Delphine Seyrig: musa insumisa
El reestreno de ‘Jeanne Dielman’, mejor película de la historia del cine según la encuesta de ‘Sight and Sound’, coincide con la revalorización de su actriz protagonista, que también fue cineasta
28 mayo, 2023 19:10El ‘affaire Sight and Sound’, que parece haber descubierto por primera vez a muchos –las lagunas en cultura cinematográfica siempre fueron más perdonables que en otros ámbitos artísticos– una película tan importante como fue la Jeanne Dielman de Chantal Akerman, ha multiplicado en redes y plataformas el rostro de su protagonista, apático, hierático en aquella ocasión, pelando incansable patatas para ese ejército de dos (ella y su hijo) como síntoma de todo lo que bulle dentro, una opacidad interior que no desvelaba la concatenación de los ritmos mecánicos del quehacer cotidiano.
Puede que, más que a la cineasta belga, la polémica encuesta le haya venido bien a Delphine Seyrig, al coincidir en el tiempo con la puesta en circulación en Francia de su único largometraje como realizadora, el documental Sois belle et tais-toi! (1977), que trae a primer plano su por aquí aún menos conocida faceta de militante feminista, y con una monografía (Delphine Seyrig. En constructions, de Jean-Marc Lalanne) que termina por dar la razón a aquel otro libro, más secreto y extraño (Comme une apparition. Delphine Seyrig, Portrait), donde el escritor François Poirié desentrañaba su fascinación enfermiza por la intérprete, dando de paso en el clavo: ella siempre fue una invitación al desciframiento, una excitación de la escritura cinéfila.
Seyrig, que falleció prematuramente en 1990 a los 58 años, fue más que una actriz; participó, cuando a las intérpretes se les pedía corporalidad y singularidad, de ese inefable extrañamiento propio de otro tiempo ya clausurado, el de las moradoras del Hollywood clásico –cerca en esto de su admirada Marlene Dietrich–. En ella se trató de un refinamiento en la construcción autoconsciente de la feminidad: fue su vía –como admitiera en el off de Sois belle et tais-toi!, donde Jane Fonda, Maria Schneider, Anne Wiazemsky o Juliet Berto, entre otras, asumen su profesión como la exacerbación del rol fantasmático al que la sociedad masculina ha reducido buena parte de sus destinos– para hacerse un hueco en el star system moderno, ella que se había criado en Nueva York y había perseguido sin éxito formarse junto a Lee Strasbergy el Actor’s Studio.
Así, antes que como cuerpo convulsionado o psique enmarañada, Seyrig nació como imagen, la femme esquiva de El año pasado en Marienbad (1960) en el laberinto de los recuerdos, no muy distinta de las estatuas que puntuaban el jardín de aquel fallido reencuentro. Algo después Truffaut, en Besos robados (1968), marcaba formalmente –con un salto de eje primero y una cámara subjetiva después– y en el interior de la ficción –con el ruido de la sirena o apagando la luz en una escalera comunal– cada aparición de Seyrig como la dulce adúltera Fabienne Tabard, antológica mezcla de despreocupación y astucia para el obsesionado Antoine Doinel, dentro (y fuera) de la película algo así como el espectador prototípico del contundente pero sutilísimo atractivo de la actriz.
Si es cierto que esta imagen de la Seyrig-aparición se construye desde el voyeurismo y el deseo masculino –lo que, como apuntábamos, la emparenta con el star system clásico– no hay que olvidar que antes (con los Cukor, Sternberg, Sirk, Ophüls…) como entonces (con aquellos que la encuadraron a ella: Resnais, Truffaut, Demy, Losey, Buñuel…), todos se propusieron engrandecer y sublimar unos rasgos físicos y de personalidad con los que alimentar ficciones, y que en el cine (el funcionamiento íntimo que emparenta al producto industrial más subsumido en el magma narratológico con la experiencia experimental más personal imaginable) las historias han pesado tanto como las corrientes de deseo que se establecen en un rodaje y se ejecutan a través de la mirilla de la cámara.
Seyrig, como decíamos, fue muy consciente de esto, y supo trabajarse y pulir esta fantasmagoría femenina como si de una pieza de orfebrería se tratara, logrando, muy pronto, perfilar una presencia que, más que protagonizar uno u otro film, se encabalgaba entre películas. En una de sus más famosas e inolvidables películas-aparición, la adaptación de Perrault a cargo de Jacques Demy, Piel de asno (1970), donde el cineasta invocaba al Cocteau más artesanal y mélèsianoen cada irrupción del Hada de las Lilas que encarnaba Seyrig, el propio diálogo subrayaba el potencial de la sofisticación de la actriz.
Así, cuando Jean Marais, aquí el Rey Azul, decía estar maravillado por “el conocimiento del futuro” que poseía el hada –en la ficción le proporcionaba versos para leer a su hija de poetas como Apollinaire, es decir, de voces venideras– parecía estar nombrando esa distancia, esa elegancia cosmopolita, que en la actriz respondía a unas vivencias privilegiadas –contactos directos con el teatro de Beckett, el nouveau roman, el expresionismo abstracto, la vanguardia (se la puede ver en la mítica Pull my dasy, 1959, de Robert Frank y Alfred Leslie, junto a Kerouac, Ginsberg, Orlovsky o Corso) o la música concreta, gracias a su hermano Francis, compositor– que cimentaban su seductora irrealidad.
El hada, al mismo tiempo resolutiva, sagaz y desinhibida, recordaba a la Tabard de Truffaut y ya dejaba entrever a la Simone Thévenot de El discreto encanto de la burguesía, allí donde Buñuel, sólo dos años después, supo sacar partido al estrangulamiento snob de esta etérea apariencia.Su elegancia, belleza y coquetería inefables atraviesan las películas de los años sesenta y principios de los setenta como si de una única interpretación se tratara.
Pero fue sin duda su voz lo que marcaría la diferencia a la hora de echar profundas raíces en la experiencia moderna del cine, ahí donde las disociaciones y dialécticas entre imagen y sonido iban a marcar un nuevo tiempo. “Seyrig habla como alguien que viniera de aprender francés”, escribía Marguerite Duras en un laudatorio artículo para Vogue, “Delphine Seyrig, inconnue célébre”: esa extranjería de la propia lengua, ese –continuaba Duras, que la llegó a considerar la mejor intérprete de Francia– “placer por paladear el idioma que ya no tiene el nativo” explicaban para la autora la singularidad extrema del habla de la actriz, que incluso se popularizaría gracias a los sketchs de televisión del humorista Claude Véga.
Fue precisamente Duras, en aquel 1975 que convirtió a Seyrig en un fenómeno en Cannes, donde presentó Jeanne Dielman, India Song, Aloïse de Liliane de Kermadec y Le jardin qui bascule de Guy Gilles, quien mejor comprendió esta radicalidad sonora que habitaba en la musicalidad y ritmos de la voz de Seyrig (como extensión invisible de la carnalidad de su boca, ahí donde la autora de El amante señalara una de las fuentes de su atractivo, ese pequeño diente ligeramente encabalgado en el contiguo que nunca quiso arreglarse como le reclamaban).
Si en 1975 encarnó para Duras a Anne-Marie Stretter, una interpretación eminentemente física (su laxitud insostenible, la inalterable y paulatina descomposición de su corazón leproso entre amantes y alaridos del vicecónsul de Lahore), las pocas palabras susurradas en el film protagonizaron al año siguiente aquel sublime experimento durasiano, Son nom de Venice dans Calcutta désert, en el que la cineasta demostraba como nunca el poder de esa misma voz al contrastar la banda de audio de India Song con las tomas, al borde de la abstracción, del interior del Castillo Rothschild tras décadas de abandono.
En este proyecto de extracción de lo invisible –las huellas de los coletazos de la ocupación nazi en Francia– la voz de Seyrig, ya emancipada de su cuerpo, alcanzaba el culmen de su poder de misterio y encantamiento, cerrando el círculo abierto por Resnais en El año pasado en Marienbad y Muriel (1963), películas del torbellino del tiempo y la memoria. Así, podría argumentarse que si Seyrig nació de la mirada del cineasta hombre, sus materiales de actriz –del Stradivarius del que hablara Luc Moullet al referirse a Gary Cooper, pasamos aquí al violonchelo, como denominaba a la intérprete, por esa cualidad cantora de su voz, su compañero y eterno enamorado Michael Lonsdale– brillaron como nunca a las órdenes de las cineastas, a las que Seyrig esperaba, segura como estaba de la existencia de una mirada de mujer y de una sensibilidad especial a la hora de tratar los temas de siempre.
Junto a Duras (también en la inaugural La música, 1967, en Baxter, Vera Baxter, 1977) habría que añadir, claro, aChantal Akerman, quien pareció ver en ella el médium perfecto con el que convocar a la madre, conflictivo centro de su vida y relación en continua tensión por su imbatible silencio de superviviente de la Shoah por el que optara para reconstruir su vida. Curiosamente, la pequeña cineasta belga de apenas 25 años invirtió esta relación de poder familiar en el rodaje de su película más famosa con Seyrig, como se desprende de Autour de Jeanne Dielman (1974), curioso documental de su rodaje a cargo de Sami Frey, actor y compañero sentimental de la actriz, pues allí será la actriz-madre en la ficción la que no dejará de pedir explicaciones y de demandar a la hija-cineasta información sobre las motivaciones psicológicas de esta ama de casa alienada y escindida.
Todo da a entender que Akerman, en ese momento, quería, sobre todo, contar con una presencia tan magnética como la de Seyrig para precisamente darle la vuelta y exhibirla a contrapelo de sus famosas encarnaciones, en un infernal círculo de la cotidianidad repetitiva a la que la actriz no estaba habituada ni dentro ni fuera de las pantallas. Una década después, en 1986, Seyrig completaría –con su voz y con la emocionante fragilidad de su charme– este oblicuo retrato maternal en dos películas mucho menos reivindicadas pero igualmente trascendentales dentro de la filmografía de Akerman: Golden Eighties, donde encarna a la dependienta de la boutique de prêt-a-porter superviviente del exterminio y, especialmente, en Letters home, trasvase de la obra teatral de Rose Leiman Goldemberg sobre el profuso intercambio epistolar entre Sylvia Plath y su madre Aurelia, donde no cuesta apreciar la variación lúdica –en una atmósfera de tenue fantasmagoría siniestra– de su legendaria News from home.
Seyrig, a quien le da la réplica su propia sobrina, Coralie, en la piel de la poeta, completa aquí una de sus interpretaciones más memorables, tour de force expresivo en el que narra a la vez que interactúa con su hija en la ficción, sujeta a un baile delicadísimo entre el fuera y el dentro de escena en el que compagina a la perfección su potencial vaporoso y su contundente singularidad. Seyrig, que fue sobre todo una star diegética, es decir sin una repercusión mediática equiparable a la de las grandes vedettes, obtuvo de las cineastas amigas y compañeras la fuerza para cruzar al otro lado y devenir ella misma en creadora de imágenes y narradora.
En el documental Delphine et Carole, insoumuses (2019) Callisto Mc Nulty cuenta esta historia, y allí Carole Roussopoulos, filmada poco antes de fallecer, rememora cómo un día la para ella desconocida Delphine Seyrig se apuntó a uno de sus cursos videográficos. De Carole, auténtica pionera de dicha tecnología –se relata aquí que adquirió la segunda cámara Portapak de Sony vendida en Francia, sólo se le pudo adelantar Godard–, Seyrig aprendería que era preciso salirse del cine y la televisión convencionales para darle una mejor réplica a sus imposiciones mediáticas: sería con el vídeo –que revalorizaba el poderío artesanal y manual de la toma de imágenes y sonidos al tiempo que ofrecía, entre monitores que multiplicaban los puntos de vista, un acceso intuitivo al montaje como forma de pensamiento– que ellas se contarían, que ellas responderían, en el contexto de la lucha por los derechos de la mujer.
Junto con y alrededor de las insoumuses (Carole, Nadja Ringart e Iona Wieder) nacerá su obra videográfica, una de tiza y pizarra, lúdica, didáctica y crítica. Sea en SCUM Manifesto (1976) –performance a dúo con Roussopoulos donde se deletrea y embalsama del contenido del famoso libelo de Valerie Solanas frente al telediario fálico y bélico–, un año antes en Maso et Miso vont en bateau (1975) –divertida intervención y comentario sarcástico sobre una misógina emisión de Bernard Pivot; paternalista y consentida trampa tendida a la masoquista ministra Françoise Giroud al hilo del cierre del año internacional de la mujer–, en la ya referida Sois belle et tais-toi! (1981) o en los akermanianos diez minutos que recorren, en Pour memoire (1987), el camino hasta la tumba de Simone de Beauvoir en Montparnasse un año después de su desaparición, Seyrig fue explorando las posibilidades del nuevo medio, aprendiendo la técnica y saboreando la libertad de un acceso intuitivo a la expresión audiovisual.
La temprana muerte de la actriz y cineasta cortó en seco una progresión de creadora que sin embargo puede intuirse gracias al heterodoxo documental en el que Babette Mangolte –quien fuera directora de fotografía de cabecera de Chantal Akerman, y también en Jeanne Dielman, en cuyo rodaje conoció a la intérprete– recupera, aportando valiosos momentos rodados, que habían caído en el olvido durante años, una particular quest: la aventura de Seyrig en busca de pistas sobre Calamity Jane. Calamity Jane y Delphine Seyrig.
A Story (2020) registra la elegancia natural de la Seyrig madura y, lo más decisivo, su inagotable curiosidad e innata capacidad de relacionar lo privado con lo histórico, su intimidad –el vínculo libanés (ambas nacieron en Beirut) con la artista visual y poetisa Etel Adnan; el complicado encaje de la relación con su hijo Duncan, tanto por su profesión como por su militancia feminista– con el borroso destino de esta mujer entre perro y lobo, superviviente del Oeste americano y escritora (probablemente apócrifa) de unas legendarias cartas a su hija abandonada.
Ante este material superviviente, este vagabundeo americano –que también recuerda al de la protagonista de Documenteur (1981) de Agnès Varda, al que Seyrig prestó aquella voz inconfundible— cuyas esperas, careos y paseos tan delicadamente filmara Mangolte, no parece que nos encontremos muy lejos de la imaginación western de una Kelly Reichardt (Meek’s Cutoff, First Cow), quien quizás, sin saberlo, tomó este invisible guante caído en los márgenes de la historia del cine.