Versalles sólo hay uno. Sus jardines y sus salones han alojado buena parte de la historia de Francia y Europa en general, pero también ha servido de inspiración para muchos arquitectos que recibieron encargos de nobles para construir sus mansiones.
Cataluña también tiene su propio Versalles. No tiene esos jardines, pero sus inquilinos siempre fueron gente muy poderosa. El primero en mover ficha fue el marqués de Cartellà, Pere Desbach, quien encargó contactó con al arquitecto Josep Mas Dordal para idear una mansión que reflejara bien su posición social. Pero, en realidad, el encargó llegó más tarde.
Dónde está
La nieta del marqués, Maria Lluïsa Descatllar, junto con el arquitecto de la basílica de la Mercè, fueron quienes, en 1774, sobre los restos de una de las torres de la Puerta Ferrissa de la antigua muralla medieval de la ciudad, erigieron el desconocido Palau Moja, el palacio de Versalles catalán.
Se trata de una de las construcciones neoclásicas más representativas de Barcelona. Ubicado en el número uno de la calle Portaferrissa, las obras no fueron fáciles. Tardaron diez años en alzar el palacio que fue inaugurado en 1784, convirtiéndose en una residencia de gran prestigio para la aristocracia catalana.
Inquilinos ilustres
Por allí pasaron figuras ilustres de la nobleza, el esclavismo y la literatura catalana. Después de los Moja, llegaría Antonio López, un conocido esclavista y futuro marqués de Comillas. Fue por él que todavía muchos conocen esta mansión como el Palacio del Marqués de Comillas.
Otros de sus inquilinos fue el cura y escritor Jacint Verdaguer y, posteriormente, el mecenas de Gaudí, el conde Güell. Él y sus herederos fueron sus últimos dueños antes de que en 1971 un incendio lo arrasara. Por suerte, tras un abandono de once años, el Departamento de Cultura y Medios de Comunicación de la Generalitat lo adquirió y lo restauró. Gracias a eso, todavía hoy se puede visitar.
Palau Moja
Una fachada sobria
Lo curioso es que pasa desapercibido para la mayoría de catalanes, barceloneses y turistas. Y eso que está en plena Rambla. El problema es que hay tanta actividad en la zona que apenas uno puede detenerse a admirar el edificio.
Es cierto que por la sobriedad de la fachada deslumbra poco. Predominan las líneas rectas y la ausencia de elementos decorativos excesivos. Se impone el estilo neoclásico guardando el barroco para su interior. Por fuera, todo es elegancia y funcionalidad con muy pocos ornamentos. El que más brilla es la escultura de un león sobre la puerta de entrada, símbolo de nobleza y poder.
Arte y jardín
Sí se pone barroco el interior del palacio. Originalmente, las paredes del edificio estaban decoradas con pinturas alegóricas del artista Francesc Pla, conocido como "el Vigatà". Estas decoraciones, aunque en su mayoría se han perdido con el tiempo, aún pueden apreciarse en algunos plafones restaurados en la fachada de Portaferrissa.
En la parte norte del palacio se encontraba un extenso jardín, al más puro estilo Versalles, diseñado para complementar la magnificencia del edificio. En 1856, el arquitecto Rovira i Trias añadió una logia de terracota con imponentes columnas corintias al fondo del jardín, reforzando la estética clasicista del conjunto.