Antonio Gala se ha ido en plena Feria del Libro de Madrid; y lo ha hecho desde su Córdoba utilizando aquel guiño tragicómico que le distinguió en vida, al retratarse a sí mismo como “el escritor más conocido, pero el menos leído”. Las crónicas de su desaparición le sitúan ya en el cielo de Los verdes campos del Edén, su primera gran obra teatral (1963) de sobradísimas luces metafóricas. 

Se crio en Córdoba donde ha fallecido a los 92 años, después de un mucho caminar peripatético bajo los soportales de los templos latinos, el anfiteatro, las termas o las terrazas interiores de Casas de las Hilas, Neptuno y Exedra, siempre a la sombra y sobre elegantes mosaicos de Mauritania. Recordaremos su andar trémulo, apoyado en alguno de los miles de elegantes bastones que poseía y que se conservan ya en la Fundación Gala, el centro cultural cordobés impulsado en apoyo de las artes y las letras de las nuevas generaciones.

Parte de su mundo interior ha vivido vocacionalmente alrededor de la antigua Bética, lejos de su pueblo natal, Brazatortas (Ciudad Real), pero eso poco importa para un ciudadano del Imperio Romano, imaginariamente formado a la sombra eterna de Quintiliano, mentor de emperadores.

Gala ha sido verissimus o muy verdadero, pese a la traición de su propio gesto, siempre demasiado mundano. Ha mostrado más piedad, que fe, esperanza o caridad, como demuestra en su novela próxima al género ensayístico, Las afueras de Dios (1999). Pensó siempre que el arte de vivir se asemeja más a la guerra que a la danza y así lo expuso en sus memorias, Ahora, hablaré de mí (2000), un largo proemio enunciativo cargado de certificaciones axiomáticas al hilo tal vez de Las Confesiones de Marco Aurelio, más conocidas por el gran público, gracias a las versiones cinematográficas de Anthony Mann y Ridley Scott.

Hay un Gala sardónico y otro críticamente escolástico y este segundo, concretamente, se halla en Séneca o el beneficio de la duda (1987), uno de los trabajos hondos del dramaturgo andaluz en el que se revela la figura de Séneca, el estoico, detractor de Epicuro, el mentor de Nerón que se suicidó por orden del emperador.

Fue un trabajo digno de las mejores tablas y actores y, sin embargo, en el momento de la verdad aristofánica, aquel Séneca no llegó a encandilar. En 2017, la pieza de Gala fue refrescada y puesta al día con vivacidad por Emilio Hernández en el Teatro Valle-Inclán (CDN), lo que le permitió al autor retomar su conexión con las salas llenas y los entreactos gloriosos. 

Pese al aporte histórico de sus muchas lecturas, el escritor fallecido se ha movido con agilidad en una poética alejada de las ficciones memoralísticas. Sus mejores aportaciones recaen de lleno en el drama teatral, donde expresa un complejo cruce de tradiciones en contacto con su naturaleza ambigua, o mejor dicho clásica.

Pero Gala empieza y acaba en la poesía. En 1959 obtuvo el premio Adonais por el poemario Enemigos íntimos y en 1997, tras treinta años de silencio poético, editó Poemas de amor, una recopilación imprescindible. De sus libros de poesía más recientes destacan Testamento andaluz (1994) y El poema de Tobías desangelado (2005). Antonio Gala ha sido asimismo autor de comedias musicalesSuerte, campeón (1973), El veredicto (1984), Carmen Carmen (1988), y del libreto de la ópera Cristóbal Colón (1985), con motivo del Quinto Centenario.

Escritor precoz, Gala se inició en el círculo de la revista Cántico, junto a Pablo García Baena, Ricardo Molina, Julio Aumente, Juan Bernier, y Mario López, y a los pintores Miguel del Moral y Ginés Liébana. Se ha llamado a sí mismo un poeta, por encima de todo.

De hecho, su obra, tanto dramática como narrativa, está impregnada de un fuerte lirismo, no siempre bien recibido por la crítica que a menudo le ha convertido en la letra escarlata de la literatura nacional, una gloria en parte marchitada sin merecerlo. Gala ha sido un voluble valiente y a contra corriente. Ganaba adeptos a cogerle tirria cada vez que se subía a La Baltasara, su casa de reposo en Alahurín el Grande, el pueblo malagueño en el que la Legión es la invitada de honor a las fiestas patronales. 

Su amplia labor de erudición se conservará tanto como su disposición políglota. Por su inextinguible curiosidad y por su amor a la belleza, la discutida obra de Gala no es puramente ornamental, ni una pieza de orfebrería. Eso sí, quiso ser reconocido; sucumbió ante el aplaudo y el halago fácil, alternando su facundia con el verbo dulcificado: “Para crearse un público fanático, hay que saber alternar el látigo y el terciopelo”, escribe Juan Manuel de Prada.

Hizo de Madrid su segunda casa cuando firmaba sus célebres Charlas con Troilo en El País-Semanal y recaló como columnista de El Mundo con La Tronera un anti-spleen de dulces invectivas a diestro y siniestro, menos canapero que el rincón de Paco Umbral en la contraportada, pero incapaces ambos de resistir la carcoma del tiempo.

En un momento determinado de su larga carrera, el poeta Gala le hizo sitio al escritor de ficción; ocurrió casi por compromiso con los negros editoriales que quisieron convertirlo en novelista, un género en el que el escritor mostró trazas, pero escasa convicción.

Así llegó El manuscrito carmesí, Premio Planeta, con el que la empresa de los Lara cerraba el ciclo de la Transición, con subidas de mérito y recursos floridos. Mejor fueron La pasión turca y Mas allá del jardín. La primera estuvo seguida de una versión cinematográfica, obra Vicente Aranda, que nunca fue del agrado del escritor. 

Atravesada la frontera de sus mejores años, Gala se fue retirando del primer plano aquejado de un cáncer crónico que mortificó sus días; ha mantenido hasta el último momento, su aspecto de hombre atildado, con un toque de sutileza y un punto de aristocracia mal digerida.

El tiempo se ha llevado por delante sus dos décadas en las apenas ha publicado. Sus lectores recuerdan su obra de teatro Inés desabrochada y si última novela, Los papeles del agua. Podría decirse que en estos tramos silenciosos, Gala había recuperado su pasión latina. Descolgaba de su biblioteca a Cicerón para entender a Petrarca, su brillantísima copia.

Retomaba en charlas discretas a humanistas de los que escriben en latín para no perder la versión escolástica de la lengua madre. Amó las letras hasta la extenuación; investigó la vigencia de la palabra bien escrita, del adjetivo exacto, del sustantivo matón. Y fue precisamente el respeto al equilibrio del mundo antiguo lo que le convirtió en un explorador exagerado. Nació para el hexámetro y el amor del eros paidico, pero supo siempre que “el espíritu desea lo que no alcanzará” (Petronio).