“Gott ist tot”. Nietzsche gritó en alemán que Dios había muerto, pero quien dejó de existir en 1900, con cincuenta y cinco años de edad, fue el filósofo alemán, consumido por la demencia y mudo en un caserón situado al fondo de una colina, en las afueras de Weimar, a escasos pasos del túmulo húmedo que todavía cobija los divinos huesos de Goethe. El Altísimo, al menos como concepto abstracto, todavía existe en las Escrituras, está en la fe de los devotos y, varias veces cada día, se encarna en el ritual de la eucaristía.
Bob Dylan, que dentro de una semana pondrá el colofón a su gira por España en Barcelona –doce conciertos en diecisiete días–, no saca en escena en las casi dos soberbias horas que dura su última misa solemnis el deceso de Cristo. Preludia, en cambio, de una manera entre grave e irónica, su propia extinción: “Can't remember when I was born / And I forgot when I died”, canta en False Prophet, un profecía que calca, quizás demasiado, el riff de guitarra de If Lovin’ is Believing, el blues que Billy Kid Emerson grabó en 1954 para Sun Records, el sello de Memphis.
Esto es lo que con mucha seguridad –con Mr. Zimmerman nada es seguro– van a encontrarse los espectadores que acudan a los dos recitales del Gran Teatro Liceo. Lo primero que deben saber, para ahorrarse desengaños, es que quien aparecerá sobre el escenario, como un fantasma, puntual, porque su tiempo, a los 82 años, discurre ya marcha atrás, no es el Dylan que casi todos imaginan y esperan.
Se trata del primer mensaje: si buscas al Huckleberry Finn de la era folk, o al Rimbaud de la trilogía eléctrica –aquel Judas del Free Trade Hall de Manchester–, al saludable compositor country del Nashville Skyline, al divorciado de Blood on the Tracks, al cristiano evangélico renacido de Saved, incluso al caballero negro de Time Out of Mind, abandona, como Dante a las puertas del Infierno, toda esperanza. No existen.
El Dylan que comparecerá en el Liceu es un Dios que se declara mortal. Lo sentirás pero, probablemente, no lo verás por completo en todo el concierto porque, además de prohibir los móviles y las fotos, desea tocar escondido detrás de un piano, inequívocamente en penumbra, rodeado por dos guitarristas –junto a tres músicos más– y sin rendir culto a su propia leyenda. Cero concesiones. Nada de nostalgia.
Si pretendes revivir tu juventud a través de su leyenda te encontrarás con una desagradable sorpresa: tu juventud es historia –igual que la suya, que tiene un pie ya en el estribo– y el espectáculo por el que has pagado consiste en que entiendas que, como Dylan, sólo tienes en tu mano el presente, frágil e incierto. La vida sucede ahora.
Segunda lección: el artista, sumido en su particular reino de las sombras, no habla en nombre de Yahweh. Canta en el suyo propio. O ni siquiera eso: la música que interpreta, en constante mutación y deconstrucción, donde todo el cancionero va adaptándose a la sensibilidad de un presente continuo, como un work in progress infinito donde sólo tiene importancia el momento actual, que no es sino un ayer reinventado, reivindica la honorable tradición de la de la música popular norteamericana, que condensa todos los estilos que jalonan sus sesenta años de carrera en un blues robusto, elegante, que es la quintaesencia de su arte.
Igual que Charley Patton, Robert Johnson, Leadbelly, Lonnie Johnson o Blind Willie McTell, Dylan es un músico de carretera y casino cuyo arte no se deja corromper por la nobleza del escenario, sino que persigue, en mitad de un mundo desacralizado, conservar la esencia de un ritual ancestral: unos músicos anónimos, igual que los artistas ambulantes de las ferias decimonónicas –los minstrel boys–, haciendo música anónima delante de la audiencia de cada pueblo, en un viaje interminable hacia el final de un camino que cada vez está más cerca.
Dylan ha concebido sus recitales como una eucaristía anterior al Concilio Vaticano II: en latín y con el sacerdote dando la espalda a la grey. Lo trascendente no es el músico, sino el mensaje: todos venimos de muy lejos y de muy atrás y seguiremos en la carretera mientras el tiempo se extingue. El músico norteamericano, que hace tiempo que no coloca su Oscar encima de su piano, como solía hacer veinte años atrás en los conciertos, no sabe cuándo le sorprenderá la muerte, pero no oculta el crepúsculo en el que habita.
Un espacio fantasmal, que recuerda mucho a las películas de David Lynch, con luces tenues, poblado de sombras que todavía se mueven (lo justo), pero cuyo canto evoca la voz inmortal de los poetas griegos. Uno no sabe entonces si asiste a una celebración masónica o a un concierto de rock. O a ambas cosas al mismo tiempo. Ésta es la maravilla.
Dylan no vende su glorioso pasado: nos habla sólo de su presente, dejando el futuro entre paréntesis. El cancionero que interpreta desde el inicio de esta gira post-pandemia, iniciada en Milwakee el 2 de noviembre de 2021, y que ha recorrido ya Estados Unidos, Europa del Norte, Japón y, tras Portugal, España, Francia e Italia, está previsto que se extienda hasta 2024, sigue una pauta consistente: los menos clásicos posibles, readaptaciones de antiguos temas (periféricos) –ni Like a Rolling Stone, ni Blowin’ in the Wind, ni All Along the Watchtower, nada de Simple Twist of Fate– y casi todas las canciones de Rough and Rowdy Ways, su último disco de estudio, a excepción de la letanía que es Murder Most Foul.
El show se distancia de la música fijada en la grabación y explora una sonoridad construida en función del piano. El repertorio simula ser fijo –salvo un tema del Great American Songbook, que va cambiando en cada concierto como muestra de su etapa como crooner– pero cada noche es interpretado de distinta forma, obligando a sus músicos a acompañar los itinerarios, inesperados, con los que el Dylan crepuscular actualiza su obra a su sensibilidad de cada instante.
La banda también ha cambiado, entre otras cosas por la muerte de algunos de sus componentes, como William Bucky Baxter, o la sustitución de otros. Matt Chamberlain (baterista), Stuart Kimball y Charlie Sexton, el guitarrista texano, han sido reemplazados por Jerry Pentecost, Doug Lancio y Bob Britt (guitarristas). Tony Garnier, el gran bajista de Minnesota que acompaña a Dylan desde 1989, permanece como jefe del equipo.
El grupo sigue siendo soberbio, aunque en esta gira, en lugar de un combo sureño al estilo Faulkner, como sucedió en el tour de 2015, que lo llevó entre otras capitales a Granada y Córdoba, donde dió un concierto antológico en el Teatro de la Axerquía, o incluso en la visita posterior de 2018, cuando pasó por Sevilla 27 años después de su desastrosa aparición en la víspera de la Expo 92, donde tocó con Keith Richards (The Rolling Stones) y Phil Manzanera (Roxy Music), la puesta en escena es muchísimo más sobria y oscura.
Se ha visto en Oporto, en Lisboa, en el Botánico de Madrid y en las dos noches mágicas del Palacio de Congresos del arquitecto Guillermo Vázquez Consuegra en Sevilla: el músico norteamericano no oculta que se trata de una posible gira de despedida. Un inevitable adiós.
El tiempo, escribió Quevedo, no se detiene ni tropieza. Dylan, que durante toda su carrera se ha adelantado al aire de cada época, bebiendo en las raíces secretas de un pasado en buena medida olvidado, gracias a su milagrosa colección de discos antiguos, donde ha encontrado la savia necesaria para reinventarse sin cesar, se encuentra instalado en su propia eternidad. Está ya al otro lado. Beyond.
Esta gira suprime la cuarta pared del escenario y permite, una vez más, asomarnos al taller del artista, que creará hasta que el calendario se agote y el fin de los tiempos profetizado en la Biblia arrase con todo.
Buscarlo en todos hombres que ha sido a lo largo de sus ocho décadas de vida es tan absurdo como hacer una excursión arqueológica esperando que los antiguos templos griegos se mantengan igual que en la Atenas de Pericles. Lo que encontrarán los barceloneses en el Liceu es a un artista indomable y vivo que sabe que el final no llega hasta que llega. Y que continúa en la carretera. Watching the river flow.