Hace exactamente un año escribí aquí sobre la instalación de Cristina Garrido El mejor oficio del mundo, donde daba voz a algunos de los artistas prometedores de las últimas generaciones que, por distintos motivos, abandonaron el circuito, renunciando a su exigente y alta vocación.
Son muchos más los que abandonan que los que perseveran contra viento y marea, a veces gracias a que cuentan con el apoyo de una estructura familiar o financiera, a veces empujados por la buena suerte o por alguna cualidad avasalladora de su talento, que puede con todo. Es un tema interesantísimo, y conmovedor, casi diría que el tema más interesante, pero de él no se habla, claro, igual que se habla del tenista Rafael Nadal pero no del jugador número 103 de la ATP, ni del que abandonó la competición.
Se suele hablar del arte en términos religiosos, y de sus ministros como santos milagreros (aunque claro está que con sus debilidades humanas que los hacen más interesantes e inteligibles), cuando no como demiurgos. Esto es una consecuencia lógica de la sustitución, en el imaginario colectivo, de la religión por el arte, de los templos por los museos y de los misioneros y mártires por los creadores como mediadores entre nosotros, que nos dedicamos a la vida prosaica, y la dimensión de lo trascendente y lo sublime.
Sigo con interés lo que hace Cristina Garrido (Madrid, 1986) porque me parece que su trabajo crítico, aparentemente respetuoso con las jerarquías pero suavemente demoledor, está en sintonía no ya con el marxismo o con la deconstrucción sino con el espíritu de nuestro tiempo. Espíritu que para bien y para mal descree de la genialidad inmanente, derriba estatuas, escruta las costuras del tejido discursivo, no se toma en serio a los titanes. Podemos pensar que este escepticismo es sencillamente fruto del resentimiento… o de una aproximación más racional, más inteligente y penetrante, a los mitos de un romanticismo tardío en el que nos sentimos demasiado cómodos y que nos ha conducido con ingenua sonrisa al desastre contemporáneo… pero volvamos al tema:
El otro día inauguraba Cristina Garrido El origen de las formas, una instalación en el CA2M, el fruto de sus dos últimos años de trabajo. (Por cierto, que también inauguraba allí el mismo día Susana Solano, con unas telas, unas piezas realizadas hace cuarenta años que no se habían vuelto a exponer y que el museo de Móstoles ha comprado para incorporarlas a su colección: última iniciativa de Manuel Segade antes de asumir la dirección del Reina Sofía).
En coherencia con la indagación de El mejor oficio del mundo, en Grandes maestros de la pintura occidental Garrido ha estudiado las circunstancias de la vida de un centenar de genios del arte –parámetros como horóscopo, género, clase social, relaciones, apoyos y obstáculos a su vocación, etc.— con el propósito de explicarse su logro y reputación, quizá de exprimir una fórmula que explique el genio o por lo menos su aura.
Dispuestas sobre una especie de papel pintado que cubre las paredes de la sala, ha colgado sobre 25 carteles característicos de esos artistas, los carteles que habitualmente se venden en los museos, una frase alusiva a su biografía, extraída de la Enciclopedia Británica, bajo la que se transparentan restos, detalles de esa pintura. Así esas frases superpuestas sobre las obras maestras de Giotto, Rothko Matisse o Paula Rego adquieren una extraña naturaleza iconoclasta y una imponente realidad factual. Ejemplos: sobre la borrada Ronda de noche de Rembrandt: "Siempre vivió por encima de sus posibilidades"; sobre el invisible Autorretrato de Frida Kahlo: "Su padre la introdujo en la filosofía europea"; y sobre la Habitación de hotel de Hopper: "Vendió su primera pintura a los treinta y un años". Explicado aquí en negro sobre blanco puede parecer insignificante, pero esa letanía de secas frases en mayúsculas, sobreimpresas sobre las obras maestras, adquieren una cualidad poética y fantasmal.
Esto de por sí ya es una operación conceptual sugestiva. Las engrandece, en la pared de enfrente, un discurso autobiográfico, compuesto por una serie de fotografías y documentos de la familia de la misma artista, con los que muestra el ambiente de clase media más o menos ilustrada en el que creció, y que resultó influyente en su propia dedicación al arte y a su crítica.
Entre esos documentos destaca media docena de fotografías en que una niña rubia (Cristina Garrido) posa ante la pirámide del Louvre, ante una "bañista" de Renoir, y ante otros iconos del canon consagrado. No es que sea bonito, o gracioso, es mejor: es interesante.