, abra una sucursal como la de Abu Dabi en un sitio que no pague con petrodólares. Algo que iba a resultar igualmente beneficioso, si saben verlo, para los prestadores.
Si los académicos del resentimiento fuesen sinceros, admitirían que la única manera de superar los narcisismos nacionalistas consiste en esto, en hacer que lo relevante sean las ideas de los artistas y no las fronteras.
No es lo que buscan. Quieren una justicia revanchista que al final no invierte las proporciones, sino que lo encoje todo. El remedio sigue siendo el mismo eslogan baudeleriano que rescató a los maestros barrocos del olvido: la invitación al viaje.