Tintín y la tía Conchita
Los álbumes de Hergé han hecho felices a miles de ciudadanos y todo se lo debemos a Concepción Zendrera, que según la leyenda le convenció durante un baile de que sus libros funcionarían en España
3 agosto, 2020 00:00Cuenta la leyenda que, hace muchos años, tras una cena celebrada en el marco de la Feria del Libro Infantil de Bolonia, el dibujante belga Georges Remi, en arte Hergé, sacó a bailar a una jovencita barcelonesa llamada Concepción Zendrera, y que a ésta le bastó con un baile para convencer al artista de que publicara las aventuras de Tintín en España a través de la editorial Juventud, que pertenecía a su familia. Es más, ella misma se encargaría de traducirlas al castellano.
Casi todos los de mi generación conocimos, pues, la impresionante obra de Hergé en la traducción de la señorita Zendrera, que se nos ha quedado grabada en las meninges para los restos. Fue ella quien convirtió a los torpes detectives Dupont y Dupond en Hernández y Fernández y en Silvestre Tornasol al profesor Tournesol. Fue ella quién dio con los mejores equivalentes posibles para los absurdos e incomprensibles insultos del capitán Haddock, ese entrañable dipsómano. Fue ella quien tradujo esa aria de las joyas del Fausto de Gounod que Bianca Castafiore, el ruiseñor milanés, solía lanzarse a cantar sin venir muy a cuento. Fue ella, finalmente, la que confirió a las aventuras de Tintín, ese periodista que jamás escribió un artículo, un tono doméstico, como de ama de casa que sabe francés, que a menudo te daba la impresión de que los álbumes los podría haber traducido tu propia madre caso de haber estudiado la lengua de Moliere y Proust.
Para mí, Concepción Zendrera era una señora muy importante --también se había encargado de que Juventud editara entre nosotros las novelas de El Club de los Cinco, de la escritora británica Enid Blyton, que se reparte al cincuenta por ciento con Hergé mis primeras alegrías lectoras--, pero para su familia solo era la tía Conchita. Como tal me la presentaron una tarde, durante una fiesta que se celebraba en la casa familiar de Cadaqués. Recuerdo que me puse tan nervioso como si estuvieran a punto de presentarme a Marianne Faithfull o a Françoise Hardy, y creo que no le dije más que tonterías y banalidades a la buena señora, dejándole bien claro, eso sí, lo mucho que había contribuido a mi felicidad como lector durante los ya lejanos años 60. ¡Y mucho más allá! Recuerdo que intenté volver a Enid Blyton cuando ya no me tocaba por edad y que la experiencia fue muy triste --casi un niño y ya experimentaba la nostalgia de haber dejado de serlo--, pero el eterno retorno a Hergé nunca me defraudó: el célebre eslogan era cierto (“para lectores de 7 a 77 años”).
Creo que le dije a la tía Conchita que sin ella no habríamos podido sacar la revista Cairo a principios de los 80, y aunque me dio la impresión de que no sabía de qué le hablaba, se mostró amable y sonriente antes de librarse de mí e intentar averiguar, intuyo, qué miembro de su querida familia había tenido la peregrina idea de invitar al sarao a un pelmazo de mi calibre.
La tía Conchita se nos murió a los cien años en tiempos del coronavirus, pero sus traducciones de Tintín siguen al alcance de los lectores españoles. Me temo que éstos cada vez son menos, entre los niños que pasan de Hergé porque prefieren los tebeos japoneses y los lectores de la primera hornada que cada día estamos más viejos o, directamente, la vamos diñando. Pero los álbumes de Tintín siguen en las librerías, han hecho felices a miles de ciudadanos de este país y no es del todo descartable que llamen la atención de unos cuantos niños excéntricos a los que les den por saco Shin Chan y Bola de Dragón. Y todo se lo debemos a la difunta tía Conchita, la joven barcelonesa que, según cuenta la leyenda, convenció a Hergé durante un simple baile de que sus libros podrían funcionar muy bien en España.