A muy grandes rasgos, los lectores de cómics pueden dividirse en dos claros bandos: los fans de los superhéroes estadounidenses y los que no los soportan. Yo me sitúo, con algunos matices, en el segundo contingente: nunca les he visto la gracia a esos señores en mallas y con los calzoncillos por fuera dedicados a salvar a la humanidad (o, por lo menos, a los Estados Unidos de América) y permanentemente enfrentados a unos villanos de natural grotesco. De pequeño, intenté leer los comic books de Superman que publicaba la mexicana editorial Novaro y cuya distribución en España prohibió don Manuel Fraga, a la sazón ministro de Información y Turismo, a mediados de los años 60, con la excusa de que no estaba bien ensalzar a personajes de carácter casi divino (parece que de esa clase de gente ya nos apañábamos con el Caudillo), aunque no falta quien asegura que se trató de una medida proteccionista a favor de la industria española del tebeo que tan bien lideraba la editorial Bruguera (para entonces, por motivos que sigo sin entender, pero soy un hombre que asume sus contradicciones, yo había generado una extraña fijación por Batman, cuya exitosa serie de televisión fue también prohibida por don Manuel: ya entraremos en eso más adelante).
Pese a mis esfuerzos, las aventuras de Superman me aburrían profundamente. Me aburría el pobre Kal-El, originario del planeta Krypton y rebautizado en la Tierra como Clark Kent, donde se ganaba la vida como reportero para el periódico The Daily Planet y, presa de una peculiar parafilia, se ponía el traje de súper tipo en las cabinas telefónicas de Metrópolis, la ciudad imaginaria en la que vivía. Me aburrían su novia, Lois Lane, su secuaz, Jimmy Olsen y, sobre todo, su némesis, un calvorota maligno llamado Lex Luthor. Comparado con Tintín, Superman me parecía un badulaque de cuyas andanzas me desinteresaba en la segunda página de cada cuaderno. Lo siento por sus creadores, el guionista estadounidense Jerry Siegel (Cleveland, Ohio, 1914 – Los Ángeles, 1996) y el dibujante canadiense Joe Shuster (Toronto, 1914 – Los Ángeles, 1992), que lo alumbraron para DC Comics el 18 de abril de 1938 en la revista Action Comics (puede que teniendo en mente al personaje de Lee Falk de 1936 The Phantom, conocido aquí como El hombre enmascarado, pionero en el lucimiento de mallas y calzoncillos a la vista) y que inauguraron un género tan popular como rentable y aparentemente eterno; pero yo solo podía mirar los tebeos de Superman, pues era incapaz de leerlos a causa del tedio que me provocaban. De hecho, lo único que me interesa de los superhéroes es, a veces, el dibujo y, por regla general, su condición de iconos pop, que me los puede hacer soportables y hasta simpáticos a una prudente distancia.
A finales de los 60, principios de los 70, a causa de la presión ambiental, intenté tragarme los cómics de la Marvel, creados casi todos por Stan Lee (Nueva York, 1922 – Los Ángeles, 2108), cuyo auténtico nombre era Stanley Martin Lieber, y editados entre nosotros por la barcelonesa Vértice, cuyas versiones –buscadísimas ahora entre coleccionistas por motivos básicamente nostálgicos- eran desastrosas: formato libro, páginas originales remontadas y con dibujos cortados o con apósitos para adecuarse a la reorganización gráfica que nadie les había pedido, ausencia del color con el que venían de América... En fin, una serie de atrocidades que no impidieron su popularidad entre mis condiscípulos de los escolapios. Me consta que Stan Lee es un nombre venerado entre los devotos de los superhéroes, pero a mí, sintiéndolo mucho, siempre me ha parecido un tipo que se ganó muy bien la vida escribiendo memeces sin tasa para personajes que se inventaba a granel, como Spiderman, The Fantastic Four, Hulk, X-Men o Iron Man, que vivirían su edad de oro en el mundo del cine cuando los efectos especiales hubiesen alcanzado los niveles de calidad requeridos para plasmar convenientemente sus grotescas andanzas.
El teórico francés Jean-Pierre Dionnet sostenía que los superhéroes representan la pureza y la singularidad de los tebeos, y que todo lo que se aparta de ellos se nutre en exceso de la literatura, el cine y otras artes extra pictóricas. Puede que tenga razón, pero, por lo que a mí respecta, se puede meter esa pureza y esa singularidad por donde le quepan, pues me temo que soy inmune a la magia de los supertipos enmascarados, aun reconociendo la meritoria labor de dibujantes como Steve Ditko y, sobre todo, Jack Kirby. Tras dos intentos de entrar en el mundo de DC y Marvel, uno en la infancia, otro en la adolescencia, ya he tenido bastante para rendirme a la evidencia de que los superhéroes no son para mí. Con un par de excepciones que desarrollaremos a continuación...